«¡No haga distinciones entre lo natural y lo sobrenatural!».
Ese ha sido mi lema, desde que decidí ampliar mi negocio para incluir en él el aspecto físico de lo oculto.
Déjenme presentarme. Soy Alfred Von Booten, aventurero… y barbero de alquiler. Corte de pelo, afeitado, odontología y cirugía menor son las habilidades que puedo ofrecer. También tengo buen pulso con monstruos de todo tipo. Los honorarios de Von Booten son siempre razonables y estoy dispuesto a ofrecer sustanciosas rebajas en casos de urgente necesidad.
Solo en una ocasión dejé descontento a uno de mis clientes aunque finalmente pude arreglar las cosas. La frustrante serie de acontecimientos se inició cuando yo me encontraba de vacaciones en las montañas de la Europa central y un impulso repentino me llevó a visitar a un viejo amigo.
Al bajar de las montañas vi la pequeña aldea de Kaninsburg, en parte oculta por nubes tan bajas que parecían tocar el suelo con la mochila de las provisiones al hombro —que incluía además los instrumentos de precisión propios de mi oficio de dentista y barbero—, salté sobre peñascos y grietas con la seguridad de una cabra montes (en mi caso, para ser precisos, una cabra constreñida a utilizar únicamente las dos patas traseras).
Me limpié las gafas con una gamuza fina y pude ver el panorama con absoluta claridad. La última vez que había visitado el pueblo, a finales de la primavera, era una próspera comunidad de pintorescas casitas rodeadas de verdes prados y cubiertas por el aura dorada del polen procedente de las numerosas flores que eran su orgullo y su gloria. Ahora, un año después y en pleno verano, esperaba encontrar un espectáculo parecido. Culpé al abrupto ángulo de visión y a la presencia de las densas nubes, por lo que forzosamente tenía que ser una falsa imagen de Kaninsburg en un oscuro día invernal, en tonos pardos y grises desvaídos, con un tétrico paisaje que parecía aguardar una inminente nevada. Pero cuando descendí por debajo del nivel de las nubes y por primera vez abarqué el panorama completo me di cuenta de que realmente el lugar parecía muerto…, un desierto puntuado por árboles casi leprosos, de cortezas negras.
Y sin embargo, solo unos kilómetros más allá de la aldea, se extendía un verdeante testimonio de la presencia de la estación de la vida. En todas partes reinaba el verano, excepto en la aldea. No podía haber más que una explicación: ¡problemas de monstruos! Yo había advertido a mi amigo, el barón Averal Tahlbot, que en cuantas ocasiones la nobleza inglesa se ha instalado en alguna pequeña localidad centroeuropea, el riesgo de que se infeste de monstruos ha aumentado significativamente. El barón había ganado la aldea en una partida de whist jugada una noche de Walpurgis en que brillaba la luna llena y él sufría de dolor de muelas. La euforia producida por semejantes circunstancias fue demasiado grande para que aceptara creer en malos presagios; y yo no quise rehusar su invitación a visitarle para verle disfrutar de la vida bucólica (a pesar de su título había sido un campesino humilde en su país de origen). Cuando llegué, descubrí que Kaninsburg no tenía barbero porque el barón Tahlbot había despedido al único que trabajaba allí, acusándolo de brujería y de incompetencia en el hair styling. De modo que en mi anterior visita yo había estado muy atareado atendiendo la demanda y esperaba gozar de una nueva oportunidad en esta ocasión.
Al llegar al pie de la montaña me puse a la tarea de buscar pistas en aquella obstinada oquedad de vida. ¿Qué plaga había caído sobre la otrora sonriente aldea? ¿Vampiros? ¿Poltergeist? ¿Necrófagos? ¿Franceses? ¿De qué podía tratarse?
Primero encontré veneno para lobos; luego vi un pentagrama torpemente pintado en un lado de una cerca. Esas pistas, sumadas a un enorme cartel en el que se leía CUIDADO CON EL HOMBRE LOBO, me sugirieron que existía una alta probabilidad de que el problema estuviera relacionado con la licantropía.
