Escuchadme. Será mejor que me escuchéis.
¡Locos! Pensáis que sabéis tantas cosas… Vuelos en el espacio, tecnología de ordenadores, ingeniería genética… Ahora dais todo eso por sabido, pero hubo una época en el que vuestra especie se burlaba de esas cosas y se negaba a creer en la posibilidad de su existencia. Se demostró con el tiempo que estabais equivocados.
Ya no creéis en Nosotros. Os demostraremos que también ahora estáis equivocados.
Existimos. Hemos existido durante tanto tiempo como vosotros mismos. No somos superstición, no somos folklore, no somos terrores nacidos de la imaginación. Somos terror real, auténtico terror. Somos todas vuestras pesadillas hechas realidad.
Creedlo. Creedme, yo soy la prueba.
Parecemos hombres. Caminamos y hablamos como los hombres, en presencia vuestra. Actuamos como hombres. Pero no somos hombres, creed eso también.
Somos el mal atávico…
Tal vez nunca le habrían encontrado si Hixon no se hubiera alejado de los demás para orinar.
Durante tres días habían estado buscando en la región montañosa cubierta de bosques que dominaba el valle donde pastaban sus rebaños. Marcharon a través de la espesura, en medio del bochorno del final del verano, acosados por moscas y mosquitos; siguieron las escasas sendas abiertas por hombres o por animales o abrieron caminos nuevos en la maleza. Provocaron la fuga de varios gamos, tropezaron con el cadáver putrefacto de un alce joven, vieron un oso pardo y siguieron su rastro hasta perderlo en uno de los numerosos riachuelos de montaña. Pero eso fue todo. No encontraron la menor huella de ningún lobo o puma. Hixon y DeVries insistían en que tenía que haber sido un lobo o un puma el que mataba las ovejas. Larrabee no estaba tan seguro. Y sin embargo, ¿qué otra condenada cosa podía ser?
Entonces, por la mañana del cuarto día, cuando trepaban entre pinos hacia la cresta de la cadena de montañas, Hixon se apartó para orinar. Y volvió al cabo de pocos minutos con el rostro encendido y excitado, y la cremallera todavía a medio abrochar.
—He visto algo ahí atrás —dijo—. La cosa más endiablada que os podáis imaginar, oculta en un barranco.
—¿Qué es lo que has visto? —le preguntó Larrabee. Se había apropiado de la dirección del grupo; era el que había perdido más ovejas y, por consiguiente, el más furioso.
—Bueno, creo que era un hombre.
—¿Crees?
—Desapareció antes de que pudiera utilizar los prismáticos.
—Un cazador, tal vez —dijo DeVries.
Hixon sacudió la cabeza, dubitativo.
—No era un cazador. Tampoco un hombre normal.
—No digas tonterías. ¿Qué era entonces?
—No lo sé —dijo Hixon—. Nunca había visto nada parecido.
—¿Cómo iba vestido?
—No iba vestido, o por lo menos, no con ropas. Juraría que llevaba alguna clase de piel de animal. Y tenía pelo por toda la cara, un pelo largo y espeso.
—Un yeti —dijo DeVries, y se echó a reír.
—Maldita sea, Hank, no estoy bromeando. Era de tu tamaño y del mío.
—El sol y la sombra hacen ver cosas extrañas.
—No, por Dios. Sé lo que he visto.
—¿Por dónde se fue? —preguntó Larrabee, impaciente.
—Por el barranco abajo. Hay un arroyo en el fondo.
—¿Te ha visto u oído?
—No creo. Yo estaba callado.
DeVries volvió a reír.
—Un meón callado, eso es lo que eres.
Larrabee se ajustó la pesada mochila que cargaba sobre los hombros y acarició con la mano la culata de su rifle Savage 300. Sus labios estaban apretados.
—De acuerdo —dijo—. Iremos a echar un vistazo.
—Diablos, Ben —dijo DeVries—, no irás a pensar que es un hombre el que ha estado matando nuestras ovejas.
