—Realmente, creo que uno de nosotros debería ir y comprobar si se trata o no de una impostura.
—Bien; después de la cena podemos dirigirnos allí —replicó Considine.
Así, cuando la cena hubo terminado y quedó apurada la botella de La Tour, Josua Considine y su amigo, el doctor Burleigh, se dirigieron hacia el lado oeste del marjal, donde se encontraba el campamento gitano. Cuando salían, Mary Considine, que se encontraba en un extremo del jardín, llamó a su marido.
—Recuerda, Josua, que debes procurar ayudarles, pero no dar ninguna clave, y no te pongas a flirtear con ninguna gitana. Además, libra de todo daño a Gerald.
Por toda respuesta, Considine levantó una mano como prestando juramento y se puso a silbar la vieja canción «La condesa gitana». Gerald se le unió, y los hombres se alejaron en dirección a la carretera, volviéndose de cuando en cuando a saludar con la mano a Mary, que se inclinaba en la valla y les veta alejarse entre las luces del ocaso.
Era una deliciosa noche veraniega; el ambiente estaba lleno de paz y serenidad, le esa misma paz que tan agradable hace el hogar. La vida de Considine no había sido pródiga en sucesos. La única perturbación que conoció estuvo en su noviazgo con Mary Winston y en las continuas objeciones que pusieron los ambiciosos padres de la muchacha, que esperaban para su única hija un matrimonio más brillante. Cuando los señores Winston descubrieron su amor hacia el joven abogado, intentaron separarlos enviando a su hija fuera de la ciudad, a visitar diversos amigos y parientes que vivían en el campo. Antes de marchar le hicieron prometer que durante su ausencia no cambiaría correspondencia con su amado.
Ni la ausencia ni la falta de noticias parecieron enfriar la pasión del joven, y los celos parecían algo completamente desconocido para él; así, después de mucho esperar, los padres tuvieron que consentir en el matrimonio.
Hacía poco que vivían en la casita y empezaban ya a encontrarse a gusto en ella. Gerald Burleigh, antiguo compañero de Universidad de Josua, y víctima también, en un tiempo, de la belleza de Mary, había llegado una semana antes, dispuesto a permanecer con ellos todo el tiempo que pudiese robar a sus ocupaciones en Londres.
Cuando su marido hubo desaparecido por la carretera, Mary entró en la casa, sentóse al piano y dedicó una hora a Mendelssohn.
El recorrido era muy corto y antes de que los cigarrillos tuviesen que ser renovados, los dos hombres alcanzaron el campamento de los gitanos. El lugar era muy pintoresco, como acostumbran serlo los campamentos gitanos cuando los negocios marchan bien. Alrededor de la hoguera había, varias personas que gastaban su dinero en oírse echar la buenaventura. Algo más apartadas encontrábanse otras personas que observaban atentamente lo que ocurría, prestando atención a cuanto se decía.
Cuando los dos caballeros se aproximaron a la hoguera, les campesinos que conocían a Josua se apartaron, cediéndole el paso, y una linda y menuda gitana se acercó pidiendo echarles la buenaventura, Josua le tendió la mano, pero la gitanilla, sin que pareciese verla, le miró fijamente, con una expresión muy rara. Dándole un codazo, Gerald indicó a su amigo:
—Tienes que cruzarle la mano con plata. Ese es uno de los detalles de mayor importancia en el ritual.
Josua sacó del bolsillo media corona y la tendió a la gitana que sin mirarla, replicó:
—La mano de la gitana, tiene que ser cruzada con oro.
Gerald, riendo, comentó:
—Por ser guapo te cuesta más caro.
Josua pertenecía a ese tipo de hombre tan general, que tolera con agrado que le mire una mujer joven y linda; así, respondió pausadamente:
—Está, bien, hermosa gitanilla, pero a cambio de esto tienes que profetizarme algo muy bueno —y entregó medio soberano, que la gitana tomó, diciendo:
—No es mi deber profetizar cosas buenas o malas, sino limitarme a leer lo que dicen las estrellas.
Tomó la palma de la mano de Josua, pero en cuanto le hubo dirigido una simple mirada, la soltó como si se hubiera abrasado y, huyendo de junto al fuego, metióse en la amplia tienda que ocupaba el centro del campamento.