—¡Von Booten, viejo amigo! —Oí la característica voz del barón, cuyas ahumadas cuerdas vocales habían llegado a subyugar a la propia reina (de qué país con exactitud es algo que no consigo recordar). Como era de esperar, paseaba en compañía de unos perros cuyos feroces gruñidos me hicieron sentir como en mi propia casa, tal y como me ocurrió en la ocasión en que me enfrenté a las legiones zombis del Chacal Perdido.
—Hola, barón. ¿Dónde están sus aldeanos?
—Temblando detrás de sus puertas atrancadas, supongo. Tenemos algún problemilla en el momento actual.
—¿No estará relacionado con hombres lobo, por casualidad?
—Asombroso, querido amigo. ¿Cómo ha conseguido deducirlo?
—Elemental —dije, con un amplio gesto de la mano—. Todos los signos así lo evidencian.
—Desde luego —respondió él—, si son evidencias lo que busca, mi aldea está llena de ellas. Pero veamos, ¿qué le ha traído aquí?
No hay que desperdiciar jamás oportunidades de ese tipo. La reputación en los negocios apenas dura en nuestros tiempos lo que tarda en olvidarse el último éxito. Después de aclararme la garganta comencé en tono estentóreo:
—Por medio de extraños poderes que desafían la humana comprensión capté en las vibraciones del éter su petición de ayuda…
—Así que pasaba casualmente, ¿no es así? —Fue su rastrera respuesta—. Bien, estoy encantado de verle. Ahora que caigo, todavía le debo dinero de su anterior estancia. Estoy seguro de que ese tema no guarda relación con su actual visita, pero si me acompaña al castillo, ajustaremos cuentas.
Nos estrechamos las manos y no pude dejar de advertir hasta qué punto había descuidado su aspecto. La chaqueta de tweed tenía los puños raídos y le faltaban varios botones. No era propio de él. Aunque había enviudado varios años atrás, desde el punto de vista del atuendo nadie lo habría dicho. También me di cuenta de que la chaqueta tenía pegadas al menos una docena de fuertes cerdas del pelaje de algún animal. ¿Sería posible que…?
—Veo por su expresión que le disgusta mi aspecto —dijo.
—Oh, no, es solo que…
—No hay razón para disimular, viejo amigo. Lo admito, necesito imperiosamente un corte de pelo.
Eso era desde luego cierto. La tupida mata descuidada de pelo que lucía no era en absoluto digna de su posición en la vida. Por lo demás era tan impensable para mí dedicarme a un interrogatorio directo sobre los pelos de su chaqueta, como afeitarme alegremente las patillas en forma de chuleta de cordero. Cuando uno trata con un Tahlbot, tiene que hacer gala del más exquisito tacto.
—A propósito —empecé, al tiempo que la melancólica torre del castillo asomaba sobre los árboles retorcidos, dejando constancia del irregular avance de nuestro paseo—, ¿ha estrechado últimamente entre sus brazos a algún hombre lobo?
—Rayos y centellas —exclamó, un juramento residuo de sus días de marino—, lee usted en mí como si fuera de cristal, Alfred. No hay nada que consiga ocultar a su tenaz raciocinio. Mi hijo es el hombre lobo del pueblo, y no sé qué hacer.
Tan pronto como esas palabras salieron de sus labios, la niebla empezó a extenderse por el bosque como si alguien hubiera puesto en marcha una máquina de vapor para fabricar nieblas. Caminamos en silencio a través de aquella incómoda y espesa cortina. Cruzamos el foso, atravesamos el gigantesco portal (en cuyo punto los perros salieron disparados en dirección a la cocina), pasamos junto al mudo mayordomo británico y al lado del montaplatos, entramos en el gabinete y nos acercamos a la chimenea.
De súbito una hermosa mujer de cabello tan dorado como un doblón, vestida con vaporosos tules, descendió por la escalera como si flotara y se precipitó en los brazos del barón. Él me la presentó como su sobrina. Se me ocurrió entonces que aún no había visto a ningún aldeano.
