No estoy bien. No deberían haberme dado este trabajo, pero ésta es mi tarea. Debo vender aspiradoras de puerta en puerta.
¡Aspiradoras! Ridículo. Deben de haber cometido algún error. Aún estoy recuperándome de mi enfermedad. He protestado ante el director, pero me dijo que yo era un joven emprendedor y bien parecido y que no me preocupara.
Luego, al acompañarme a la puerta, me pellizcó el culo.
Yo me tiré un pedo.
Este programa de empleo en particular no está concebido para alguien como yo, que acabo de salir del manicomio, aunque me dijeron que ahora estoy bien y que no voy a hacer daño a nadie.
Pero no hay duda de que soy víctima de un error cometido por algún estúpido burócrata que pasará sus aburridas jornadas laborales haciendo chapuceramente su trabajo. Esos idiotas me han mandado a vender aspiradoras cuando todavía no he dejado de tener las pesadillas. Tengo visiones, oigo voces y me comporto de manera extraña. Me sorprendo gritando sin motivo. Me sorprendo haciendo muecas a la gente cuando no me mira. Me sorprendo escribiendo con una letra tan pequeña que no consigo leer las palabras ni yo mismo.
No valgo para este trabajo.
Veo agua y tengo miedo de ahogarme. Veo pájaros y creo que van a arrancarme los ojos a picotazos. A veces cuando la gente me habla no consigo entender lo que me dice y tengo la sensación de que hablan en un idioma extranjero o no articulan bien, y luego no puedo recordar lo que han dicho.
A veces me paro y me quedo mirando, pasmado, un punto en la acera, sin saber qué es o cómo ha llegado a ese lugar.
Temo que los pies puedan fallarme en cualquier momento.
Cuando van dejando a los miembros de nuestro equipo de ventas en las calles correspondientes, me quedo pensativo. Cuando llegan a la mía, tengo una sensación repugnante, como un presagio. Bajo del coche (ahora estoy solo), el coche se aleja y me quedo solo sin ver a nadie. Miro en torno. Oigo el ruido que sale por las ventanas abiertas, la radio y la televisión… A unas manzanas de distancia un coche cruza la calle. Me entran ganas de arrojar la aspiradora y hacerla pedazos sobre la acera, pero por alguna razón sigo adelante.
Mi primer edificio, uno de viviendas viejo y deteriorado, no es nada del otro mundo. Quizá haya dos o tres personas que quieran comprar una aspiradora. Sí, me encantaría volver a la oficina al final de la jornada con más ventas que ningún otro. Durante la sesión de preparación del pasado fin de semana dije poca cosa y apenas me relacioné con nadie. Creo que no sabían que soy un perturbado mental, al menos la mayoría de ellos, y consideré preferible que siguieran sin saberlo.
Estos pisos fueron construidos después de la Segunda Guerra Mundial y se llenaron de parejas jóvenes y optimistas que estaban comenzando, iban al cine tres noches a la semana y comían carne asada. Veinte años más tarde los pisos estaban en ruinas. Ahora el edificio está reparado y lleno otra vez de parejas jóvenes y optimistas.
A última hora de la tarde los pasillos de todas las casas de viviendas son como los de un cementerio. Dentro de estos sepulcros hay fantasmas, los ecos de las personas que están trabajando…
Toco el papel de la pared mientras camino. Empezaré por el piso de arriba e iré bajando de planta en planta.
Pero en el piso de arriba no parece haber nadie. Hasta que llego a la última puerta. Me abre una mujer alegre y animada. Tiene una mirada cordial. Antes de que pueda decir que no, ya estoy hablando…
—Hola, ¿cómo está usted? Ha hecho un día precioso, ¿verdad? Me llamo Ron —éste no es mi verdadero nombre, por supuesto— y vengo a enseñarle nuestra nueva aspiradora doméstica Keeno-Kirby-Turbo. Sin ningún compromiso…
Haciendo caso omiso de sus protestas, prosigo con mi monótona exposición. Mi exposición es interminable, no tiene pausas, ni puntos, ni comas… Ella intenta decir algo: «Lo siento, señor…», «Pero, señor…», «Perdone, señor…».
Su buen humor no tarda en desaparecer tras un semblante inexpresivo. ¿De qué se trata? ¿Melancolía? ¿Miedo? ¿Pesar? Yo hablo cada vez más rápido. Ella retrocede mirándome fijamente. Está horrorizada. Se lleva una mano a la boca. No es la primera vez que veo esa mirada. Algo no va bien. Me pone nervioso cuando hacen esto; significa que algo va ocurrir, algo que siempre acaba siendo malo…
Sigo hablando tal como me enseñaron durante el fin de semana de preparación, apabullándola con palabras. He pasado horas memorizando todo esto. Mis palabras están concebidas para responder a todas sus objeciones antes de que ella las plantee.
Ella retrocede lentamente al tiempo que yo entro en la sala. Damos una vuelta, ella retrocediendo y yo siguiéndola de cerca con mi monótona exposición.
Entonces ella se tambalea. Se ha enredado los pies con el cable de la aspiradora mientras dábamos la vuelta a la habitación…
¡Oh! Se va a caer por la ventana. Y ante mis propios ojos, Dios mío… Es un ventanal de gran tamaño y no tiene protección. Estamos a cuatro pisos de altura… ¡Oh! Agarra la cortina, pero ésta se rompe… Su trasero sale por la ventana, que está abierta de par en par. Se golpea la cabeza contra el dintel, pero esto no detiene la caída. ¡Oh, no! Ha ocurrido todo tan rápidamente…
Él pánico se adueña de mí. ¡Siento miedo! Es una sensación repugnante, que me provoca náuseas. Acerco las manos a mis oídos y grito:
—¡No!