—Algo malo habrá visto —comentó Gerald.
Josua estaba algo desconcertado y bastante descontento. Los dos amigos contemplaron la tienda. Poco después, salió de dentro, no la jovencita que entrara, sino una majestuosa mujer de mediana edad.
En cuanto apareció, cesaron todos los murmullos y ruidos en el campamento. Se apagaron las voces y risas, y todos los gitanos y gitanas dejaron lo que estaban haciendo y se quedaron en pie, con la mirada vuelta hacia la mujer aquella.
—La reina —murmuró Gerald—. Estamos de suerte.
La reina de los gitanos dirigió una mirada a su alrededor y, sin vacilar un momento, fue hacia los dos hombres y se detuvo frente a Josua.
—Tiéndame la mano —dijo con imperioso acento.
De nuevo dijo Gerald en voz baja:
—No había oído hablar así desde que salí de la Universidad.
—Tu mano ha de ser cruzada con oro.
Josua depositó sobre su mano otra moneda de oro.
La gitana examinó la mano con el ceño fruncido y, de pronto, levantando la cabeza, preguntó, con la mirada, fija en el rostro de Josua:
—¿Es fuerte tu voluntad y tu corazón para luchar por el ser amado?
—Así lo creo; pero temo no ser lo suficiente vanidoso para contestar que sí.
—Entonces yo responderé en tu lugar, pues leo decisión en tu rostro, decisión desesperada y decidida, si es preciso. ¿Tienes una mujer a quién amar?
—Sí.
—Entonces sepárate de ella enseguida... no vuelvas a mirar su rostro, aléjate de ella en tanto el amor es reciente y tu corazón está libre de malos deseos. ¡Vete enseguida y no vuelvas a mirar su rostro!
Josua retiró enseguida la mano y dijo, sarcásticamente:
—Muchas gracias.
—Espero que no te marcharás así —dijo Gerald—. Es inútil enfadarse con las estrellas ni con su profeta. Además, ¿y tu oro? Por lo menos oye todo cuanto tenga que decirte.
—¡Silencio, payaso! —ordenó la reina—. No sabes lo que haces. Déjale marchar sin saber lo que le espera, ya que no admite aviso alguno.
Enseguida Josua se volvió.
—Aclaremos eso —dijo—. Usted, señora, me ha dado un consejo, pero yo he pagado por una profecía.
—Ten cuidado. Las estrellas han permanecido calladas durante mucho tiempo; deja que el misterio las envuelva.
—Señora, no todos los días me tropiezo con un misterio, y prefiero la verdad a la ignorancia.
—Como quieras —replicó la reina, tomando de nuevo la mano de Josua y empezando a pronunciar la profecía—: Veo aquí el brotar de la sangre. Será derramada dentro de muy poco tiempo. Mana a través del roto círculo de un anillo.
—Adelante —siguió Josua.
Gerald había callado.
—¿Debo hablar más claro?
—Desde luego. Los seres vulgares necesitamos algo más definido.
La gitana se estremeció, diciendo con voz impresionante:
—¡Esta es la mano de un asesino, del asesino de tu mujer!
Y soltando la mano se alejó rápidamente. Josua se echó a reír. La gitana no replicó, e inclinando la cabeza, desapareció dentro de la tienda.
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Sin pronunciar palabra, los dos hombres regresaron hacia su casa a través del marjal. Al fin, después de cierta vacilación, Gerald dijo:
—Claro que se trata de una broma, de una estúpida broma; pero, ¿no sería mejor guardarla para nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que valdría más no explicarla a tu mujer. Podría asustarse.
—¿Qué estás diciendo, Gerald? ¿Por qué tendría que asustarse de mí? Estoy seguro de que no se asustaría, aunque todas las mujeres gitanas del mundo le pronosticasen que la mataría yo.
—Las mujeres son supersticiosas —replicó Gerald—. Mucho más que nosotros. Y, además, tienen un bendito o endiablado sistema nervioso que nosotros no conocemos. Es algo que mi trabajo me permite comprobar diariamente. Sigue mi consejo y no dejes que ella se entere o, de lo contrario, la asustarás.
Con gesto endurecido, Josua replicó:
—Amigo mío, no pienso tener secretos con mi mujer. Eso cambiaría nuestras relaciones. Si alguna vez observas que existen secretos entre nosotros, es que algo habrá cambiado.