—Es posible, ¿no crees? Nunca me habéis convencido Charley y tú. Ningún lobo o puma se lleva de esa manera a las ovejas, las descuartiza en un lugar escondido y se va sin dejar huellas del camino que siguió al venir o al marcharse.
—Tampoco hace eso ningún hombre.
—Ningún hombre normal, en su sano juicio.
—Por Dios, Ben…
—Vamos —dijo Larrabee—. Estamos perdiendo el tiempo.
… ¿Cuántos somos Nosotros? No muchos. Unos centenares… Nunca hemos sido más que unos centenares, dispersos por los continentes. En ciudades, aldeas y desiertos. En climas cálidos y fríos. Marchando, marchando siempre, sin quedarnos nunca demasiado tiempo en el mismo lugar. Escondidos entre vosotros, los valerosos e inteligentes. Escondidos y solitarios, los que somos como yo.
Esa es nuestra herencia:
Escondemos.
Cazar.
Pasar hambre.
Pensáis que estáis hambrientos, pero no es así. No sabéis lo que significa estar hambriento a todas horas, tener a un tiempo el sabor de la sangre en la boca, el ansia de la sangre en el cerebro y el calor de la sangre en los lomos.
Pero algunos de vosotros lo descubriréis. Muchos de vosotros algún día. A menos que escuchéis y creáis.
Cada nueva generación de los Nuestros es más audaz que la anterior.
Y está más hambrienta…
El barranco tenía una longitud de algunos centenares de metros, llenos de árboles y maleza. El arroyo era apenas un hilo de agua que se deslizaba entre rocas en las que centelleaba la mica. Lo siguieron sin ver ninguna señal del hombre que Hixon decía haber visto, y si era un hombre lo que vio; y sin oír nada salvo el zumbido incesante de los insectos, más los gritos discordantes de urracas y arrendajos.
Las paredes del barranco se estrecharon y gradualmente descendieron hasta llegar a un terreno casi llano; un pequeño arroyo serpenteaba entre pinos y píceas, con su curso sembrado de maleza y helechos agostados por el sol del estío. Se detuvieron allí a descansar y secarse el sudor que corría por sus rostros.
—Ni una maldita huella —dijo Hixon—. ¿Cómo ha podido pasar por aquí sin dejar huellas?
—No existe, esa es la explicación —contestó DeVries.
—Te digo que lo vi. Sé muy bien lo que vi.
Larrabee no les prestaba atención. Había estado explorándolo todo a simple vista, pero ahora tomó los prismáticos que colgaban de su cuello y examinó los alrededores con ellos. No vio nada en ninguna parte. No corría la menor brisa que agitara siquiera las ramas de los árboles.
—¿Qué camino tomamos ahora? —le preguntó Hixon.
Larrabee señaló al oeste, por donde el terreno se elevaba hacia una protuberancia rocosa.
—Por allí. Arriba, para tener mejor vista.
—Yo tenía entendido —dijo DeVries—, que esto era una partida de caza.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor?
—No. Pero si hay alguien por aquí, y en caso de que lo encontremos…, sigo sin creer que sea un hombre lo que estamos persiguiendo. Todas esas ovejas con el cuello desgarrado, los cadáveres troceados y arrastrados lejos… Un hombre no haría una cosa así.
—¿Ni siquiera un lunático?
—¿Qué clase de lunático se dedica a matar ovejas?
—Un sicótico —dijo Hixon—. O tal vez un tipo enloquecido por las drogas.
Larrabee hizo un gesto afirmativo. Había estado pensando en el tema mientras caminaban por el barranco.
—Un veterano del Vietnam o bien uno de esos chiflados que predican la vuelta a la naturaleza. Vienen a zonas silvestres como esta, solos, y viven de lo que roban aquí o allá, hasta que pierden por completo la chaveta.
DeVries se negaba a creerlo.
—Sigo pensando que se trata de un lobo o un puma.
—El hombre enloquece en los lugares desiertos —dijo Larrabee—, y entonces se convierte en…, en un animal, un condenado lobo que merodea en busca de presas.