¡No…! Me asomo a la ventana. La mujer está tendida en la acera, evidentemente muerta, con las piernas y la cabeza torcidas en ángulos extraños, como una muñeca rota. Empieza a extenderse un pequeño charco de sangre. Joder, ahora sí me encuentro mal…
Pero ¿qué he hecho?
Recojo mi aspiradora y el resto de mis cosas y me dirijo hacia la puerta. En un estante junto a la puerta hay dinero y una lista de la compra. Seguro que ahora ya no necesita esto, pienso, y cojo el dinero.
Cierro la puerta al salir. Nadie sabrá que he sido yo. Basta con que cierre y… Un momento. ¿Y si sigue viva?
Bajo apresuradamente por las escaleras. Abajo, en la calle, me siento desorientado. ¿A qué lado del edificio me encuentro?
Allí está. Qué espectáculo… Se ha formado un charco de sangre y se le ha salido el cerebro. Está muerta.
Caigo en la cuenta de lo guapa que era y del aspecto tan joven y aseado que tenía. Tiene los cabellos dorados desordenados, y la cara vuelta hacia un lado, la boca abierta y los ojos inertes.
Entonces tengo una idea perversa. Se me ocurre meterle la boquilla de la aspiradora por el coño. Así, sin saber cómo, me acuden a la cabeza ideas extrañas en momentos horribles o dramáticos como éste.
¡No! Aparto la espantosa idea y tiemblo de asco al recordarla. Qué cosa más espantosa…
Pero a continuación se me ocurre practicar sexo oral con ella (hay gente que siguen percibiendo sensaciones y oyendo minutos e incluso horas después de su muerte) para que sienta en sus últimos momentos de vida la calma de una dicha saludable y pacífica.
Apenas la conozco, y sin embargo no es esa la sensación que tengo. Dejo la aspiradora en el suelo y empiezo. Hacer esto es algo extraño, pero la mujer me da lástima. En ningún momento se me pasa por la cabeza que esté haciendo algo incorrecto. Dicen que éste es uno de mis problemas: distinguir. A veces me resulta difícil distinguir lo correcto de lo incorrecto. ¿Y qué decir de ella? Si está muerta, completamente muerta, entonces lo que estoy haciendo ahora es inútil y, a decir verdad, bastante ridículo. Pero ¿y si sigue viva? ¿Está realmente disfrutando de este último momento? ¿O está pensando en una blusa que se quería comprar o en su joven marido o en las cosas que le quedan por limpiar o acaso en un culebrón que va a perderse…?
De pronto oigo una voz encima de mí…
—¡Eh! ¡Tú! ¿Qué demonios estás haciendo ahí abajo? —me grita un hombre asomado a una ventana.
Presa del pánico, doy un respingo y huyo a todo correr. No he levantado la vista en ningún momento, salvo para mirar con el rabillo del ojo. Corro y corro sin parar…
Corro durante bastante rato. Corro por calles, aceras y callejuelas de toda la ciudad…
Mi ágil y joven cuerpo me transporta. Mis pies vuelan… Soy un reactor… Echo a volar y me elevo por los aires.
Cuando ya he corrido lo suficiente, me encuentro lejos. He dejado atrás varios barrios. Me detengo sin aliento junto a una valla. Me llevo una mano al pecho y noto los latidos del corazón. Estoy en una zona residencial, en un camino o callejuela que pasa por detrás de una hilera de casas. Son una buena muestra de la clase de chalets que se construyeron en los cuarenta y cincuenta, no muy grandes pero bien cuidados y pintados de blanco en su mayoría. Delante de mí hay un hombre trabajando en su jardín…
—Oiga, amigo. ¿Se encuentra bien?
¡Está hablándome a mí! Su amabilidad casi me mueve a las lágrimas.
—Más vale que se siente.
Si le digo que acabo de matar a una mujer, él exclamará «¿Qué?», y yo le diré: «Ha sido horrible, un accidente, por supuesto, pero su… cerebro. He visto su cerebro en la acera». El me dirá: «Yo nunca he visto el cerebro de nadie, ¿de qué color era?». No, no voy a decirle eso. Lo que voy a decirle es: «Por favor, ¿podría darme un vaso de agua?».
Le sigo al interior de la casa y le digo que me llamo Randall.
El vaso que me da me parece muy pequeño; no es lo que se suele entender por un vaso de agua. Lo miro suspicazmente y bebo el diminuto vaso de agua.
—¿Podría darme un poco más?
—¿Cómo?
—¿Podría darme otro vaso de agua, por favor? —Por favor y gracias son las dos expresiones mágicas.
Pero él se queda quieto, como si estuviera pensándoselo.
—Lo siento, pero eso todo lo que voy a darle.
Me enfado. Este hombre tiene aspecto de haber sido pájaro carpintero en una vida anterior. Me siento incómodo y dolido a causa del desagradable giro que ha tomado la situación. La cabeza me da vueltas y no pienso en nada concreto. Sólo noto mis sentimientos, que dan vueltas bruscamente, de arriba abajo, de dentro afuera…
¿Por qué las cosas siempre tienen que acabar de esta manera? ¿Por qué siempre acaban dando asco? Suelto un gruñido. ¿Por qué nada de lo que hago es normal y agradable? Lo miro, él me mira, cauteloso, tratando de formarse una opinión de mí. Es un hombre grosero, más pequeño que yo, un renacuajo, tiene una cara estúpida, como esta cocina…
Nos miramos fijamente sin decir nada. Oigo el tictac del reloj. Voy y le doy un pisotón.
—¡Eh! ¡Oiga!
Salgo corriendo de la casa y cierro la puerta de golpe.
Estoy corriendo otra vez…
Cuando aún no me he alejado demasiado, reparo en que me he dejado la aspiradora junto a la valla.
