PAÍS RELATO

Autores

brad strickland

y la luna llena brilla

La luna se escondió.
Kazak perdió las garras, los colmillos, el pelaje.
Sus músculos podían haber transportado su esbelta forma lobuna a través de los bosques tres veces más aprisa de lo que podía correr un hombre, pero ahora, bajo la piel, se debilitaron y perdieron volumen, hasta convertirse en simples manojos de fibras pegadas a los huesos. No pudieron sostenerle y cayó. El suelo se ablandó para recibir su forma claudicante. Luego se solidificó de nuevo, dejando una parcela cálida y flexible bajo su costado izquierdo. En completo silencio y sin protestar, el suelo formó un lecho para sostenerle, lo levantó hasta la altura requerida en un hospital y se detuvo. El aire de la habitación empezó a calentarse para adaptarse a su cuerpo desnudo y desprovisto de pelaje.
Pero al principio la temperatura era fría, terriblemente fría. Tembló y gimió, sintió un nudo doloroso en la boca del estómago, la cabeza le daba vueltas. Los ojos, turbios y lagrimeantes debido a la violenta transformación, no soportaban la odiosa luz extraña. Los pulmones doloridos le oprimían. Un aire helado le penetraba por la nariz, la nariz humana que solo unos momentos antes había sido sensible a todos los posibles olores, desde el sudor animal que impregnaba su propio cuerpo hasta el delicado hálito del doctor Iglace.
Desnudo, sudoroso, temblando en su nueva forma, Kazak permanecía tendido en su cama recién formada, boqueando y medio inconsciente.
La pared se abrió. Como en un sueño, Kazak oyó pasos ligeros que se aproximaban. La cálida palma de una mano tocó su frente, unos dedos suaves forzaron a levantarse un párpado, sometiendo el ojo a la agonía de la luz.
—Peso —dijo el doctor Iglace.
Con una voz precisa y aguda como la de un niño, la habitación contestó:
—Cincuenta y cinco coma ocho kilos, lo que representa una pérdida total de veintitrés coma setenta y cuatro kilos en veinticuatro horas.
—Aliméntale —dijo el doctor Iglace.
La cama desenrolló unos tubos flexibles y tentaculares que se agitaron y movieron como si estuvieran vivos. Varios de ellos se apoderaron del brazo izquierdo de Kazak, sujetándolo a la superficie de forma que no pudiera moverlo. Otro, puntiagudo y en forma de sonda, buscó la vena braquial de Kazak, penetró en ella y empezó a inyectar nutrientes sintéticos, glucosa, proteínas y aminoácidos en su sangre. Los complejos alimenticios llegaron al cerebro y, con un estremecimiento de sobresalto, Kazak se sintió proyectado a la conciencia. El doctor estaba inclinado sobre él, observándole con un distante interés profesional visible en sus facciones oscuras y ascéticas. En su expresión y en sus ojos de un azul anormalmente pálido no se reflejaba la menor compasión.
—¿Por qué? —balbuceó Kazak.
—Porque —contestó el doctor Iglace con tono razonable— eres el último hombre lobo del mundo.
Había sido libre una vez, hacía tiempo, en un lugar designado antiguamente con un nombre que lo identificaba como parte de la Europa central. Kazak esperaba desnudo a la sombra de un fresno; esperaba a que la Hermana Luna se alzara y le cambiara.
Le rodeaba un paisaje despejado, de colinas onduladas y árboles espaciados, desierto de seres humanos.
Abajo, en el valle, pacían las ovejas.
Puesta de sol. Rojos y oros en occidente, violetas por el oriente.
Oscuridad.
Más oscuridad.
Oscuridad total.
La esfera de bronce fundido de la luna brillaba plena en su rostro, se reflejaba en sus ojos, determinaba la breve agonía del cambio. Sentía bajo sus patas la antigua tierra, primaveral y profunda, nutrida por el bosque. El mundo era todo blanco y negro con sombras en distintos tonos de gris, visto por sus nuevos ojos. Todo un universo nuevo le penetraba a través de la nariz: hojas muertas y hormigueros, el rastro humano de los visitantes que habían ido a merendar al bosque, el olor a metal frío y otros olores de sus vehículos, y el calor de los corderos vestidos de lana y pictóricos de sangre.
Sentía la vibración de sus músculos tensos bajo la piel, el crujir de las coyunturas al estirarse, el dilatado vacío de un bostezo. Guiado por un antiguo instinto se detuvo y alzó la pata junto a un árbol para señalar ese territorio como suyo. Aunque nunca había encontrado a otros de su especie ni esperaba encontrarlos.
Después partió a la carrera, pendiente abajo, silencioso, y el bosque vestido de plata por la luna se deslizó hacia atrás, a uno y otro lado. Le asaltaba el olor del agua, frente a él. Una brisa favorable traía el olor de las ovejas, del alimento. Sentía la saliva espesa y caliente en la boca.
Sus patas sabían exactamente dónde posarse para impulsar adelante el cuerpo con el mínimo esfuerzo, para hacerle doblar a izquierda y derecha entre los árboles, evitando las piedras. No hacía más ruido que el chapoteo de las gotas de lluvia sobre la espesa alfombra de hojas caídas.