—A pesar de ello, y aun a riesgo de molestarte, te aconsejo que por esta vez conserves el secreto.
—¿No será que te pusiste de acuerdo con la reina? El ir al campamento gitano fue idea tuya.
Gerald replicó que hasta aquella mañana no se había enterado de la existencia del campamento gitano y, entre risas y comentarios, los dos hombres entraron en la casa.
Mary se hallaba sentada al piano, pero no tocaba. El ocaso había despertado en ella dulces recuerdos y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Cuando los dos hombres entraron en el salón, corrió junto a su marido. Josua adoptó una actitud melodramática.
—Mary —dijo con profundo acento—: antes de acercarte a mí, escucha las palabras del Destino. Las estrellas han hablado y la suerte está echada.
—¿Qué pasa? Por favor, dime la profecía, pero no me asustes.
—Procuraré no hacerlo, querida. Pero conviene que prepares todo a fin de que las cosas puedan hacerse de una manera ordenada y decente.
—Explícate, por favor.
—Mary Considine, la efigie de tu marido será enviada al museo de figuras de cera de la señora Tussaud. Las estrellas han anunciado que mis manos se mancharán con tu sangre. ¡Mary, Mary! ¡Dios mío!
Corrió hacia su esposa, pero demasiado tarde para evitarlo, pues ya se había desplomado al suelo sin sentido.
—Ya te lo dije —recordó Gerald—. No las conoces tan bien como yo.
Mary recobró al poco rato el sentido, pero solo para caer en un violento ataque de nervios, que la hizo reír, gritar, llorar.
Josua estaba profundamente angustiado, y cuando, al fin, Mary se tranquilizó algo, se arrodilló a los pies, de ella, besándole las manos y dirigiéndole una serie de frases cariñosas. Durante la noche estuvo sentado a la cabecera de su lecho, teniendo su mano entre las suyas. El sueño de la joven se vio turbado continuamente, despertándose para reír o llorar, hasta tranquilizarse con la seguridad de que su esposo estaba junto a ella.
A la mañana siguiente desayunaron muy tarde, y cuando terminaban, Josua recibió un telegrama en que se le pedía acudiera a Whitering, a unos treinta kilómetros de allí. No quería acudir, pero Mary insistió mucho en ello, y antes de mediodía, Josua se marchó en su coche.
Al quedarse sola, Mary comentó, dirigiéndose a Gerald:
—Comprendo que lo de ayer fue una tontería, pero no puedo dejar de sentirme asustada. Quiero hacer una prueba.
—¿Cuál? —preguntó Gerald.
—Iré al campamento y me haré decir la buena ventura por la reina. Así sabré si hay algo de verdad en eso de las predicciones.
—Muy bien —asintió Gerald—. ¿Quieres que te acompañe?
—No; eso lo echaría todo a perder. La reina te reconocería y sospecharía quién soy y amañaría su predicción. Iré sola esta tarde.
Cuando llegó la tarde, Mary encaminóse hacia el campamento gitano. Gerald la acompañó hasta poca distancia del mismo, y luego regresó solo.
Apenas había transcurrido media hora, cuando regresó Mary, intensamente pálida y en un estado de gran excitación. Apenas había cruzada el umbral de la puerta, se dejó caer al suelo y echóse a llorar convulsivamente. Gerald corrió a ayudarla, pero Mary, haciendo un gran esfuerzo, se serenó y al fin pudo explicar lo ocurrido.
—Cuando llegué al campamento, no parecía haber allí alma viviente alguna —dijo—. Me encaminé hacia el centro y allí me detuve. De pronto, vi a mi lado una mujer alta. «Algo me dijo que se me necesitaba», declaró. Le tendí la mano y puse en la palma una moneda de plata. Ella se quitó del cuello una cadenita de oro y la dejó junto a la moneda; luego, cogiendo ambas cosas, las tiró a un riachuelo próximo. Después de eso me examinó atentamente la mano y dijo: «Solo veo sangre en este maldito lugar». Enseguida se alejó. La cogí del brazo, pidiéndole que me explicase algo más. Después de mucho vacilar explicó: «La veo tendida a los pies de su marido, y las manos de él están rojas de sangre».