Él sigue en el jardín. Me arrastro a ras de suelo como un comando… Se me está ensuciando el traje nuevo.
En la callejuela aparecen unos niños en bicicleta. Uno de ellos me atropella una pierna y ríe, pero sigo adelante silenciosamente, a rastras…
Sí, quiero levantarme de un brinco, perseguir a ese crío y arrojarle a los matorrales. Me asalta la fantástica idea de que quiero matarle y vuelvo la vista con una mirada ceñuda. Pero sigo adelante. Ahora estoy entregado a una misión.
La aspiradora… Ya la tengo. Ha sido sencillo. Soy el responsable de este equipo.
Ahora la tengo yo y no hay nada que el viejo pueda hacer al respecto. Está trabajando de nuevo en su jardín. Yo me levanto y le grito a la cara:
—¡Eh!
Sobresaltado, se queda un momento sin saber cómo reaccionar. Con una sonrisa de satisfacción, alzo la aspiradora y sus ruidosos tubos. El anciano levanta su azada, pero yo me alejo como un rayo y no vuelvo la vista atrás.
Cuando ya he recorrido varias manzanas, contengo la respiración y aminoro el paso. Dejo la aspiradora en el suelo, respiro hondo, me inclino y apoyo las manos sobre las rodillas. ¡Uf!
Una sensación de euforia recorre mi cuerpo. Ha sido lo más divertido que he hecho en todo el día. ¡Qué anciano más raro! No quería darme más agua, pero he tenido suerte de poder escaparme. Hay que ver…
Veo un 7-Eleven en una esquina de la calle que rodea la subdivisión. El hombre que hay detrás del mostrador me mira fijamente cuando entro. Compro unas galletas, una botella de leche chocolateada y unos cromos de béisbol. De pequeño tenía una caja de zapatos llena de cromos de béisbol. Una vez estaba en un quiosco de periódicos y había un niño que tenía un billete de veinte dólares que le había dado su madre para comprar cromos de béisbol. Era su cumpleaños y estaba comprando sobres y más sobres (a un sobre por dólar, veinte sobres) y abriéndolos allí mismo, delante del quiosco. Sólo le faltaban Ted Wilimas y Bob Friend para acabar la colección, y todos los niños estábamos congregados en torno a él, compartiendo la emoción de la orgía que suponía verle comprar sobres de cromos y abrirlos. Me fijé en su ropa y observé que era un niño rico, y luego vi el coche que había junto a la acera, un coche grande y resplandeciente, y recuerdo haber pensado que aquello era lo que los niños ricos hacían el día de su cumpleaños…
Voy caminando con mi aspiradora cuando de pronto me detengo y me siento en el bordillo de la acera. Los cromos que acabo de comprar vienen en un envoltorio de papel de plástico cerrado con calor, nada parecido al antiguo papel parafinado y prensado en el que venían cuando era pequeño. Abro el sobre y, vaya, los jugadores me resultan desconocidos. Parecen bastante normales, tienen cara de yuppies, como si fueran esteriles. Recuerdo lo feos y tontos que eran en 1963 y veo que éstos no tienen nada que ver con ellos. Una extraña sensación se apodera de mí, como si no supiera qué estoy haciendo aquí. Me siento estúpido y terriblemente solo. Miro el tráfico que va y viene, los coches diminutos que circulan a lo lejos, los hombres que están arreglando un bache a unas manzanas de distancia, el sol que brilla y…
Acerco el sobre a mi cara y aspiro su olor, el olor de los cromos de béisbol, el olor del cartón y la tinta y la quebradiza goma de mascar… Mmm. Regreso al mundo y todo vuelve a ir bien.
Cruzo un solar con la aspiradora a cuestas y me siento al pie del enorme tronco de un olmo que da mucha sombra. Noto que sopla brisa. Arrojo el cartón de leche chocolateada y los cromos lo más lejos posible, pero no apuntando a nada en particular, sino para ver hasta dónde llegan…
Entonces hago algo de forma compulsiva: me levanto y regreso al barrio, no sin antes esconder la aspiradora bajo unos matorrales. No tardo en ver al anciano en su patio. Lo observo desde lejos. Sigilosamente, me acerco a la valla y, sin previo aviso, surjo entre los arbustos, grito: «¡Eh!» con todas mis fuerzas y echo a correr riéndome. Él se sobresalta y la azada se le cae. Yo me escondo.
Pasan diez minutos. En la callejuela, pero a cierta distancia del patio, vuelvo a levantarme repentinamente y grito: «¡Eh!». Me siento entusiasmado, eufórico, y el pobre hombre está confundido por esta guerra de guerrillas. Le suelto dos gritos más y entra en la casa.
Con sigilo y astucia me acerco a un lado de la casa. Está hablando por teléfono.
—Hay un cabrón en el barrio haciendo cosas raras… Creo que es un perturbado… Sí, manden a alguien por favor.
¡La policía!
Me largo. Pero antes de salir del barrio, doblo en una esquina y, ¡zas!, veo un coche de policía que viene por la calle siguiente. Creo que ellos también me ven a mí. ¡Plan de huida!
Es como el juego del gato y el ratón. Paso por patios, arbustos y garajes y, tumbado en una zanja, los eludo. Ellos aciertan a verme unas cuantas veces, pero soy veloz. En alguna ocasión la policía pasa a mi lado cuando estoy escondido y sigue su camino. Están buscándome.
Al cabo de un rato se van.
Regreso al 7-Eleven después de recoger la aspiradora, busco el nombre del anciano en la guía telefónica (lo he leído en su buzón) e inserto una moneda en la ranura. El teléfono suena.
—¿Dígame?
—¡Eh!