Abajo desfilaban las ovejas, lentas nubes descendidas a la tierra. Captó el olor seco a hierba podrida de su estiércol, y en sus oídos resonaron los ecos temblorosos de sus balidos atemorizados. Más cerca ahora, oculto en la maleza, eligió a una oveja concreta del rebaño sin detenerse a considerar…
Luego el salto súbito, oyendo cómo los balidos aumentan su volumen hasta la exasperación, viendo cómo se dispersan y adivinando correctamente que la elegida correrá en esa dirección; el rápido e inmisericorde golpe de las mandíbulas…
Kazak tuvo comida en abundancia aquella vez. La última vez.
Soñaba a menudo en ello en este lugar, en la frialdad del laboratorio. Sus mandíbulas masticaban en sueños, su lengua dormida paladeaba el sabor dulce y cálido de la sangre, de la carne viva.
Pero siempre le aguardaba al despertar la decepción de las pruebas, de aquella habitación que obscenamente parecía vivir, de la seca benevolencia sin alegría del doctor Iglace.
—Usted está infraeducado, pero no es infrainteligente —dijo el doctor Iglace a Kazak después de algunas pruebas, en la mañana de un día entre dos lunas llenas. La entrevista tuvo lugar en la habitación de Kazak. En el suelo habían crecido una serie de muebles: una mesa, sillas, incluso un ersatz de ventana que se abría a una representación holográfica de un paisaje campestre matinal. Nada de todo ello representaba la menor diferencia para Kazak.
Como permanecía en silencio, el doctor, cómodamente sentado en una silla recién crecida, continuó imperturbable:
—Creo que es usted capaz de apreciar la importancia que posee para nosotros, y su propia posición.
Kazak paseaba impotente por la habitación.
—Déjeme salir de aquí. Estoy en mi derecho.
Una risita silenciosa hizo que el doctor Iglace se removiera ligeramente en su silla.
—Usted no posee derechos. La Constitución planetaria garantiza derechos a los humanos, y usted es un licántropo, algo muy diferente. Tal vez un Homo sapiens ferox.
—Soy un hombre. En todas las circunstancias, excepto en las noches de luna llena, soy un hombre.
—Solo en la apariencia externa. Pero en realidad, no lo es. ¿Quiere que le enumere la lista completa, señor Kazak? ¿Debo enumerar las diferencias en el ADN y ARN, en la composición hormonal, en los sistemas corporales? ¿No? Son instructivas, se lo aseguro. ¿Sabe usted que la licantropía es genética, señor Kazak?
Kazak asintió.
—Mi familia —murmuró—. Maldita. Maldita durante cuatrocientos años, desde que un hombre lobo mordió a un antepasado mío…
—Sí —murmuró el doctor—. Su familia es un caso bastante especial.
La falsa ventana se esfumó y cambió, representando ahora la salida del sol sobre un océano en calma. Kazak le dirigió una mirada de disgusto.
—No puedo seguir aquí, no puedo soportar el encierro. Usted me está matando.
—Tonterías, nos ocupamos perfectamente de usted. ¿Por dónde iba yo?
—La condición es genética —apuntó cantarina la voz de soprano de la habitación.
—Sí, por supuesto. Pero también es contagiosa. Los licántropos son en realidad variantes genéticas del tronco básico humano. Los genes que hacen de usted un hombre lobo aparecen también dispersos en toda la especie humana. Eso no quiere decir que todas las personas los posean, claro está: en la actualidad, menos de un individuo sobre treinta mil, según el análisis de los ordenadores.
—Y resulta que yo soy uno de los afortunados.
—Hum. Hay una diferencia, sin embargo, porque en su familia los genes han resultado ser dominantes. En todos los casos restantes de supervivientes, los genes son recesivos, latentes. ¿Sabía usted, señor Kazak, que la mordedura de un licántropo en su forma lupina conlleva una secreción de las glándulas salivares que altera el ADN? ¿Que esas alteraciones son muy sutiles, pero cruciales en personas que poseen el gen licantrópico recesivo? Eso es lo que hace contagiosa la licantropía. Aunque en realidad es difícil que usted tropiece con una persona portadora del gen y la muerda.
—Nunca he mordido a una persona viva.
—¿Por qué no?
Kazak desvió la mirada.
—Quizá porque nunca estuve lo bastante hambriento para hacerlo.
—Y cuando tenía hambre buscaba presas más humildes: ovejas y animales del bosque. —El doctor Iglace suspiró—. Muéstrenos el parque Szamos —dijo.
Obediente, la ventana se alargó y amplió hasta ocupar el espacio de toda una pared de la habitación. La imagen cambió hasta convertirse en el paisaje silvestre por el que había vagabundeado Kazak, y donde había sido acorralado y cazado una noche de luna llena.
Kazak sabía que se trataba solo de un holograma, pero las aletas de la nariz le temblaron y hubo de contenerse para no echar a correr e intentar escapar, vanamente, a aquel lugar.
—Lo reconoce, ya lo veo —dijo el doctor Iglace—. ¿Qué cree usted que es?
—Mi hogar —dijo Kazak—. Las tierras vírgenes.