—Oh, querido —dijo ella con acento americano—, ¿quién es ese hombre tan simpático que está contigo?
Siguieron más presentaciones y se intercambiaron nuevos saludos. Discutimos un rato sobre los tipos de cambio de varias monedas europeas. Ella sirvió bebidas e hizo circular los cigarros. Me dio masaje en la espalda y tocó el piano, aunque no en ese orden. Su risa era como el tintineo de una lámpara de cristal sumergida en una tinaja de ambrosía. Cantó. Me predijo el futuro.
Esa última diversión resultó funesta. Al ver el signo del pentagrama en mi mano intentó cambiar de tema con una risa nerviosa, pero el subterfugio no funcionó. En el exterior, un lobo aulló en la noche. Ella se desmayó. Una doncella bajó precipitadamente la escalera. Tampoco la doncella era una aldeana sino una sueca de aspecto bastante gracioso. Juntas, las dos mujeres subieron casi sin pisar la escalera, como si una marea las levantara en vilo y las condujera a los cielos para saludar allí a las estrellas. O algo por el estilo.
—Eh, ¿dónde estábamos? —pregunté—. Me refiero antes de que ella, ejem…, ¿me puede repetir su nombre?
—Evelyn de Idaho —respondió el barón con un encogimiento de hombros—. No se preocupe por eso, Von Booten, ve el signo del pentagrama en las manos de todo el mundo.
—Gracias. Pero ¿de qué hablábamos antes de que entrara su sobrina?
—De mi hijo, el hombre lobo.
—¿Es inglés?
—Nacido en Inglaterra, por supuesto, pero criado en el gran Oeste americano, donde dos puños y una cabeza cubierta de pelo es todo lo que se necesita para luchar a brazo partido por la vida y ponerla a sus pies como hizo una vez David Crokett con un enorme oso pardo.
—Sí, a los coloniales les gusta beber en tabernas repugnantes… Pero, por favor, cuénteme algo más de su hijo.
—Se llama Lonnie, pero los aldeanos le han dado un apodo.
—¿Larry?
—No, le llaman Horrible Bestia, y los que han sido mordidos por el hombre lobo dicen cosas todavía más duras de él.
Bebimos en silencio durante un rato. Finalmente dejé caer la pregunta:
—¿Está en el castillo?
—Está.
—Apuesto a que le disgusta el sambenito de monstruo.
—Así es.
—Usted sabe que no hay cura para un caso así.
—Lo sé.
—¿Ha intentado distraerle de su melancolía?
—Sí, pero todos los remedios tradicionales han fracasado. Por eso estoy tan contento de que haya venido.
—Una bala de plata podría ser un remedio eficaz.
—¡Se nos han acabado las balas de plata! Lleva ya tantas en el cuerpo, que cuando camina tintenea como si fuera un saco de monedas.
Nunca había oído hablar de un fenómeno parecido. ¿Qué clase de hombre lobo era ese? Él advirtió mi consternación, o tal vez estuviera mirando fijamente la pequeña peca de mi mejilla izquierda. Tomándome del brazo me condujo, suavemente pero con firmeza, a las mazmorras de la familia.
—Esta noche habrá luna llena —dijo—, como las dos últimas semanas.
—Un momento —dije—, la astronomía no es mi fuerte, pero dudo de que la luna llena…
—No hay tiempo para eso ahora —fue su seca respuesta—. Debe usted ver con sus propios ojos lo que ha acabado con la mitad de los habitantes de mi aldea y desgarrado el vestido favorito de Evelyn.
—¿En los subterráneos?
—Más exacto sería decir en los superterráneos —fue su curiosa respuesta.
