PAÍS RELATO

Autores

beatriz garcía sánchez

volver a enna

Qué infeliz paradoja domina mi vida, cautiva de un calendario eterno. Mi condena es singular, como yo misma… Pero sé que esta agonía terminará pronto. Sé que dentro de muy poco los días dejarán de correr en mi contra.
Madre, se ha vuelto necesario que escuches, que por una vez concedas a mis palabras calidad adulta, y que no te conformes divertida con ese ininteligible gorjeo infantil que se te antoja oír cuando me explico. Escogeré con cuidado los términos para expresar toda la impotencia que siento cuando mis palabras caen en el saco roto de tu soberbia. Mi voz se alza ahora y reclama para sí toda la atención que tan injustamente se la ha estado negando.
No es ningún secreto. Aquí, como en todas partes, las gentes tienen malicia, y aquí, como en todas partes, se habla con mezquindad tras las cortinas. Se señala con el dedo, se apuntan nombres, pecados y faltas, deslices… Traspasan los límites de lo verdadero, exageran los infortunios, se burlan de las desgracias. A veces son tan crueles… Pero aquí, como en todas partes. Por eso no te acongojes. De hecho ya no me afecta lo que se diga de mí a mis espaldas. Ni de mí ni de mi esposo, ni de mi padre siquiera.
No echo en cara a los espectros que hagan más llevadero su interminable pesar vertiendo de boca en boca rumores, a menudo con escaso fundamento. Comprendo que para muchos este sea un lugar abominable. Aquí ya no queda ni el consuelo de sentarse a esperar la muerte. ¿Cómo voy a recriminarles que pierdan el tiempo chismorreando y acusándose unos a otros de adulterios y de estupros? ¿Qué me importa a mí que se ofendan o que pierdan los papeles? Mi indiferencia ha alcanzado tal grado de perfección, que ya no me disgusto apenas cuando sorprendo a un imbécil noticiando con sorna los escándalos de mi padre. ¿Quién soy yo para juzgarles, bastarda venida a más?
Tampoco les reprocho que me insulten. Perra glotona, ramera incestuosa, hija nefasta, peor esposa… Tú eres la única, madre, que aún me llama doncella. Y no me hacen falta halagos. A mí me sobran encomios. Si se intuyen observados veneran mi semblante furioso, como si les fueran en ello los huesos. Y en cuanto se creen tranquilos malmeten a mi marido con cizañas ponzoñosas. No me preocupa, sé que aún me ama. No te sobrecojas, madre, porque admita que él me ama.
El único entre tantos chismes que quiebra mi nervio templado es el que describe lo hiperbólico de tu incesante llanto. Lo escucho allí donde vaya, y me sigue como un animal pegajoso que se me hubiera encariñado. Todos relatan tus cuitas, todos se piensan cronistas, y nadie escatima los detalles cuando me arañan la úlcera que has abierto con tus lamentos. Tanto daño que me causan, y aprovechan el desquite para partirme el espinazo de la conciencia hablándome de madres ausentes. ¿Acaso se arriesgan a enojarme con embustes imprudentes? No lo creo. A estas alturas conozco los ardides que dominas.
Enjuaga las lágrimas, madre, y si hace falta acércate un pañuelo al rostro congestionado por la rabia. Porque es rabia, sé que no es pena, lo que te encoje en el pecho el alma. Por eso es necesario que atiendas, para que comprendas por fin, de una vez, que el calendario me ha dado un vuelco.
Mentiría si sostuviese que no recuerdo mis pies descalzos en contacto con una tierra húmeda y blanda, caliente y llena de vida. Pero igualmente faltaría a la verdad si negase que confundo los colores y evoco aquellos años pasados como quien trae a la memoria la historia vivida por otro. No extraño las verdes praderas del edén, no añoro Sicilia y los lirios. Me hartaban mis hermanas, con sus estúpidos juegos, sus cantos empalagosos, su ingenuidad exasperante. Me harté de ser como ellas. Me harté de mi interminable pubertad. Hasta ahí no soy yo quién para desacreditar las líneas que recurren al soslayo impertinente cuando describen mi tránsito a estos parajes extraños.
La versión que en modo alguno consiento es la que circula de hocico en hocico y promulga que yo apenas opuse resistencia, que no chillé hasta perder la voz pidiendo la ayuda de cualquiera al que alcanzasen mis gritos, que no me arranqué las uñas tratando de clavarlas en las piedras cuando el suelo se resquebrajó bajo mis pies.