La misma sonrisa silenciosa agitó de nuevo al doctor Iglace.
—No sea absurdo. Las tierras vírgenes desaparecieron hace cuatrocientos años. Se trata de un parque y los animales que hay en él son, o bien domesticados, o bien reconstruidos genéticamente a través de la bioingeniería, para que no dañen a los humanos.
—Yo era libre en la selva virgen.
—Nunca vivió en la selva virgen. No quedan tierras vírgenes, señor Kazak. Bueno, el gobierno afirma que las colonias del Planeta Interior son asentamientos en tierras vírgenes, pero es mentira, un mero recurso propagandístico. Marte y Venus son los únicos mundos fronterizos, domesticados a medias, pero no poseen tierras «vírgenes» indígenas, ni en realidad vida propia de ninguna clase; solo plantas creadas por medio de ingeniería genética y criaturas llevadas allí desde otros lugares y aclimatadas. —El doctor se acercó un poco más, de modo que incluso en su forma humana Kazak pudo advertir su delicado olor, algo dulzón—. ¿Llamaría usted a esos animales criaturas salvajes, señor Kazak? Nacieron en tubos de ensayo y manipuladores genéticos, no como fieras selváticas. De hecho, señor Kazak, la «naturaleza» no existe desde hace varios siglos en ningún lugar del sistema solar. Y aquí, menos que en ninguna otra parte.
La escena de la ventana pasó a ser una vista desde el espacio del globo terráqueo colgado en un cielo de terciopelo azul mientras las frías estrellas titilaban en la oscuridad. El doctor Iglace volvió a hablar.
—La Tierra está totalmente domesticada, señor Kazak, y poblada ya enteramente por los humanos. No tiene usted derecho a existir aquí.
—Entonces máteme —dijo Kazak—. Lo único que se necesita es una bala de plata.
Pero los científicos tenían reservado a Kazak algo peor que la muerte.
Querían estudiarlo.
Volvieron a capturarle, en sueños.
Él tenía forma de lobo y corría, corría bajo la luz fría de la luna llena, mientras la nieve ardía como papel de lija al contacto con sus patas y el aire gélido aguijoneaba sus narices. Ellos volaban detrás de él en pequeños aparatos pocos metros por encima de las ramas más altas de los árboles. Él no podía olerles ni oírles, solo verles de tanto en tanto y de forma momentánea; pero sentía la persecución de que era objeto.
Los huevos plateados le iluminaban con una luz lunar, con lanzas móviles de luz que atravesaban la negra cubierta de las ramas y las agujas de los árboles. Contaba con muchas reservas, sus energías distaban de haberse agotado, pero necesitaba cada átomo de su poder. Si dejaba de correr, si caía al suelo, estaría perdido. Y la persecución proseguía, incansable.
En su forma de lobo no podía contar, pero el número de objetos volantes que le perseguían era superior al de sus patas. Una y otra vez cambió bruscamente de dirección en busca de un sector de bosque más espeso, solo para ver de nuevo frente a él el rayo luminoso de un cazador diferente que volaba en círculos por encima de su posición. Incluso su voluntad y sus músculos de hierro empezaron finalmente a dar muestras de flaqueza. Le dolía el aire que entraba y volvía a salir de sus pulmones. Las rodillas empezaron a temblarle de cansancio. En una o dos ocasiones, al cruzar un claro, se volvió a hacerles frente, un lobo solitario esperando la oportunidad de atacar. Ellos rehusaron el desafío y simplemente siguieron volando en círculo alrededor de él, a la altura de los árboles, planeando silenciosos.
Volvía entonces a correr, buscando algún refugio del bosque donde poder ocultarse. Una parte de él sabía, con desesperación, que no tenía la menor oportunidad, que a los humanos les bastaba aguardar a que se quedara sin fuerzas. Cuando desapareciera la luna perdería toda esperanza de escapar.
El final llegó rápidamente. Se encontró acorralado, literalmente, en un terreno rocoso, al pie de un escarpe elevado. No pudo trepar a lo alto del escarpe y, cuando se volvió en busca de una salida, descubrió que los vehículos habían tomado tierra. Ya habían saltado de dos de ellos algunos hombres, que se acercaban a él despacio, con las armas empuñadas y dispuestas a hacer fuego.
Sintió una alegría desesperada porque contra los hombres podía, al menos, luchar. Con un rugido que le dejó seca la garganta saltó adelante, dispuesto a abalanzarse sobre el humano más próximo y destrozarle…
Otro de los cazadores dio un grito y las armas zumbaron. El lobo tropezó con un muro invisible, impalpable pero real, contra el que se estrelló su ímpetu. Se sintió como si hubiera saltado al interior de una maleza espesa y enmarañada, como si sufriera una pesadilla en la que le costaba un esfuerzo terrible colocar lentamente un pie delante del otro.
Zumbaron más armas aún y la sensación anterior se convirtió en un letargo físico tan completo que no le permitía moverse. Cayó sobre la nieve y quedó tendido de lado. Los pulmones trabajaban como un fuelle, el corazón le latía terriblemente deprisa, la rabia y el miedo corrían por sus venas. Pero no podía moverse, ni tan siquiera tensar un solo músculo.