Se secó las manos en los pantalones, asió con más fuerza su Savage y abrió la marcha hacia el espolón elevado.
… No somos siempre iguales. Vuestro estúpido folklore dice que lo somos, pero no lo somos. A lo largo de los siglos hemos sufrido cambios genéticos, igual que vosotros; hemos evolucionado. Vosotros sois hijos de vuestro tiempo y lo mismo nos ocurre a Nosotros.
Yo estoy hambriento de carne y sangre animal: ovejas, vacas, perros, criaturas menores forradas de piel y con un corazón palpitante. Son mis presas: uno aquí, otro allá, diez en este condado, cincuenta o cien en aquel estado. Vosotros pensáis que se trata de un animal que ha matado a otro… Selección natural, supervivencia de los más aptos. Tenéis razón, pero también estáis equivocados.
Creedlo.
No somos siempre iguales. Entre Nosotros hay quienes tienen hambres diferentes. Carne y sangre humanas…, sí. Pero no es eso todo. Hemos evolucionado, nuestros gustos se han alterado y han aumentado las distinciones. Carne y sangre de varón, de mujer, de niño. Y no siempre deseamos la carne suave de la garganta, la sangre dulce y roja de la yugular. Tampoco empleamos siempre los dientes para abrir a nuestras víctimas. Y no siempre las mordemos frenéticamente.
Yo pertenezco a la antigua estirpe, que no es la más temible de entre Nosotros. Y me repugnan las cosas que me veo compelido a hacer; por esa razón quiero alertaros. La nueva estirpe… En ella reside el terror definitivo.
No todos somos iguales…
Larrabee estaba en pie sobre la prominencia rocosa, mirando a través de sus prismáticos, intentando precisar la imagen del foco. Debajo de él, sucia de maleza y ramas caídas, una ladera pedregosa y tapizada de hierba ascendía hacia los bosques. El sol daba de lleno sobre la ladera y el intenso brillo del mediodía arrancaba destellos de algunas rocas creando espesos pozos de sombra en torno a otras, cosa que dificultaba la visión detallada del paisaje. Nada se movía allí, a excepción de la cambiante luz solar. Era solo una ladera desierta y, sin embargo, había en ella algo…
En la parte más alta, donde comenzaba el bosque: unas rocas amontonadas en la hierba alta, la forma de agruparse la maleza en torno a ese peñasco macizo. ¿Era natural o no? No podía afirmarlo con seguridad desde esa distancia.
A su lado, Hixon preguntó:
—¿Qué pasa, Ben? ¿Has visto algo allí?
—Quizá. —Larrabee le pasó los prismáticos y le dijo hacia dónde debía enfocarlos. Luego le indicó—: ¿Te parece que alguien podría haber amontonado toda esa maleza en la base del peñasco?
—Podría ser, sí. Este maldito sol…
—Dejadme ver —dijo DeVries, pero tampoco se atrevió a asegurarlo.
Bajaron en dirección a la ladera. Larrabee abría la marcha. La pendiente estaba llena de ramas caídas y entrecruzadas que tapizaban el suelo como una alfombra llena de puntas aguzadas y de astillas desgajadas; le costó diez minutos abrirse paso en aquel laberinto. Había estado llevando el rifle en bandolera, pero al llegar a la ladera lo empuñó y colocó el dedo sobre la guarda del gatillo.
La ladera subía en una pendiente suave. Ascendieron a un ritmo medio, ni aprisa ni despacio. Una urraca alzó el vuelo delante de ellos, chillando; DeVries maldijo y la ahuyentó con su rifle. Larrabee ni siquiera volvió la cabeza. Sus ojos estaban fijos, sin pestañear, en el peñasco rodeado de maleza situado en el punto en que comenzaba el bosque.
Estaban a menos de cincuenta metros del peñasco cuando se levantó una ligera brisa, que soplaba de frente. Tan pronto como llegó hasta ellos, los tres se detuvieron de golpe.
—Jesús —dijo Hixon—, ¿oléis eso?
—Huele a lobo —dijo DeVries.