Esta noche voy a dormir en los matorrales que hay en el polígono industrial donde están ubicadas las oficinas de la empresa de aspiradoras. Durante el camino cruzo zonas desconocidas de la ciudad. Avanzo silenciosamente por la noche. La noche es real. La noche es el zumbido de los bichos en el bosque, la escarcha, el paisaje, el paisaje entero, la noche entera, la civilización entera está cubierta de escarcha, y cada hoja, cada piedra del camino, cada tejado y alféizar, y los coches, se puede escribir en los coches, se pueden dejar mensajes, pasan coches extraños, ¿quién va en ellos?, ¿qué están haciendo?, ¿adonde se dirigen?, la gente deambula a altas horas de la noche… Todo constituye un misterio.
A la mañana siguiente me siento con renovados bríos y de buen humor. Estoy realmente preparado para trabajar.
Naturalmente no ofrezco muy buen aspecto después de dormir entre matorrales y sobre astillas de cedro, y tengo la ropa húmeda por la escarcha, pero esto no basta para que me despidan en el acto. Tengo el pelo revuelto y en punta como cualquier persona que acaba de despertar.
Asignan las calles a los miembros del equipo de ventas, pero a mí me dejan fuera. El señor Bellows, el jefe, el hombre delante del cual me tiré un pedo, no quiere mirarme a la cara. Como no consigo llamar su atención con la mirada, levanto la mano.
—¿Señor MacFadden?
—No me ha asignado ninguna calle, señor Bellows…
—Hablaré con usted en un momento, señor MacFadden.
—¿Estoy despedido? Va usted a…
—Acabo de decirle que hablaremos en…
—¡Joder! ¡No pueden despedirme todavía! ¡No me han dado una oportunidad!
¿Sabrán lo de la mujer que se cayó por la ventana o el anciano del vaso de agua? No lo creo. Cuando vuelvo a protestar, el señor Bellows me acusa de estar borracho.
Les digo que he escondido la aspiradora en un lugar seguro y que les diré dónde está en su debido momento. Estoy gritando y no sé lo que digo. Las palabras salen de mi boca sin que siquiera me pare a pensar en ellas. Mi aspiradora se encuentra al fondo de la habitación, cubierta de hojas, astillas de cedro, agujas de pino y fertilizante. El señor Bellows la mira, luego la miro yo y finalmente nos miramos el uno al otro.
Salgo hecho una furia, no sin antes tirar su estúpida lámpara al suelo. Vuelvo la vista. Todo el mundo está mirándome por la ventana.
Durante un rato camino sin rumbo fijo.
Los polígonos de oficinas tienen cierto ambiente artificial, sobre todo si andas por ellos como un extraño, sin saber qué sucede en los despachos. Pueden causarte la impresión de que son un lugar muerto, en el que nada va a ninguna parte ni nada significa nada, y pueden incluso dar algo de miedo.
Entro en el edificio de oficinas que hay al otro lado del polígono. La recepcionista me saluda con voz animada, levantando la vista de su teclado para mirarme.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor…?
—Ah… —El nombre de la empresa, utimum systems, inc, está escrito en la pared en brillantes letras de acero. No tengo ni idea de a qué se dedicarán aquí.
La recepcionista me mira con ceño. Debo de tener aspecto de estar en apuros, ya que cuando vuelve a hablarme su tono es de preocupación:
—¿Le ocurre algo?
—Sí. Eh… Me ocurre algo en el cerebro. —Parezco una persona presa del pánico e inquieta…
Ella me mira con más miedo que preocupación.
Quizá se haya fijado ya en el aspecto desastrado y los cabellos revueltos tras la noche pasada entre matorrales y escarcha.
Doy media vuelta y me voy.
Al regresar a mi piso me muestro cauteloso. Paso una vez por delante para echar un vistazo. No veo nada sospechoso: nadie está esperándome y no hay ninguna nota del propietario en la que se me pida que acuda a su oficina. Las autoridades todavía no han pasado por aquí.
Por lo general puedo salir impune de «tres incidentes o actos» antes de que la justicia venga a buscarme. Si espacio bastante los «incidentes», puedo llegar a cometer seis o incluso nueve, pero en cualquier caso siempre vienen cuando la cantidad es un múltiplo de tres. En el mundo de las parcas, el tres es un común denominador de algún tipo. He leído en alguna parte que los sistemas de informática funcionan con un sistema binario consistente en dos cifras. El sistema de las parcas, en cambio, es trinario. Quizá cuando nuestros ordenadores evolucionen y adopten un sistema de tres cifras tendremos una mejor relación con el destino y podamos enfrentarnos con él de una manera científica. Algún día dominaremos nuestro destino.
Me tumbo en la cama. Los frágiles visillos ondean al viento. En la calle oigo el mundo en movimiento: coches, frenazos, zumbidos, bocinazos… En un lugar lejano alguien está trabajando con un martinete.
El mundo sigue adelante sin mí, y es ahora cuando lo siento. El mundo está ahí fuera, siguiendo adelante sin mí. Qué sensación más extraña.
¡Ojalá pudiera dominar mi destino! Este piso pronto me costará doscientos cincuenta dólares al mes, cuando se acabe la asignación del estado. Es barato, pero está situado en una mala zona y los muebles…, bueno, ¿qué puedo decir de ellos?: una silla, una mesa, una cama hundida y chirriante, y una cómoda cuyos cajones son difíciles de sacar y están cubiertos de arañazos e iniciales garabateadas. El aparato del aire acondicionado de la ventana cuando funciona parece un motor de helicóptero a punto de perder una biela.
Pienso en el hospital psiquiátrico. No me curaron muy bien. Me dieron de alta demasiado pronto. ¿Podrían llegar a curarme? No. He acabado aceptándolo.