El hedor abominable de los hombres invadió sus narices. Uno de ellos, desarmado, se aproximó y se arrodilló a su lado. Sintió el tacto de la mano en su piel, acariciándole el cuello.
—Muy bien —dijo el hombre; de hecho, aquel era el primer encuentro de Kazak con el doctor Iglace—. Realmente, muy bien. Cargadlo.
Ahora que el lobo había sido abatido bastó solo el zumbido de un arma para mantenerlo inmovilizado. Cuatro humanos lo levantaron, lo transportaron hasta uno de los huevos plateados, esperaron a que se abriera uno de sus costados y lo metieron dentro, en un compartimiento estrecho. El que llevaba el arma la detuvo, casi demasiado pronto. En el segundo mismo en que cesó el zumbido, el lobo se abalanzó fuera de su prisión…
Pero el agujero abierto en el costado del vehículo se cerró y él fue a estrellarse contra una pared sólida. Ladró y gruñó, pero estaba preso. No cesó de intentar escapar de aquel compartimiento oscuro durante horas, hasta que sobrevino el cambio. Entonces, sin alimento, debilitado y enloquecido, se hundió en la inconsciencia.
Ahora, cuando despertaba de sus sueños, siempre lo hacía en forma humana, desnudo, confinado en la celda en la que de algún modo vivía, que atendía a sus necesidades pero manteniéndole preso. No importaba la frecuencia con la que volviera una y otra vez el mismo sueño; al despertar Kazak siempre creía, por un momento, que acababa de ser capturado. Luego venía el recuerdo; y con el recuerdo brotaban lágrimas de rabia y de dolor.
El cambio vino y se fue, una y otra vez. Kazak perdió la cuenta. Las horas de lobo eran las peores porque los límites de la habitación lo atenazaban tan cruelmente como los dientes de acero de una trampa en la pata o en el corazón. Después de su primera metamorfosis en cautividad, lo alimentaron durante el cambio, dándole carne fresca. Comió vorazmente porque el instinto le obligaba a hacerlo.
El doctor Iglace le explicó más tarde por qué razón era importante el instinto.
—La transformación exige un gran gasto de energía —dijo el doctor—. Usted pierde biomasa al cambiar de hombre a lobo. Una parte va a parar a la formación del pelaje, pero lo principal es la reorganización del esqueleto y la musculatura. Tiene que comer por lo menos un tercio de su peso humano normal para hacer la transición de hombre a lobo y de lobo a hombre con pleno éxito, es decir, sin efectos secundarios nocivos.
—La carne de un animal vivo sería preferible —dijo Kazak.
El doctor Iglace parecía desolado.
—Señor Kazak, hemos procurado proporcionarle lo más parecido posible a lo que me pide: los cadáveres de animales domésticos del parque, fallecidos por causas naturales. Seguramente usted sabe que ningún humano come carne. La Asociación por el Derecho a la Vida pondría fin a nuestros trabajos si creyera que usted es humano. Tal como están las cosas, le consideran un carnívoro y hemos conseguido que nos den licencia para cumplir con sus, ejem, específicas necesidades alimentarias. —Con una media sonrisa, el científico añadió—: Supongo que es inútil plantearle de nuevo la pregunta…
—No puedo decirle lo que se siente como hombre lobo —insistió Kazak.
—Entonces, ¿no conserva usted recuerdos del tiempo pasado en la forma de lobo?
Kazak paseaba. Nunca se sentaba en presencia del doctor, a menos que se le ordenara de manera explícita hacerlo.
—Tengo recuerdos, pero me faltan las palabras. Es…, es una cuestión de conocimiento, de sentir con todo mi cuerpo, más que de saberlo intelectualmente… —Mostró sus manos vacías—. ¿Cómo explicaría una pintura a una persona ciega o una sinfonía a un sordo? No hay palabras.
—Y cuando es usted lobo, ¿tiene recuerdos de su vida en la forma humana?
—Sí. Débiles, casi imperceptibles, como el sueño de un sueño, como la neblina del amanecer en el instante en que uno se da cuenta de que el sol va a irrumpir de un momento a otro y, cuando aún no ha acabado de tener conciencia de esa idea, la neblina ya ha desaparecido.
—Poético. Pero son datos poco científicos.
Kazak dejó de pasear y habló con tono más tranquilo:
—Déjeme algo de dignidad. Proporcióneme ropas, al menos en el tiempo…, en el tiempo en que parezco humano.
El doctor alzó las cejas.
—¿Cree usted que los ropajes prestan dignidad? A fe que está pasado de moda. Seguramente sabe que en los lugares civilizados la ropa es opcional desde hace muchos años. ¿Por qué no, cuando el clima está perfectamente controlado y la reproducción se lleva a cabo científicamente? —Señaló con un gesto sus pies pulcramente calzados, sus pantalones blancos y su chaqueta del mismo color—. Esto es en realidad un uniforme, que no es exactamente lo mismo que ropa. Me identifica como miembro del gremio de los científicos. Si eso le ayuda a sentirse más cómodo puedo estar desnudo igual que usted.
—No —dijo Kazak—. No me sentiría más cómodo.