—Peor. Hay algún animal muerto ahí arriba…
—Callaos los dos —ordenó Larrabee. Ahora el dedo acariciaba el gatillo del Savage. Tomó aliento y empezó a ascender de nuevo, con más precauciones que antes.
La brisa cesó, pero después de recorrer una treintena de metros le llegó el olor, sin necesidad de viento. Hixon tenía razón: olía a muerte. El hedor parecía mezclarse con el calor, formando un miasma que les escocía en los ojos. A su espalda oyó carraspear a DeVries, murmurar algo y escupir.
Desde algún lugar próximo, la urraca seguía chillándoles. Pero ya no volaba a su alrededor…, como si temiera acercarse demasiado al peñasco.
Larrabee siguió caminando hasta llegar a unos seis metros. Estaba lo bastante cerca para ver que la maleza había sido distribuida de forma metódica alrededor de la base de la roca. También algunas de las piedras más pequeñas habían sido arrastradas hasta aquel lugar y colocadas de manera que contribuyeran al camuflaje.
Hixon y DeVries se habían detenido un poco más atrás. En un semisusurro, DeVries preguntó:
—¿Ves algo, Ben?
Larrabee no contestó. Estaba tragando saliva a través de una garganta seca, y miraba con fijeza la oscura boca de una caverna de donde salía aquel fuerte hedor.
… ¿No os habéis preguntado nunca por qué ha habido tantas desapariciones sin explicación en las pasadas décadas? ¿Por qué fueron raptados tantos niños? ¿Por qué casi nunca se encontró el rastro de los desaparecidos?
¿No os habéis preguntado la razón de tantos crímenes sin motivo, muy superiores en número ahora a los de otras épocas, ni la razón por la que se dejan en lugares bien visibles los restos ensangrentados de determinadas víctimas?
¡Necios! ¡Necios y ciegos! ¿Quiénes creéis que son en realidad esos asesinos en serie…?
Todos miraban ahora la cueva, hombro con hombro, con los rifles apuntando a la abertura negra, conteniendo la respiración. El hedor a muerte parecía emanar de aquel agujero y formar parte casi tangible del calor diurno.
Larrabee rompió el silencio, gritando:
—Si está ahí dentro, será mejor que salga. Estamos armados Nada. Silencio.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó DeVries.
—Echaremos un vistazo ahí dentro.
—Yo, no. No voy a meterme ahí.
—No tendremos que entrar. Lo iluminaremos desde afuera.
—Sigue siendo demasiado cerca para mí.
—Entonces lo haré yo —dijo Larrabee, irritado—. Charley, saca la linterna de mi mochila.
Hixon fue a colocarse a su espalda, abrió la mochila y sacó la linterna de seis pilas que llevaba; la probó colocando delante la palma de la mano, para asegurarse de que las pilas funcionaban correctamente.
—Qué diablos —dijo—. Yo me ocupo de la luz. Tú eres mejor tirador que yo, Ben.
Larrabee se ató el pañuelo de forma que le tapara la nariz y la boca; así paliaba un poco la pestilencia. Hixon le imitó.
—Muy bien, adelante. Hank, tú mantén el rifle a punto y los ojos bien abiertos.
—Cuenta con ello —dijo DeVries.
Tuvieron que apartar la maleza para llegar a la boca de la cueva. Era mayor de lo que parecía a distancia, más de un metro de altura y unos ochenta centímetros de ancho, lo suficiente para que un hombre no tuviera que ponerse a cuatro patas y gatear para entrar. El brillo cegador del sol convertía la oscuridad del interior en un sólido muro negro.
Larrabee se apartó ligeramente a un lado, se llevó al hombro el Savage, y apuntó a la entrada.
—Adelante —dijo a Hixon—, enfoca ahí la luz.
Hixon encendió la linterna y exploró con la luz de las seis pilas el interior de la cueva.