La seguridad social del estado no vale un pimiento. Me internaron únicamente para que me tranquilizara, hasta que cumplí alguna clase de cupo que tendrían y me enviaron a esa chapuza del programa laboral.
Vender aspiradoras de puerta en puerta, pero ¿a quién se le ocurre? El sistema sanitario es un desastre. No hace nada por ti excepto hacerte pasar por la máquina burocrática, estampar un sello en tu impreso y dejarte en manos de otra persona.
Pero ¿cómo pudieron pensar que la burocracia del gobierno podría llegar a encargarse con eficacia de la asistencia sanitaria? La gente de este país está volviéndose estúpida. Va al colegio y memoriza datos y cifras, aprende a meter datos en un ordenador y a redactar unos informes espléndidos, de eso no cabe duda, pero el sentido común y la lógica más sencilla brillan por su ausencia.
Si la masa recurría antiguamente a la religión para salvarse, ahora recurre al gobierno y a los médicos. Es como si desde que en la década de los sesenta se empezó a decir «Dios ha muerto», la medicina se hubiese convertido en la nueva religión y con sólo agitar su varita mágica todo fuese bien. Han de pasar años para que todo esto se solucione. A ese Clinton ya lo han pillado. He leído que lo han echado y ha regresado a Arkansas. La parte de trabajo comunitario de la condena que le han impuesto consiste en conducir un bibliobús. Ese sería el trabajo idóneo para mí, aunque cuando la administración fracase se formarán colas de más de un kilómetro para optar a los chollos como el del bibliobús.
Pienso en lo que he hecho hoy y no me enorgullezco. Tengo en la cabeza las imágenes de la mujer con el cerebro esparcido sobre la acera, el anciano con el vaso de agua y la expresión del señor Bellows. Quizá en otras circunstancias hubiéramos sido amigos.
A veces me asaltan pensamientos que no sé de dónde vienen. Me obsesionan cosas que he hecho y en ocasiones incluso cosas que no he hecho. Situaciones embarazosas, tragedias, errores sociales… Intentas ahuyentarlos y ves que no puedes.
¡No debería haber dicho eso! ¡No debería haberlo dicho! ¡No! ¡No debería haber hecho eso!
¿Por qué dije eso? ¿Por qué hice aquellas barbaridades? Todo el mundo está mirándome, y me invade la sensación de que ya no soy uno de ellos… De pronto ya no me queda ninguna posibilidad…
Nunca he sido uno de ellos. Quizá lo fui una vez, hace muchísimo tiempo, pero no me acuerdo de ello. Es como si en aquel entonces hubiese sido otra persona. ¿Qué me ha ocurrido?
Las cosas que he hecho, las cosas malas, me gritan al oído. Es un suplicio. Los expulso también a gritos, pienso en algo, vuelvo a vivirlo en mi imaginación, todos los detalles acuden a mi memoria como si fueran un programa de televisión, grito «¡No!» y los aparto.
A veces, sobre todo cuando estoy en público, tengo que decir algo para expulsar los pensamientos de mi cabeza o para disimularlos. Cuando me resultan excesivos, tengo que cantar. Cuando hago cola en la tienda de alimentación, canto: «¡Qué mañana más bonita! ¡Qué día más bonito!». Estás cantando en voz demasiado alta y de una manera demasiado extraña. La gente te mira fijamente y la cabeza te da vueltas…
Bueno, no me queda más remedio que dominar mi destino. ¡Tengo que curarme a mí mismo! ¡Es así de sencillo! Al menos ya no estoy internado en ese estúpido hospital psiquiátrico. Ahora tengo que adaptarme. He de hacerlo como lo aprendí en el ejército, adaptándome al entorno, integrándome… ¡Sí! ¡Eso es! Puedo curarme yo mismo. Que se jodan todos esos incompetentes y capitostes. Solo me curaré mejor que con ellos y todos sus títulos, sus libros de consulta y su jerga. Algún día iré a verlos y se lo demostraré. Tendré un gran coche, un cochazo de los años sesenta restaurado. ¡Sí, señor! Tendré un descapotable y ropa de calidad, elegante e informal, e iré con una belleza del brazo. Pero ¿por qué habría de ir a verlos? Que se jodan. Ya me verán en la tele: «Oye, ¿no es ese aquel tipo que…?».
Me como una cucharada de manteca de cacahuete. Cuando tengo hambre hay veces que con un par de cucharadas puedo aguantar horas sin sentir hambre otra vez.
¡Por un momento soy feliz! ¡Por un momento vuelvo a sentirme bien! No sé cómo pero voy a curarme, y no para que ellos lo vean, sino por mí mismo. Me pongo delante del espejo y me miro. Ése soy yo. Al menos soy guapo, y elegante incluso.
Vuelvo a la vida con nuevas energías. La habitación no me parece tan sombría. Me ducho, lavo los platos que hay en el fregadero y limpio la cocina. No tengo tiempo para limpiar todo el piso…
Abro el armario y examino mi vestuario.
Mis camisas no son nada del otro mundo, pero tengo unos pantalones estupendos. Llevado por el entusiasmo, saco todos mis pantalones y los dispongo en el suelo. Retrocedo y me quedo encantado de cómo los he dispuesto.
Estoy rebosante de orgullo.
Esta noche voy a ir a una cena especial. No recuerdo exactamente si es que alguien me ha invitado o le he oído a alguien hablar de ella y lo he anotado.
He hecho todo lo posible para mejorar mi aspecto, el cual deja bastante que desear debido a la forma en que dormí anoche.
No quiero perderme la cena. Me muero de hambre.