Mientras yo meditaba sobre la epistemología del barón, descendimos —yo había estado ya haciéndolo a lo largo de todo el día— por un pasadizo, alumbrándonos con antorchas. Yo habría preferido una lámpara de queroseno, pero el barón insistió en que las antorchas eran el único elemento de iluminación fiable en las mazmorras. La característica más peculiar del pasillo era una cortina de telas de araña, que teníamos que apartar continuamente…, sin que hubiera a la vista ni una sola araña.
Lonnie nos esperaba, encerrado en la única celda funcional de las mazmorras. Era un hombre robusto, fornido, y tan americano en cada centímetro cuadrado de su cuerpo como una banda de instrumentos de viento el Cuatro de Julio.
—¡Papi! —gritó—. Quiero morirme. Por favor, déjame morir. ¿Me ayudará a morir ese hombre que te acompaña? No puedo soportar una noche más de eterno tormento. ¡No quiero, ¿lo oyes?, no quiero!
—Tanto Evelyn como Lonnie tienden a repetirse —susurró el barón a mi oído. Luego, en voz más alta, anunció—: Este hombre te ayudará, hijo mío, pero primero ha de presenciar la transformación.
—¡Eso no, todo menos eso! —balbuceó el joven. Afortunadamente, la luna llena puso fin a su monólogo.
—Ahora prepárese para una sorpresa —me advirtió el barón. Yo había visto antes a hombres convertirse en lobo, y también en caballos (un pobre granjero llamado Ed), en cerdos, en varias clases de gatos, en serpientes e incluso, en una ocasión, en un babuino. Pero nunca había visto nada parecido a aquello. El joven Tahlbot conservó la forma exterior de hombre, pero con una serie de características añadidas. Ver un rostro humano de aspecto lupino…, ver colmillos lobunos sobresalir de labios humanos…, ver convertirse unas manos, no en patas sino en garras, capaces aún de asir objetos y también de arañar…, ver un horror híbrido que no era ni lobo ni hombre, me planteaba un singular reto profesional y suponía una oportunidad inmejorable de percibir un incremento significativo en mis emolumentos habituales.
El barón llevaba algún tiempo hablando, sin que yo le escuchara. Su voz tenía un tono apagado; le oí decir:
—… parece morir cuando empleamos armas de plata, pero al llegar la siguiente luna llena, que en estos contornos parece ser condenadamente frecuente, resucita otra vez.
—La licantropía es solo una parte de su problema —me oí decir a mí mismo—, porque toda la región parece haber sido objeto de una maldición. ¿Cuándo empezó todo?
—Fue una vieja gitana que…
—¡No me diga más! —Cualquier observador sin prejuicios deberá admitir que la licantropía y los gitanos van siempre juntos, como los escoceses y el dinero—. ¡Hemos de poner fin a este lamentable asunto hoy mismo! Ejem… ¿Son lo bastante fuertes esos barrotes para retener a su hijo?
Tenía una buena razón para preguntarlo porque el maldito hijo de loba se estaba lanzando contra la puerta de la celda con tanto vigor que gotas de su saliva me habían salpicado las gafas.
—Vamos reponiendo las puertas a medida que él las destruye —fue la respuesta del barón.
¡Había que entrar en acción de inmediato! Extraje las mejores tijeras de mi mochila, además de varios peines de distintos tamaños y formas. Más tarde le llegaría el turno al instrumental de dentista.
—Necesitaremos la colaboración de varios hombres robustos —dije—, y resultaría una gran ayuda que además fueran estúpidos. Si no podemos liberar a su hijo por medio de la muerte, será preciso extirpar el mal de raíz, por doloroso que sea.
Fue un espectáculo terrible el de los jóvenes de la servidumbre del barón que, arriesgándose intrépidos a la mutilación, la infección o algo incluso peor, sujetaban con todas sus fuerzas a su lobuno amo y lo amarraban con cadenas. Por suerte, Lonnie estaba agotado después de sus intentos por escapar.