—¡Ropa! —exclamó el científico—. Notable, pero, si lo desea, es posible. Tiéndase en su cama. Ha estado escuchando, y sabe lo que desea.
Kazak se acostó. La cama creció a su alrededor y tendió una sutil membrana sobre su cuerpo, brazos, vientre y piernas. Al cabo de unos instantes se levantó, vestido con una camiseta y pantalones blancos, y calzado con zapatillas también blancas.
—Gracias —dijo con humildad.
—De nada. Espero que se sienta más… —los delgados labios se curvaron con una leve sonrisa—… más humano ahora.
Le dieron una ventana «real», un holograma que mostraba una vista de la gran ciudad en la que estaban, poblada de interminables estructuras en espiral y con calles que constituían profundos desfiladeros. Cuando no era sometido a pruebas, Kazak miraba ávidamente por la ventana, día tras día, contando los intervalos y temiendo la llegada de las lunas llenas.
En una ocasión estaba sentado, mirando el cielo del oriente por la ventana. Había llevado cuidadosamente la cuenta y esa noche era la de la luna llena. Es verdad que no sabía con exactitud de qué mes porque la ciudad estaba por cierto «domesticada» y no mostraba otro cambio estacional más que la eterna faz de la propia luna; pero sabía que le aguardaba el cambio, el sexto o el octavo desde su captura.
La Juna se alzó lentamente, pálida ante el resplandor de la urbe. Él se estremeció al verla elevarse por encima del horizonte quebrado por las espiras y los techos de los edificios…, pero el cambio no se produjo. Siguió siendo humano.
Kazak se vio agitado simultáneamente por el alivio y el miedo. Cuando la luna había ascendido tanto que ya no era posible verla a través de la ventana, la pared se abrió y el doctor Iglace entró en la habitación.
—¿Se siente curado? —preguntó.
—¿Qué es lo que me han hecho? —replicó Kazak.
—Posiblemente un nuevo fármaco. ¿Cómo se siente? ¿Añora la transformación?
Kazak frunció el entrecejo.
—Añoro… —dijo—. Añoro la libertad.
—Otro concepto obsoleto —comentó el doctor, sacudiendo la cabeza.
—Por favor —dijo Kazak—. Nunca he matado a humanos. Nunca he atacado a nadie…
—Ataca a la ciencia —replicó Iglace—, porque es una anomalía. Es un insulto, es el último hombre lobo. No, lo siento. —Dirigió una mirada a la ventana—. Déjele ver el exterior tal como realmente es —ordenó.
La ventana se iluminó. La escena no correspondía a la medianoche en un entorno urbano sino más bien al atardecer. Kazak se enfureció.
—Me han engañado.
Iglace se encogió de hombros.
—Cabía la posibilidad de que el desencadenante de la metamorfosis fuera un mecanismo de naturaleza puramente psicológica, el hecho de que usted estuviera convencido de que la luna era la causante del cambio. Durante el mes pasado hemos alterado el ciclo día/noche de la habitación y hemos acelerado ligeramente el tiempo para usted, de modo que su percepción se ha adelantado en unas nueve horas al tiempo real. Vio una imagen de la luna llena, no la propia luna. Sin embargo, muy pronto saldrá. Por favor, concéntrese porque mis preguntas son de la máxima importancia. Dígame, ¿qué sintió usted cuando pensó que no iba a cambiar?
Kazak frunció el entrecejo.
—Tuve miedo. Y alegría. Y pena. Deseaba ser libre aunque eso significara que no iba a escuchar nunca más la canción de la sangre.
—Licántropo y poeta. Amigo mío, es usted un fósil viviente en los dos aspectos. La auténtica puesta de sol se aproxima, señor Kazak. Debo dejarle ahora.
Apareció una puerta y volvió a desaparecer en cuanto Iglace hubo salido por ella. La ventana también desapareció, dejando solo las cuatro paredes, el suelo y el techo. Kazak empezó a dar vueltas por la estancia, tembloroso por la reacción.
El cambio se apoderó de él en mitad de una zancada. Sintió el primer hormigueo, una sensación como si las puntas de unos huesos quebrados rozaran entre sí en todos sus miembros y, con gestos frenéticos, se arrancó la ropa. Cayó a cuatro patas, sintió acelerarse su pulso y su aliento se hizo más agudo y cálido. Durante un instante eterno quedó inmóvil, con todos los músculos bloqueados y temblorosos, como un hombre al borde de la agonía o del orgasmo.
Los huesos se hicieron plásticos en su interior y se remodelaron por sí mismos. El pelo creció, más espeso, y el cráneo cambió de forma, al tiempo que los dientes crecían y se aguzaban, y las uñas se transformaban en garras. Brotó la energía de su interior, agitando toda su masa corporal mientras los músculos se alteraban, los huesos cambiaban de lugar y la columna vertebral se alargaba en una cola.
La odiosa habitación vertió en sus narices olores asépticos, a plástico, a metal, a productos sintéticos, a química: nada que perteneciera al mundo vivo. En su forma actual, Kazak notó la imitación de los latidos de la habitación, notó el goteo de líquidos que circulaban por los microporos, oyó el zumbido de la electricidad, tenue y agudo como un cuchillo que ludiera con una piedra de afilar a diez kilómetros de distancia. La habitación le conocía, y le contenía, y era su enemiga, y no podía ser muerta porque no vivía.