Tengo depositadas grandes esperanzas en esta ocasión, esperanzas de conocer a gente mejor y quizá incluso a una mujer que tenga buenos modales y voz suave. Pienso en temas interesantes sobre los que conversar: el tiempo, la política, el polo… Seguro que aquí juegan a polo. Esta es mi oportunidad. Tengo tantos deseos de mejorar y relacionarme con gente de las clases altas y terratenientes…
En la fiesta los invitados me miran de manera extraña y me mantengo callado. Todo el mundo viste mejor que yo. Una persona le dice a otra en voz baja que los puños de mi camisa no tienen gemelos y están pegados con cinta adhesiva y que mis pantalones no tienen dobladillo, como si me los hubiera llevado puestos de la tienda donde los he comprado (eso es lo que hecho).
Durante la cena nadie me dirige la palabra. En un momento dado, parte de una conversación me recuerda a un chiste que he oído. Cuando me pongo a contarlo, los invitados me escuchan, pero poco a poco entablan sus propias conversaciones, como si no tuvieran interés en oír mi historia…
Pronto todo el mundo está hablando en privado, en sus propios círculos. Yo me siento humillado; me interrumpo antes de llegar a la parte graciosa del chiste y a nadie le importa.
Miro mi sopa. Estoy deprimido. Este asunto no está yendo nada bien. Me pongo de mal humor y me doy cuenta de que estoy muy borracho…
Se van a enterar. Derramo el plato de sopa.
—¡Ay!
—¡Pero oiga!
Todos tienen la mirada clavada en mí. Ahora me doy cuenta de lo poco que conozco a estas personas. No me gustan, y me molesta que me miren de esa manera, con los ojos clavados en mí…
Creo que la anfitriona no me ha quitado el ojo de encima en ningún momento. Los demás parecen sorprendidos, pero ella tiene cara de enfado y está fulminándome con la mirada. Sin duda me ha visto derramar la sopa adrede. ¡Ya se armó! Se ha puesto a gritar como una loca. Me ha visto hacerlo y sabe que no fue un accidente. Como siempre, no logro entender nada de lo que dice; no sé cómo, pero tengo la mente ofuscada.
Se ha puesto de pie, tiene la cara roja y señala la puerta. ¡Me ha visto derramar la sopa adrede! ¡Lo sabe!
Otra vez lo mismo… Al final siempre acabo humillado. Al final siempre me echan en presencia de todo el mundo y acabo con esta sensación de abatimiento. Miro los hilos de sopa que corren por el mantel blanco. Arrojo el plato de ensalada contra la pared y me voy.
Al salir paso por la habitación contigua y la gente que no está cenando y no ha visto lo ocurrido, pero ha oído el alboroto, me mira como si fuera una especie de bestia de dos cabezas o un animal salvaje que acabara de salir de una jaula. Cómo me fastidia que lo hagan.
Una vez fuera, me detengo y miro con el rabillo del ojo. Les oigo hablar dentro de la casa: «¿Quién era ese hombre? ¿Quién le ha invitado?».
Se van a enterar…
Al cabo de una hora vuelvo vestido con un atuendo especial, mi atuendo indio: taparrabos, pañuelo con un par de plumas, pintura para la cara, mocasines, arco y flechas. Lo primero que hago es espiarles por la ventana. Están en la sobremesa, divirtiéndose, pasándolo bien. Nadie parece triste porque yo me haya ido. ¡Están todos encantados!
Veo que arriba hay una ventana de dormitorio abierta. Lanzo una flecha. No debe de haber nadie, puesto que sólo oigo el ruido de la flecha al caer al suelo. ¿Y si me cuelo por esa ventana? Intento subir por la pared de ladrillo, pero es inútil. A continuación escribo cosas en la pared de la casa. Con el tubo de la pintura para la cara escribo cosas como «Abajo los pedantes hijos de puta a los que todo les da igual», «Aquí viven unos cabrones» y «Los hipócritas están quedándose con todo».
El hecho de estar prácticamente desnudo hace que me sienta salvaje, excitado y con ganas de hacer locuras. Cuando se me pone dura, entro en la casa por la puerta principal moviéndome con aire regio y ampuloso, como si fuera un noble jefe de una antigua tribu india, y me quedo plantado en medio del salón durante unos segundos que parecen interminables.
Quiero un vaso de ponche.
Algunas mujeres contienen la respiración y se ríen tontamente cuando ven mi enorme erección, que levanta la faldilla del taparrabos. Poco a poco se hace el silencio. Con la cara de severidad de un bruto salvaje y la actitud solemne y silenciosa de un indio, me llevo el ponche a los labios. Luego la anfitriona me reconoce y se pone nuevamente a gritar como una loca.
Me giro rápidamente, saco una flecha y la lanzo con toda mi fuerza… ¡Menudo alboroto se arma!
Empiezo a disparar flechas con presteza. Una mujer que se encuentra al lado de la anfitriona recibe una en un ojo y chilla como un pollo. ¡Ah, amigos, es una locura, una verdadera locura la que se arma en esta gran residencia de estúpidos esnobs! Las flechas alcanzan sus objetivos. En medio del tumulto y el griterío, los malnacidos se abandonan al terror y tropiezan los unos con los otros para huir de mi cólera.
Cuando se me acaban las flechas, saco el cuchillo. ¡Ya está! Lo tengo en la mano. Suelto un alarido indio y, cruzando la cocina, donde hace un momento había gente charlando, huyo por la puerta trasera. Con elegancia y agilidad salvo unos setos y un muro de ladrillos. Paso por delante de una casa y veo fugazmente la cara de un vecino asomado a la ventana. Mis mocasines vuelan como el viento sobre un césped perfectamente recortado, porque soy el último indio salvaje del mundo y ésta es la última gran victoria de los nobles salvajes, una masacre, acaecida en Brentwood Estates, el 14 de abril, en el año del Señor de 1996…
Algunos invitados me persiguen en sus coches… Me alerta el sonido de un enorme modelo Detroit de lujo, que chirría en el asfalto del camino de entrada a la casa al ponerse en marcha para salir en mi busca. ¡Vienen por mí! Pero yo ya estoy oculto entre los setos y los matorrales, corriendo a gachas. Los coches corren a lo lejos, al otro lado de los jardines. Baten la zona, se reúnen en un cruce y, con voces serias y distantes, se gritan de un vehículo a otro.