En los años que llevo ejerciendo mi profesión, nunca me enfrenté a un reto igual. Dándome ánimos me adelanté con las tijeras y el peine. Ni los repetidos gruñidos ni las miradas furibundas hicieron temblar mi mano. El cliente merece siempre lo mejor, sobre todo cuando se trata de un cliente involuntario. El empleo de la navaja ofreció mayores dificultades que las tijeras, pero para entonces, cuando el pelo cortado formaba en el suelo una alfombra que me llegaba a la altura de los tobillos —y con indicios de calambres en los brazos—, yo tenía ya la sensación de plenitud que da el deber cumplido. Sin embargo faltaba todavía la tarea más peligrosa.
Probablemente, él intuyó lo que iba a venir luego. Sus aullidos habrían hecho que un barbero de menor categoría desistiera de aplicar la cirugía necesaria, pero yo contaba con un instrumental de primera clase y un propósito firme. Primero habían de desaparecer los dientes…, al menos los peores. Suponían una amenaza mayor que las garras. (He conservado hasta el día de hoy los incisivos y los colmillos…, podríamos llamarlo un souvenir, un aguijón para la memoria). La extracción de los colmillos fue especialmente penosa y sangrienta, y dejó a Lonnie en tal estado de shock que ya no opuso resistencia cuando llegó el momento de hacerle la «manicura».
Cuando acabé, se produjo una catarata de aplausos. Me volví y vi que toda la servidumbre del castillo se había reunido a presenciar el afeitado desde detrás de los barrotes. Al frente del grupo estaba Evelyn, abrazada a un joven que yo no conocía. No necesité preguntar al barón para saber que se trataba de otro forastero, probablemente americano, por añadidura. La aldea estaba sufriendo una crisis de identidad, que iba mucho más allá de la simple presencia de monstruos.
—Buen trabajo —dijo el barón.
—Sencillamente precioso —dijo Evelyn.
—Rrrrr —fue el comentario de Lonnie, sumido en sueños.
Los jóvenes me dieron palmadas en el hombro. El mayordomo inglés alzó una ceja para expresar su aprobación. Una doncella francesa, que hasta ese momento no sé cómo me había pasado inadvertida, se pasó provocativamente la lengua por los labios.
—Informad a los aldeanos de que sus días de angustia han terminado —anuncié—. Estos fornidos individuos pueden ir a llevar la buena nueva a sus hogares.
—Lo siento, jefe —contestó uno de los mozos—, pero nosotros vinimos aquí con el barón Tahlbot. —Su acento cockney no tendría que haber supuesto una sorpresa para mí. Realmente no. ¡Pero eso significaba que seguía sin haber visto a ningún aldeano! Estaba seguro, aunque fuera solo por mi anterior visita, de que la aldea tenía aldeanos.
Como si leyera mis pensamientos, el barón susurró:
—Tranquilo, Alfred, quedan aldeanos suficientes como para volver a colocar el índice demográfico por encima del par, si es que no han estado perdiendo todo este tiempo escondido detrás de las puertas atrancadas. Pero el descenso de su número traerá problemas cuando llegue la época de la cosecha.
Olvidé preguntar qué cultivos podían crecer en la desolación que había contemplado al llegar. Llevamos al joven Tahlbot escaleras arriba. Nadie esperó la salida del sol con mayor ansiedad que este inmodesto narrador. A decir verdad, yo no tenía la menor idea de qué pasaría cuando llegara la siguiente transformación.
La curiosidad pudo más que el agotamiento. A pesar de una extenuante noche en blanco, me sentí estimulado cuando, a través de una ventana, vi que la niebla empezaba a disiparse ante las primeras luces del día. Ahora conoceríamos por fin algunas respuestas.
¿Recuperaría Lonnie su dentadura natural o quedaría con una sonrisa mellada que haría pensar a todo el mundo en el idiota del pueblo? ¿Y se convertirían las piezas de marfil que yo conservaba en mi mano en dientes normales o seguirían siendo colmillos de lobo? ¿Y volvería a crecerle el pelo de la cabeza o se quedaría calvo? ¿Y qué recompensa podía esperar yo por mi trabajo?