Lloró. Su llanto fue un aullido.
En otro tiempo había intentado esconderse de la luna, siempre sin éxito, por más profundamente que se adentrara en las cavernas, por más toneladas de tierra y piedra con que intentara blindarse. De alguna manera, la Hermana Luna siempre le encontraba, y siempre repetía la misma llamada a su sangre, a su necesidad de correr y sentirse libre; y siempre, siempre, su sangre salvaje respondía a la llamada.
Había vivido mucho tiempo, un tiempo que no era capaz de calcular, porque su estirpe maduraba con lentitud y sus etapas eran más largas que las de los hombres normales. Su madre, de la que casi no se acordaba ya, le había hablado de esas cosas años atrás, en otro país tal vez:
—Vivirás hasta una edad muy avanzada y nunca serás viejo ni débil. Y cuando llegue el momento de morir, te entregarás por ti mismo a la Hermana Tierra, sin dolor y sin miedo.
Más tarde, a través de diversas lecturas, se enteró del hechizo de la plata contra los de su especie. En una ciudad del Mediterráneo había probado en una ocasión ese hechizo, al visitar una tienda de antigüedades especializada en objetos de plata vieja. Tan pronto como cruzó el umbral de la puerta y entró en la tienda, fresca y en penumbra, que olía a ajo y a polvo, empezó a sentir la presión del metal que le rodeaba, aguda como un cuchillo sediento de su sangre. Notó que las agujas decorativas de plata se erguían en sus estuches intentando alcanzarle, atravesar su piel; y pudo sentir la malevolencia de los anillos de plata que se enroscaban, como si fueran serpientes, para morderle.
La conciencia de la hostilidad del metal casi le había atontado. El tendero, gordo y dotado de un gran mostacho, se había materializado desde las profundidades de la trastienda, diciendo:
—¿Plata, signore? ¿Desea algún bonito objeto de plata?
Había huido, sin excusarse ni pedir perdón, a la luz del sol y el clamor de la vida. Más tarde se retiró hacia el norte, a los bosques donde podía vivir sencillamente. Incluso consiguió un empleo de guardabosques; la tarea no exigía conocimientos especiales e incluía la disponibilidad de una pequeña cabaña para vivir, a la sombra de los grandes árboles.
Los utensilios de su cocina eran de aluminio, los cuchillos y tenedores de acero inoxidable. Nunca dio ocasión a la plata para que lo sometiera a su poder, excepto a la plata lunar, una vez al mes, y en ese caso el hechizo había penetrado en su interior con tal profundidad que ningún cirujano habría podido extirparlo.
—La plata actúa como catalizador —dijo el doctor Iglace.
—No lo entiendo —dijo Kazak.
Al doctor Iglace le gustaba explicar las cosas.
—Desestabiliza por lo menos dos de sus hormonas. La plata en sí misma no se ve afectada por la reacción, pero la estimula. Normalmente su cuerpo se restablece a una velocidad sorprendente, sea cual sea el daño sufrido. Mire su antebrazo izquierdo. ¿Ve la cicatriz?
Kazak se miró el brazo. Luego levantó la vista para encontrar los gélidos ojos azules del doctor Iglace.
—¿Qué cicatriz?
El doctor sonrió.
—Precisamente. Repetidas veces le hemos hecho incisiones en el antebrazo para practicar biopsias y, al cabo de unas horas, las heridas habían sanado sin dejar huellas de cicatrices. Puede interesarle saber que la química de su cuerpo está demostrando ser enormemente útil para la medicina. Podemos sintetizar un suero a partir de su sangre, que acelerará la regeneración de los tejidos de los humanos.
Kazak reanudó sus incesantes paseos, como los de un animal enjaulado.
—Pero ¿qué hay de la plata?
El doctor Iglace descartó la cuestión con un gesto.
—Cortocircuita el proceso curativo y reduce su capacidad de regenerarse hasta el nivel de una persona ordinaria. De modo que un cuchillo de plata o una bala de plata pueden matarle porque usted queda incapacitado para contrarrestar los efectos de la herida. Un cuchillo o una bala ordinarios no le causan ningún daño serio aunque penetren en el corazón. El músculo y el tejido se regeneran instantáneamente, sellan la punción y le salvan la vida.
Kazak seguía con sus paseos.
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Hoy hará un año lunar. Esta noche hay luna llena.
—Lo sé. —Kazak se dejó caer en la otra silla—. Supongo que también tiene usted una teoría sobre la luna.
La cara morena del doctor Iglace esbozó una sonrisa.
—Por supuesto. Usted se ve afectado por una radiación; una forma sutil de radiación que provoca la luz del sol al incidir en la superficie lunar. La energía de la luz del sol activa un proceso que hace desprenderse determinadas partículas subatómicas del suelo de la Luna. Discúlpeme si no me explico bien, no es mi especialidad.
Kazak sacudió la cabeza, sin hablar. El doctor continuó:
—Cuando la luna está en cuarto creciente, incluso en tres cuartos, la radiación es demasiado débil para influirle. Solo cuando la luna está enteramente plena la reacción llega a la Tierra con la intensidad suficiente para generar la transformación.