Casi al instante, el rayo de luz reveló una forma voluminosa agachada, peluda, de ojos salvajes. La cosa emitió un gruñido solo semihumano y se abalanzó sobre ellos enseñando los dientes y con las manos engarfiadas como si fueran garras. Hixon dio un grito, dejó caer la linterna y se volvió para escapar. Larrabee disparó su rifle, pero lo repentino del ataque no le permitió afinar la puntería y el tiro salió desviado. El hombre-bestia saltó sobre Hixon y le derribó; con sus garras abrió una herida sangrante en el cuello y el hombro; luego se revolvió gruñendo contra Larrabee y saltó sobre él como un animal mientras Larrabee, luchando contra el pánico, introducía una nueva bala en la cámara.
No habría tenido tiempo de efectuar un segundo disparo si DeVries, que le cubría desde una posición retrasada, no hubiera disparado dos veces cuando el hombre-bestia estaba a mitad del salto.
La primera bala lo despidió hacia un lado, arrancándole un grito penetrante y lo derribó sobre la maleza; el segundo tiro salió demasiado alto y rebotó en la roca. Para entonces ya Larrabee se había repuesto y había tenido tiempo de apuntar su arma. Disparó a quemarropa sobre el engendro y le voló toda la parte izquierda de la cabeza. Aun así, era tal su rabia que cargó de nuevo el arma y, sin pensar, volvió a disparar, esta vez al pecho, reventándole el corazón.
Cuando se apagó el último eco de los disparos, el silencio se hizo tan doloroso para los oídos de Larrabee como si algo estuviese vibrando de forma molesta justo por debajo de su nivel de percepción. Su respiración se normalizó; acudió entonces con largas zancadas al lugar donde estaba tendido Hixon, retorciéndose en el suelo, con las manos apretadas sobre su cuello ensangrentado. DeVries corrió también hacia allí, con la faz pálida y cubierta de sudor. Iba diciendo «Dios mío, Dios mío» continuamente, como si rezara.
La herida de Hixon no era tan mala como les pareció al principio: mucha sangre, pero ninguna arteria interesada. DeVries tenía un botiquín de primeros auxilios en la mochila; Larrabee lo sacó, vertió antiséptico en la herida y la vendó con un poco de gasa. Hixon seguía paralizado por el shock, de modo que los otros dos cargaron con él hasta apoyarlo a la sombra en una de las rocas. Luego fueron a mirar lo que habían matado.
Era un hombre, de acuerdo. Un metro noventa, ochenta y cinco kilos, barba negra y cabello tan espeso y largo que le cubría las facciones. Uñas tan largas y agudas como espolones. El único ojo que le quedaba era castaño oscuro, y el blanco del ojo estaba tan surcado por venillas que parecía rojo. Pieles de distintos animales, burdamente cosidas, cubrían en parte el cuerpo musculoso; tanto las pieles como la propia carne del hombre, en los puntos en que aparecía desnuda, estaban cubiertas por una costra de mugre acumulada durante meses, o tal vez años. El hedor que despedía el cadáver era tan intenso que Larrabee sintió arcadas.
—¿Has visto en tu vida nada parecido? —dijo DeVries con voz ronca.
—No, y no deseo volverlo a ver nunca.
—Loco… Tiene que haber estado más loco que el diablo. La manera de salir de la cueva…
—Sí —dijo Larrabee.
—Te habría matado de no haberle disparado yo. A ti, a Charley y luego a mí, a los tres. Lo vi en sus ojos… Un condenado loco.
Larrabee no respondió. Después de unos segundos dio media vuelta y se alejó del cadáver.
—¿A dónde vas? —dijo DeVries a su espalda.
—Quiero ver qué es lo que hay dentro de la cueva.
Yo pertenezco a la antigua estirpe, que no es la más temible de entre Nosotros. Y me repugnan las cosas que me veo compelido a hacer; por esa razón quiero alertaros. La nueva estirpe… En ella reside el terror definitivo.
No todos somos iguales…
DeVries no quería entrar en la cueva, ni siquiera acercarse a la boca, de modo que Larrabee entró solo. Empuñó el Savage y la linterna, y avanzó a pasos lentos y cautelosos. No quería más sorpresas.