Llegó la mañana y el rostro de Lonnie empezó a cambiar Gradualmente fue recuperando sus facciones naturales. Era una buena noticia para él ahora, —pero ¿quería eso decir que recuperaría con la misma facilidad lo que yo le había extirpado cuando volviera a brillar la luna llena? El misterio era lo bastante importante para justificar un voluminoso informe a la A. M. A. (Asociación de Monstruos Austríaca).
Solo la siguiente luna llena podía responder al interrogante final. Respecto del cual, yo vacilaba en plantear a mi anfitrión la cuestión de sus peculiares problemas lunares. Unicamente hay una noche de auténtica luna llena cada mes aunque, a simple vista, parezca que existen tres noches consecutivas de luna llena. No se me ocurrió en aquel momento que la maldición caída sobre aquella familia británica trasplantada pudiera alterar todas las leyes de la naturaleza en la localidad en cuestión.
No esperé a conocer el resultado. Después de asegurar al buen barón que no había nada más que yo pudiera hacer por él recibí mi pago y volví a mis viajes. La noticia de la salvación de Lonnie debía de haberse transmitido por algún medio sobrenatural porque la plaza de la aldea estaba llena de supervivientes que cantaban y bailaban. Me llamó la atención el hecho de que aquellas gentes no se comportaran como si algo inusual o particularmente trágico acabara de afectarlos.
La historia podría haber finalizado aquí, de no ser por mi reprensible curiosidad. Esperé ansioso las eventuales noticias de la aldea, pero no tuve en cuenta el grado de aislamiento en el que se encontraba. A finales del otoño, la curiosidad me venció y decidí regresar antes de que el mal tiempo hiciera imposible el viaje.
La noche en que llegué, todo lo que podía verse de la luna era una delgada línea curva en el cielo. Pero cuando divisé la aldea, mi visión se nubló. Después de restregarme los ojos y de volver a ponerme las gafas comprobé que lo imposible había ocurrido: los 3476 kilómetros del diámetro lunar eran plenamente visibles cuando alcé la vista hacia el redondo globo de plata. Había regresado a Kaninsburg.
Por lo menos la luz sobreañadida me hizo más fácil seguir el sendero montañoso que conducía a la aldea…, donde me estaba esperando el hombre lobo. Era Lonnie, por supuesto. Su cuerpo estaba cubierto de pelo, pero no era el suyo. Pude ver que se trataba de crines de caballo, por cierto de muy distintos pelajes, pegadas un poco al azar por todo el cuerpo. También tenía colmillos: la luz de la luna hizo relucir una dentadura postiza completa, de acero inoxidable. Además tenía garras: atada a cada dedo llevaba una daga en miniatura.
Con un gruñido sordo avanzó hacia mí; pero un barbero nunca está desprevenido. Le atravesé de parte a parte con el bastón que había empleado para cruzar las montañas. En la punta llevaba una contera de plata.
—¡Esto es ridículo! —clamé al cielo nocturno—. ¿No me veré nunca libre de este monstruo?
—Nunca —respondió una voz varonil.
Me volví y vi a una vieja gitana que surgía de la niebla —había, por supuesto, muchísima niebla—; pero bajo los pendientes y las ajorcas, bajo las telas de brillantes colores reconocí el rostro de un hombre.
—No me conoces —dijo—, pero mi nombre es Basil Davies. —«¡Buen Dios —me dije—, otro inglés trasplantado!»—. Yo era el barbero de esta aldea hasta que Tahlbot me despidió.
Hice una rápida deducción y declaré:
—Eres tú quien está detrás de todo esto.
—Sí. Desde que el viejo Tahlbot abrumó a todo el mundo con las historias del espléndido barbero que eras, nadie volvió a solicitar mis servicios. Incluso los malditos campesinos preferían hacer cola para que tú les atendieras, o bien se arreglaban el pelo y la barba por procedimientos caseros, con resultados horrendos, y se dejaban crecer el pelo antes que recurrir a mí. Utilicé la magia negra para recuperar mi clientela, pero no funcionó. ¡Cómo les odié! ¡Cómo te odié a ti!