—¿Y si está tapada? —preguntó Kazak.
—Querido amigo, hemos probado toda clase de cubiertas protectoras. Estimamos que debería quedar protegido por una capa de material de mil kilómetros de espesor para suprimir el efecto. Supongo que le sería posible volar alrededor de la Tierra una vez al mes, en un avión rápido, de modo que la Tierra se interpusiera constantemente entre la Luna y usted. Es posible, pero poco práctico. —El doctor consultó su muñeca, en la que unos números luminosos rojos, como tatuajes animados, mostraban la hora—. Debo irme ya. Me preocupa usted, ¿sabe? Está perdiendo peso en sus dos manifestaciones.
Kazak se tensó en la silla. En el momento en que Iglace se aproximó a la pared y esta se dilató para formar una puerta, saltó. Golpeó al científico entre los omóplatos y abrazado a él lo derribó al suelo, fuera de la habitación. Notó el resuello súbito del otro, cuando los dos cayeron; el doctor Iglace quedó inmóvil aunque respiraba.
Kazak se puso en pie y se encontró en un largo pasillo blanco, no de la materia viva de imitación de que estaba hecha su celda sino simplemente de láminas de plástico y metal. Corrió.
Encontró una ventana, una de verdad, y miró al exterior. El suelo de la ciudad se encontraba a varios centenares de metros por debajo de él, pero casi a la altura de su ventana arrancaba un corredor aéreo que conducía del edificio en el que se encontraba a otro situado enfrente. Kazak probó la ventana y esta se abrió sin esfuerzo, lo bastante para que él se deslizara al exterior.
El sol estaba bajo e iluminaba el cielo de rojo.
Se dejó caer sobre el techo del corredor aéreo, resbaló y estuvo a punto de precipitarse a la calle situada más de noventa metros más abajo. Pero pudo agarrarse a tiempo y se arrastró por la crepitante banda de metal caliente hasta el edificio del otro lado. Allí consiguió descolgarse al interior del corredor aéreo. Por las salas del otro edificio pasaban numerosas personas, la mayoría vestidas, algunas desnudas o semidesnudas. Nadie se paró a mirarle cuando se adelantó hacia los ascensores.
En el exterior, el sol tocaba ya el horizonte.
Descendió hasta el nivel de la calle. El corazón le latía al pensar que Iglace podía haber implantado algo, algún sensor remoto, en el interior de su cuerpo. Se preguntó si Iglace estaría recuperado, si los cazadores habrían ya iniciado la persecución.
La calle estaba en sombra porque los edificios no permitían que la luz del atardecer llegara hasta el pavimento. Pero casi en el instante en que Kazak salió al exterior, las fachadas de los edificios se iluminaron con una fría luz artificial, haciendo desaparecer la sombra de una amplia avenida por la que circulaba en ambas direcciones multitud de gente. Se apartaban ante él y volvían a cerrar filas después de dejarle pasar, porque corría, corría para salvar su vida.
Y para salvar las de ellos.
Antes de darse cuenta había salido del sector repleto de gente de los edificios a un espacio verde, con hierba de verdad y árboles, aunque también la puesta de sol era invisible debido a la altura de los rascacielos que la ocultaban. Al sentir el agudo olor de la hierba entró en el parque y allí sufrió las primeras agonías del cambio.
Arbustos y rocas. Se acurrucó en una oquedad, se arrancó la ropa, advirtió que sus uñas crecían y se hacían más duras. El frío hizo que el aire del parque se congelara en una tenue neblina a ras del suelo, teñida de las exhalaciones de la ciudad.
La luna le llamó.
Sintió en la garganta su respiración áspera y el sonido le indicó que ya no era capaz de hablar como un humano. Se vio por fin libre de sus vestidos, libre, libre.
Y hambriento.
El tacto de la piedra y la tierra bajo sus patas resultaba agradable. Olfateó la neblina que empezaba a espesarse y casi le mareó el hedor de la ciudad, el polvoriento y desagradable olor de los humanos y de sus obras, que le taponaba la boca. Corrió.
Ahora sí que se daban cuenta de su presencia las gentes que abarrotaban las aceras y paseaban por el parque. Gritaban y le señalaban. Él cargó contra ellos y los dispersó.
Como ovejas.
Su vientre se rebelaba. Eligió entre el rebaño a una mujer joven y maniobró con habilidad hasta dejarla acorralada contra una valla, los ojos y la boca abiertos de par en par, pidiendo auxilio a gritos…
La olió, olió la carne que había en ella, la sangre, la vida, tan fuerte, tan intensa… Olió su miedo.
Era tan fácil matarla…; una presa simple, abundante comida caliente. La necesitaba de modo apremiante.
Pero en la oscuridad de su mente, algo se agitaba con debilidad. El sueño de un sueño lo había llamado. El débil recuerdo trémulo de algo que compartía con su víctima.
No tenía palabras para llamarlo humanidad, pero lo reconocía.
Y se dio vuelta.
Su lomo se erizó y un gruñido salió de su garganta.