Pero los eludo con facilidad.
Luego, cuando vuelvo a mi habitación… ¡Menudo desorden! ¡Un desorden espantoso! Estoy deprimido y la idea de limpiar el resto del piso me deja indiferente. Veo mis pantalones en el suelo, tal como los he dispuesto, y me siento mejor. Al verlos me acuerdo de que este piso es mío. Ahora tiene mi sello personal pese a que es un piso bastante corriente. Observo la cocina, reluciente. La casa estará desordenada, pero la cocina está impecable.
En un primer momento el contraste me resulta inquietante. Luego noto una punzada de desesperación, una sensación de abatimiento, me siento avergonzado… Pero entonces se me iluminan los ojos… ¡Un desorden maravilloso!
Si lo hubiera hecho a propósito no me habría salido tan bien, ya que las cosas no habrían caído de una forma tan aleatoria: los vaqueros medio del revés en el suelo; un calcetín asomado a una pernera; la ropa interior todavía colgada parcialmente de la silla; las zapatillas de deporte en direcciones distintas, una de ellas de lado; un montón de periódicos y revistas junto a la cama, inclinado precariamente, a punto de caerse…
Me encanta este desorden. Lo abrazo con toda mi alma y me dejo caer en el centro de la cama. ¡Esta es la imagen perfecta del desorden y yo soy su atracción principal!
Me despeino, me río, pongo un canal de televisión estúpido que nunca veo y dejo que se me caiga la baba… Ahora sí estoy disfrutando de mi desorden.
Luego, entrada la noche, hago un nuevo amigo en la Waffle House. A Donny lo he conocido o me lo han presentado durante las dos semanas que llevo suelto. Me acuerdo de él vagamente. Lo veo sentado junto a la barra y lo reconozco; entonces recuerdo su nombre y le llamo. Si no me hubiera acordado de su nombre, la noche se habría desarrollado de una manera totalmente distinta y, en consecuencia, mi vida y la suya también. Nos sentamos y hablamos. A él tampoco le gusta su trabajo (trabaja en un cementerio), y cuando se entera de que yo he dejado el mío hoy mismo, dice que él también va a dejar el suyo. Tengo la impresión de que es retrasado mental o, cuando menos, de que tiene dificultades para aprender las cosas. Pero es sincero y dice la verdad a todo aquel que le pregunta algo. Es una de esas personas discretas y proclives a no relacionarse. Dudo que hable con él mucha gente. Probablemente no ha mantenido una conversación en regla desde hace meses.
Donny es bajito y viste un mono, una camisa a cuadros y unas zapatillas que no van a juego. Lleva la gorra de béisbol bajada sobre los ojos, lo cual le da un aspecto siniestro al principio, pero luego le hace parecer un estúpido a secas. Habla lentamente, casi con desconfianza, como Michael J. Pollard. Si alguien llevara a la pantalla la vida de Donny, Michael J. Pollard sería el actor idóneo para el papel.
Le cuento en confianza las cosas que me han ocurrido hoy. Le encantan mis historias. Jamás se le habría ocurrido disfrazarse de indio salvaje, pero piensa que probablemente sea una buena idea, mientras sólo lo hagas de vez en cuando. Dice que a menudo se excita cuando ve una pizza o, hasta cierto punto, cuando ve cualquier cosa redonda, al extremo de que tiene que luchar contra ello a todas horas. Luego dice que tiene un punto blanco en el corazón y que los médicos no saben qué es. Cree que no le queda mucho tiempo de vida, pero también sabe que en estos casos es difícil hacer predicciones.
Es de madrugada y todo está cerrado, pero decidimos ir a un burdel que Donny conoce y que está abierto toda la noche. Un burdel, qué idea estupenda. A juzgar por la descripción que me ha dado Donny, se encuentra en un barrio miserable de la ciudad, pero voy a ir, naturalmente. Incluso voy a dejarle a Donny mi atuendo de indio. Todavía lo llevo en el bolsillo del abrigo. Es un disfraz magnífico, ya que ocupa muy poco espacio y puedes esconderlo en cualquier parte.
Camino del burdel, Donny se detiene ante un contenedor detrás de una floristería y coge algunas flores que han desechado para dárselas a las chicas. Luego, cuando reanudamos la marcha, arranca los pétalos secos.
Dice que no puede arreglar su coche porque va al burdel demasiado. Pobre hombre. Debido a su necesidad de la forma más básica del amor (el amor fugaz), ahora está pasando apuros económicos.
El burdel se encuentra en una colina, en una antigua casa a la que han adosado un par de caravanas, cometiendo así un verdadero desastre arquitectónico. La anciana que dirige el establecimiento (la madam) nos observa con suspicacia. Lo conocen de otras ocasiones. Donny elige una chica con la que ya ha estado antes. Como es fea, ella le ofreció un precio especial y él le puso una bolsa marrón de ultramarinos en la cabeza. Ella no se lo impidió.
Una mujer me mira fijamente, sonriendo. Le falta un diente y sus eructos huelen a cerveza. No, ella no.
Elijo a una chica bastante guapa, pero que habla demasiado y se pone a contarme todo lo que ha hecho a lo largo de su vida. Tengo que pedirle que deje de hablar durante un rato. Vamos a su habitación, en la que hay ositos de peluche, cucarachas salidas de los resquicios de la pared, latas de refrescos vacías y pósters de estrellas de rock que no conozco.