—De modo que descubriste la forma de transformar a Lonnie en un monstruo —concluí, cortésmente—. Bien, ahora ha sido destruido y haré que el barón te castigue como mereces.
No mostró el menor signo de temor ante mi amenaza.
—¡Estás loco! Lo único que hará es ordenar que me sometan a una ridícula vigilancia. Y no has destruido al pobre Lonnie, ¡siempre vuelve a resucitar! La aldea de Kaninsburg está sometida a la Maldición Universal, un poderoso hechizo que asegura el eterno retorno de los monstruos.
Su aplomo me enfureció.
—Eso es imposible. Nada vive eternamente. Tiene que haber alguna forma de derrotarte.
—Malgastarás el resto de tu vida intentándolo. Los aldeanos se reproducen a sí mismos y el barón sigue importando ingleses y americanos. Ya ves, se ve compelido por una fuerza superior a seguir manteniendo poblada la aldea. ¡Eso forma parte de la maldición! Como también el hecho de que Lonnie nunca deja a nadie herido y en disposición de convertirse a su vez en hombre lobo por derecho propio. Como habrás ya intuido, Lonnie pertenece a un linaje exclusivo.
Con una risa maníaca, el barbero/dentista/cirujano travestido (demostrando una actitud ruin y desprejuiciada en cuanto a la seriedad que exige nuestra profesión) desapareció en la cada vez más densa niebla. Y yo me volví por el mismo camino por el que había venido. Era evidente que si había de derrotar a la Maldición Universal, necesitaba emprender profundas investigaciones y no aventurarme a asumir ninguna iniciativa precipitada.
Eso sucedió hace cinco años. Durante el período siguiente estudié todo cuanto pude averigurar respecto de la maldición. No había ningún remedio simple. Un método que ofrecía ciertas expectativas consistía en introducir otros monstruos en la zona de las andanzas del hombre lobo. No era tarea fácil la de capturar necrófagos y zombis y expedirlos luego en dirección a Kaninsburg. Los vampiros probaron ser una especie excesivamente difícil de manejar; de otro modo no habría dejado de utilizarlos (siempre que los costos no rebasaran un nivel razonable, por supuesto).
Sin embargo, en la siguiente ocasión en que me acerqué por allí encontré al hijo lobuno del barón Tahlbot tan firmemente asentado en el lugar como un poste indicador. La verdad es que parecía inmortal. Por entonces, el barón había perdido toda su fe en mí. Su sobrina americana le había abandonado para irse con su nuevo novio a vivir en Inglaterra, en casa de otro tío (una especie de científico, creí entender, dedicado a investigaciones muy complicadas con instrumental eléctrico).
Me pareció que, en lo referente a aquel testarudo engendro infernal, mis recursos se habían agotado. Pero se me ocurrió una última idea y fue ella la que salvó a la aldea, al barón e, incidentalmente, también mi reputación.
Para vencer el horror del licántropo recurrí a la comedia. Había una pequeña abadía a pocos kilómetros de Kaninsburg. En aquel lugar silencioso y aislado encontré a hombres consagrados a Dios que se mostraron dispuestos a correr todos los riesgos precisos para ayudarme. El abbot (abad) que regía el monasterio convenció a uno de los monjes de que nos acompañara; este era un individuo bajito y rechoncho que parecía asustarse de su propia sombra, pero resultó valiosísimo en los enfrentamientos con las fuerzas tenebrosas.
Nunca olvidaré el momento en que llenamos un gran saco con las armas que habían de derrotar al Hombre Lobo Insólito. Esas armas eran pieles de plátano y tartas de nata. Tampoco olvidaré dos sencillas palabras que llenaron de confianza mi espíritu y me convencieron de que la Maldición Universal sí tocaría a su fin…, porque todas las cosas tienen un fin.
Cuando salíamos del monasterio, el hombrecillo nos pidió que le esperáramos, con estas palabras:
—¡Oye, Abbot!