Estaban esperándole, una docena o más de hombres de trajes blancos, cada uno de ellos con un arma. Y al frente de todos ellos, con las manos vacías, el doctor Iglace, una rodilla hincada en la niebla que se espesaba. Débilmente y sin palabras humanas, Kazak recordó que el doctor Iglace y los demás conocían el efecto de la plata en su organismo…
Esperó que tuvieran balas de plata.
Saltó.
—Era simplemente otra prueba —le explicó el doctor Iglace—. Teníamos que asegurarnos de que podía usted resistir el impulso de matar, antes de dejarle en libertad.
—¿Libertad? —preguntó Kazak. Era de mañana; tenía el recuerdo vago de unas armas-fuerza, de la energía que había conseguido inmovilizarle y apartar sus mandíbulas de la garganta del doctor Iglace. En esta ocasión lo habían tenido paralizado hasta que fue de nuevo humano y le habían inyectado toda clase de nutrientes. Esa mañana se sentía débil, pero no destruido. El doctor Iglace permanecía absorto en la lectura de una serie de gráficos que habían empezado a aparecer en la pared de la habitación y no respondió a la pregunta de Kazak, de modo que este la repitió:
—¿Van a dejarme en libertad?
Iglace se estremeció como si acabara de salir de un sueño despierto.
—Sí. Estuvo usted vigilado todo el tiempo. No podía haber hecho daño a nadie. Aunque, si se hubiera caído del techo del corredor aéreo, tal vez ni siquiera sus notables poderes de regeneración habrían bastado. Habíamos previsto que utilizara usted los ascensores situados al final del pasillo.
—Ni siquiera los vi —dijo Kazak, sacudiendo la cabeza.
—No llegó hasta ellos. No importó; nos reagrupamos de inmediato.
—Habían planeado dejarme escapar.
—Por supuesto. Era una prueba, como le he dicho. Queríamos ver si mataría, o intentaría matar, a un ser humano. No lo hizo. Excepto a mí —los ojos azules eran fríos, y la sonrisa, helada—. A mí, casi no me considera humano. Pero ahora lo sabemos, ¿verdad?, y por tanto podrá quedar libre.
—¿Podré volver… al bosque?
El doctor Iglace hizo un gesto negativo.
—Por supuesto que no, de ninguna manera. Estamos en un mundo civilizado, señor Kazak. No podemos permitirnos la presencia de un lobo en el redil. No, vamos a enviarle a Venus.
Kazak parpadeó.
—No.
—Sí. Venus es un mundo fronterizo, señor Kazak. Muy caliente todavía, por supuesto… Le dejaremos en el polo Norte, donde las máximas en verano son solo de unos treinta y ocho grados aproximadamente, poco más que la temperatura de la sangre. Los aceleradores gravitacionales han aumentado la velocidad de la rotación del planeta en los últimos siglos. Un día venusiano no tiene actualmente más que treinta horas. Usted será probablemente el único de los actuales colonizadores que vivirá lo bastante para verlo llegar a las veinticuatro horas, dentro de cien años.
—No —repitió Kazak.
El doctor Iglace le mostró las palmas de las manos.
—Venus posee ríos y lagos aunque admito que son pequeños; grandes bosques generadores de oxígeno, por más que los árboles sean productos de la bioingeniería, importados de la Tierra; y una población de, hum, individualistas, felices de vivir en un territorio nuevo. Es ideal para usted. Quién sabe, tal vez incluso llegue a escuchar… —su ligera sonrisa no era exactamente burlona—… la canción de la sangre.
Kazak replicó a la sonrisa con una carcajada amarga.
—¿Un lugar carente de las medidas de seguridad de la Tierra? ¿Dónde hombres y mujeres carecen de estas condenadas viviendas que los arropan y protegen? ¿Dónde un lobo podrá matar sin ninguna clase de miedo ni traba?
—Exactamente —dijo el doctor Iglace—. Sin embargo, usted no matará. Lo probó la noche pasada. Incluso en su forma de lobo conserva el control suficiente para abstenerse de matar.
—No puedo estar seguro de eso. Si me siento lo bastante desesperado, o bien hambriento…
El doctor Iglace consultó la hora.
—Debe acompañarme ahora. Si no nos damos prisa perderá el cohete. No se preocupe, señor Kazak, estoy seguro de que le gustará la dureza de la vida en Venus, el reto de sobrevivir en la frontera. Podrá disfrutar de una vida normal e incluso casarse…
Kazak rio, burlón.
—Mi condición es genética.
—Oh, ningún miembro de su familia podrá regresar nunca a la Tierra. Nos ocuparemos de eso.
—¿Está loco? ¿Una raza de hombres lobo en un mundo fronterizo desprotegido?
—¿Estoy loco yo? ¿Lo está usted? ¿Rechaza la libertad? —La sonrisa gélida del doctor Iglace reapareció—. Hay, por supuesto, otra ventaja, que usted debería apreciar en especial. Realmente colmará sus aspiraciones. Dadas sus capacidades naturales, su tesón, su inteligencia y su vigor físico, no me sorprendería que esa ventaja añadida a la que he aludido le convirtiera, con el tiempo, en el más poderoso colonizador de Venus.
—¿Y cuál es esa ventaja? —preguntó Kazak.
—Venus —dijo el científico—, no tiene luna.