Lo que hacemos es asunto privado: no voy a entrar ahora en semejantes detalles. Cuando acabo, voy al salón a esperar a Donny. Al cabo de un rato pienso en volver a casa solo, pero al final me pongo a leer revistas.
Debo de haberme quedado dormido. Al despertar oigo un alboroto. Han pasado varias horas. Está amaneciendo, y yo he despertado con un ejemplar de Raja Maravillosa sobre el regazo…
Se oyen gritos y alaridos en el pasillo. Voy a ver. Es Donny. Ha hecho algo y la prostituta está enfadada y moviendo los brazos violentamente. Está pegándole con su sombrero.
—¡Mira mi teta! ¡Mira lo que has hecho! ¡Eres un cabrón de mierda! ¡Mira! —grita la mujer a pleno pulmón.
Su pecho izquierdo está encogido y chupado, y le cuelga de una manera extraña. Lo miro horrorizado: está arrugado como una ciruela pasa y se bambolea como un pingajo. El pobre Donny se encuentra en un aprieto. Tiene una pinta ridícula con el disfraz de indio salvaje: lleva las plumas torcidas como consecuencia de los golpes que le está dando la prostituta y tiene la pintura corrida por la cara. Estaba alelado, como Stan Laurel, recibiendo golpes… Además también ha manchado el pecho de la prostituta con la pintura de la cara, con lo cual da la impresión de estar más chupado todavía y resulta aún más espantoso.
De pronto aparece un tipo grande y fornido que imagino será el gorila del burdel. Con tono suplicante y de indignación, la prostituta le grita:
—¡Mira mi teta! ¡Mira! ¡Este cabrón se ha quedado dormido con mi teta metida en la boca y se ha pasado toda la noche chupándomela! ¡Me la ha dejado seca!
En el pasillo aparecen otras personas del burdel. Donny sigue sin moverse. Está acobardado y medio dormido, pero consciente de que ha vuelto a hacer algo mal. Está aturdido, dejándose golpear con su propio sombrero.
—Puede que haya sido un accidente —me arriesgo a decir.
El gorila me mira como si fuera a matarme. Yo aparto la vista.
Me alejo sigilosamente. Tengo que encontrar algo. Cuando voy por el pasillo, un hombrecillo moreno de cabello negro, ondulado y perfecto y una sábana alrededor de la cintura sale de una habitación y me pregunta:
—¿Qué ocurre? ¿Es una redada? ¿Ha muerto alguien? ¿Va a venir la policía? —Por su voz adivino que es hindú. Luego nuestras miradas se cruzan, y yo lo veo en sus ojos y él en los míos…
Es como yo: está tocado de la cabeza…
Hay una comunión de los locos, una comunión que es sagrada. Nos hacemos amigos y hermanos al instante, como dos masones o dos agentes secretos en un país extranjero. Me lo dice la expresión de su mirada.
—Escuche, tengo que hacer algo que sirva de distracción.
—¿Está en un apuro, señor?
—Es que mi amigo…
—¡Cómo no! Ahora mismo le ayudo. ¡Espere un momento, por favor!
El hombre desaparece en el interior de la habitación y luego vuelve a salir. Se ha vestido apresuradamente y ahora está preparado para hacer frente a una emergencia. En la mano lleva… ¡una granada de mano!
Avanza por el pasillo hasta donde se está produciendo el alboroto y, con la granada en alto como una antorcha olímpica, afronta la situación. Yo estoy atónito. Nadie parece reparar en él hasta que empieza a hablar. Yo le miro sin poder articular palabra.
—¡Escúchenme todos, por favor! Lamento informarles que tengo una bomba aquí. Por favor, no vuelvan a acercarse a ese hombre.
El hindú mantiene la granada en alto. Le ha quitado la arandela y está chisporroteando.
Todo el mundo sale corriendo: el gorila, la prostituta del pecho arrugado y flojo, unas cuantas prostitutas más y unos clientes que se han unido al alboroto. Todos, incluido Donny.
—¡Donny! —grito enfadado. Él se vuelve y me ve—. ¡Por aquí! —le grito.
Donny se reúne conmigo y mi nuevo aliado mientras corremos por el pasillo. El hindú se detiene, retrocede unos pasos y arroja la crepitante granada a una habitación atestada de ropa sucia.
Una vez fuera, agachamos la cabeza. Una ventana explota encima de nuestras cabezas y el aparcamiento queda cubierto de almohadones de pluma reventados, ropa interior, toallas y sábanas en llamas. Rápidamente subimos al coche del hindú.
—Caballeros, permítanme que me presente. Soy el profesor Agar Boshnaravata.
—Encantado de conocerle. Yo me llamo Carl y él Donny. Siempre utilizo nombres diferentes. En mi permiso de conducir pone Ulysses McFadden, pero como ahora estoy entre amigos, voy a utilizar el verdadero: Carl.
—Hola —dice Donny.
—Ya veo que tú también eres indio, Donny —dice Agar.
—¿Cómo? —responde Donny.
—Es una broma, Donny… Una broma —digo.
Ha amanecido un día luminoso y nosotros nos alejamos por la carretera que nos conducirá a una nueva aventura. De repente, después de pasarme semanas sin amigos, ahora resulta que tengo dos.
Pero ¿hemos tomado realmente el camino que nos permitirá vivir aventuras salvajes y emocionantes? ¿No estaremos en la autopista que lleva directamente al infierno? No lo sé ni me importa. Simplemente saco la mano por la ventanilla y noto la caricia del aire bajo el sol de la mañana, observo cómo la calzada se emborrona a nuestro paso y veo un niño a lo lejos en un columpio…