Tuvo que caminar agachado los primeros metros. Luego la cueva se ensanchó hasta formar una sala de cerca de dos metros de altura y no mucho más amplia que la celda de una cárcel. Dirigió la luz a las paredes, y al suelo: más pieles de animales, montones de huesos roídos que aún conservaban piltrafas de carne adherida, manchas y rastros de sangre por todas partes. Allí dentro habían muerto animales y allí habían sido devorados, Dios sabía en qué cantidades.
La pestilencia era tan fuerte que no pudo soportarla más que breves segundos. Cuando se volvió para salir, el rayo de luz de la linterna iluminó una especie de repisa natural en una de las paredes. Había en ella algunas cosas: un cabo de vela sujeto en pie por un pegote de su propia cera, lo que parecía un bloc de notas muy estropeado y otros objetos que no se detuvo a examinar de cerca. En un súbito impulso, tomó el bloc de notas por una punta y se lo llevó consigo al aire cálido y limpio del exterior.
Hixon estaba ya en pie, junto a DeVries, a veinte pasos de la boca de la cueva; aún parecía pálido y agitado, pero la expresión de estupor había desaparecido de su mirada. Dijo:
—¿Mal asunto, lo de ahí dentro?
—Tan malo como era de esperar.
—¿Qué has encontrado? —preguntó DeVries, mirando lo que sostenía Larrabee entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.
Larrabee lo miró entornando los ojos y apartándolo de su rostro, por el olor. Era un cuaderno de escolar, con espiral de alambre y las tapas rotas y sucias; las páginas del interior estaban casi negras de mugre y sangre seca. Pero media docena de ellas estaban escritas, con unos rasgos antiguos trazados a lápiz y apretando tanto que las palabras aún resultaban legibles. Larrabee se colocó de espaldas al sol para poder leerlas mejor.
… Creedlo. Creedme, yo soy la prueba.
Parecemos hombres. Caminamos y hablamos como los hombres, en presencia vuestra. Actuamos como hombres. Pero no somos hombres, creed eso también.
Somos el mal atávico…
Sin decir palabra, Larrabee tendió el cuaderno a DeVries, que emitió un ligero gruñido de disgusto al tocarlo. Pero leyó lo que había escrito en él. También lo hizo Hixon.
—Caramba, caramba —dijo Hixon, con cierto temor en la voz, después de leer—. Ben, ¿tú crees…?
—Es basura —dijo Larrabee—. Desvaríos de un chiflado.
—Claro, seguro. Solo que…
—¿Solo qué?
—No lo sé, es que… No lo sé.
—Vamos, Charley —dijo DeVries—. No habrás creído una sola palabra de esa mierda, ¿verdad? Una especie de monstruo…, un hombre lobo, ¡por el amor de Dios!
—No, es solo… Quizá deberíamos llevarnos esto y dárselo al sheriff.
Larrabee le dedicó una mirada dura.
—Y también el cuerpo, supongo… Lo arrastraremos treinta kilómetros con este calor, oliendo como huele y sangrando.
—No, eso no. Pero tenemos que informar de lo que ha ocurrido, ¿no? La ley dice…
—Un cuerno, dice. ¿Qué es lo que va a pensar todo el mundo? Tiene tres balas en el cuerpo, dos mías y una de Hank Saltó sobre nosotros desde el interior de una cueva; los tres teníamos rifles y él estaba desarmado. Nosotros lo convertimos en un colador. ¿Qué pensará la gente?
—Pero fue en defensa propia. El sheriff lo creerá…
—¿Ah, sí? No pienso correr ese riesgo.
—Ben tiene razón —dijo DeVries—. Yo tampoco estoy dispuesto.
—¿Qué hacemos entonces?
—Enterrarle —dijo Larrabee—. Y olvidar lo que ha sucedido.
—¿Enterraremos también el bloc de notas?
—¿Qué bloc de notas? —dijo Larrabee.
… Necios, necios y ciegos…
Cavaron la tumba para el loco que mataba ovejas y su loco testamento en la hierba, encima del peñasco. Cavaron hondo, casi dos metros, para que los predadores no pudieran desenterrarlo.