Gerald no se sentía tranquilo, a pesar de lo cual trató de reír, diciendo:
—No cabe duda que a esa mujer le entusiasman los asesinatos.
—No te rías —replicó Mary—. No podría soportarlo.
Y, como obedeciendo a un súbito impulso, abandonó la habitación.
Al cabo de poco rato, regresó Josua, alegre y hambriento. Su presencia animó a su mujer, que no mencionó en absoluto la visita al campamento gitano, cesa que tampoco hizo Gerald. Como por tácito acuerdo, el hecho no se citó para nada en toda la noche.
A la mañana siguiente, Josua bajó a desayunar más tarde que de costumbre. Mary se levantó muy pronto, pero a medida que pasaba el rato, se iba poniendo más y más nerviosa, dirigiendo a su alrededor miradas de angustia.
Gerald observó el silencio, y el poco apetito de sus huéspedes, pero su corrección le impidió expresar su pensamiento. De pronto, observó que Josua pasaba inconscientemente el pulgar por el filo del cuchillo. Esta acción hizo palidecer y casi desmayarse a Mary.
Después del desayuno todos salieron al jardín. Mary estaba arreglando un ramo de flores y pidió a su marido.
—Córtame unas cuantas rosas de té.
Josua obedeció, pero los tallos no querían ceder.
—Préstame tu cortaplumas, Gerald —dijo.
Pero Gerald no tenía cortaplumas, y dirigiéndose al comedor, cogió un cuchillo de encima de la mesa. Al salir, refunfuñó:
—¿Qué les ha pasado a todos los cuchillos de esta casa? Ninguno tiene filo.
Mary volvióse precipitadamente y entró en la casa.
Josua, con el mellado cuchillo, se esforzó por cortar una rama de rosal y, tras muchos esfuerzos, lo consiguió. Buscando luego, dentro de casa, un cuchillo afilado para ir cortando las rosas que había en la rama, no pudo encontrar uno solo que tuviese filo. Llamó a Mary y le expuso lo que ocurría. La joven se mostraba tan agitada y nerviosa, que Josua no pudo menos de adivinar la verdad, y como ante un insulto exclamó:
—¿Significa esto que lo has hecho tú?
—¡Oh, Josua, estaba tan asustada! —gimió.
Josua palideció intensamente, preguntando, como ofendido:
—¿Esa es la confianza que tienes en mí, Mary? Jamás lo hubiese creído.
¡Perdóname, perdóname! —sollozó amargamente Mary.
Josua reflexionó un momento.
—Comprendo lo que ocurre —dijo—. Conviene que arreglemos esto de una vez o nos volveremos locos de remate.
Corrió al salón.
Gerald comprendió lo que su amigo intentaba hacer. No se detendría ante sus deseos por una simple superstición, y por ello no le sorprendió verle salir de nuevo empuñando un pesado cuchillo ghourka, que generalmente estaba en el centro de la mesa y que su hermana le envió del Norte de la India. Era uno de aquellos pesados cuchillos que en lucha cuerpo a cuerpo causaban tales destrozos y cuyo filo parecía el de una navaja de afeitar. Con uno de aquellos cuchillos, un ghourka es capaz de partir en dos un cordero.
Cuando Mary le vio salir de la habitación con el cuchillo en la mano, lanzó un grito de angustia y terror, y el histerismo de la noche anterior se repitió.
Josua corrió hacia ella, y al verla caer tiró lejos de sí el cuchillo, tratando de sstenerla.
Sin embargo, llegó un segundo demasiado tarde y los dos hombres lanzaron un grito de horror al verla caer sobre el cuchillo.
Cuando Gerald llegó junto a la mujer vio que al caer su mano había chocado contra la hoja de acero. Algunas venillas de la mano estaban cortadas y la sangre manaba abundante de la herida. Al ir a incorporarla mostró a Josua el anillo de boda partido en dos por el choque.
La entraron desmayada en la casa, y cuando al cabo de un rato la joven volvió en sí del desmayo, le pusieron el brazo en cabestrillo, y Mary salió tranquila y sonriente al jardín. Dirigiéndose a su marido, le dijo:
—La gitana estuvo muy próxima a acertar del todo. En realidad, se puede decir que acertó.
Josua se inclinó sobre la mano herida y la besó apasionadamente.