Tampoco tolero la infamia que dibuja incontinente y ansiosa a una hija malcriada más pendiente de calmar el apetito inoportuno que de compadecer a su triste madre dolorosa desde el rincón con cadenas de un oscuro calabozo. Y yo me pregunto, mamá, ¿qué hambre tan miserable se engaña con cuatro granos desabridos de una fruta medio seca?
Yo no probé entonces ni un bocado, yo no ignoré tu llamada, yo no hice otra cosa aquí abajo que llorarte y golpear las paredes con mis puños desgarrados en busca de una salida. Fui sangre y saliva y sal. Ni un resquicio de debilidad que achacarme. Nueve días de encierro y tortura, nueve de silencio y cautela. Sólo anhelaba infeliz la hora de volver a acurrucarme a la vera de tus faldas protectoras.
Sumida en la desesperación, sólo dejé de compadecerme de mí misma para hacerlo por las almas en las que me iba fijando. Sentí lástima por los soldados que arrastraban sus muñones sangrientos sin entender muy bien todavía cómo les había costado tan cara una guerra que nada les importaba, expulsados de sus vidas sin tiempo para enmendarlas, sin una oportunidad para despedirse. Regueros de color púrpura dejan constancia de su paso por todas las galerías. Los conflictos allí arriba marcan y engrosan las listas de los que luego aquí abajo se arrepienten de esas luchas. Ya no les importa perder el escudo. Pudieron tal vez abandonarlo cuando tuvieron la oportunidad, comprar otro, incluso rendirlo en un alarde de sensatez. Tan sólo les sirvió a estos pobres para que los llevasen encima hasta el agujero inmundo en el que ahora se les pudren los órganos. ¿De qué les valieron sus espadas? ¿De qué sus arcos y flechas? Que se oxiden bajo tierra, que los devore la herrumbre, que en el charco del combate se hundan vacíos los tahalíes e inútiles todas las vainas.
Me conmovieron también los padres que volvían la vista atrás, como si pudieran seguir cuidando a los hijos que quedaron desamparados en la superficie. No eres la única que ha perdido a un ser querido. Son multitud los que se preguntan qué habrá sido de su prole, quién arropará en la cuna a sus crías desvalidas. Y a los amantes que esgrimían en defensa de un imposible retorno todo el amor que sentían, les estallaban hechos trizas los despojos de sus pasiones nada más hacerse cargo de lo irremediable de su situación. Separados, acaso ya para siempre. A todos les duele algo suyo. Al hermano si es su hermana, al amigo el compañero, al alumno le duele el maestro e incluso al amo su esclavo.
De nada nos valen en este trance ineludible las doctrinas de aquel al que muchos llaman sabio, que afirmaba tan campante que mucho se preocupa en balde el que le teme a la muerte, ya que si la muerte es suya de poco habrá de dolerse, pues la muerte, si es la propia, nunca le duele a uno mismo, y la ajena sólo afecta porque se empeña el que queda en figurarse al ausente doliente como uno mismo. Valiente juego de manos, de palabras en este caso, con el que piensa el filósofo inconsciente, hábil ilusionista, borracho de silogismos, hacer callar a una viuda. Las razones del lenguaje no convencen al que sufre porque le falta un pedazo del alma que tanto amaba, porque ese dolor no se calma con falsas tautologías, ni con sofismas pedantes, ni con frases ingeniosas. Cerremos entonces la boca de muchos que tanto hablan. Ni doctores ni retóricos, ni políticos ni sacerdotes. Ninguno puede encontrar por mucho que la elabore una fórmula magistral que haga razonar al que se viste de luto. Que lloren las plañideras, que se lamente el que enciende la pira del que se marcha, que sus lágrimas se evaporen al contacto con las brasas en que se queman los cascarones que ya perdieron el aliento.
Sólo dos clases de hombres desafían el tormento que implica la muerte de un hombre. De un lado, los suicidas, maniacos extravagantes que pierden toda esperanza y desprecian su existencia poniéndola a disposición de los infiernos perpetuos. Del otro, los pocos afortunados que no tuvieron aún la desgracia de desprenderse de ningún amigo para entregarlo a las fauces de una hoguera redentora. Fortuna la suya efímera, pues solo con nacer se muere.
Los ignorantes que piensan que el tránsito ha de ser dulce debieran fijarse en la mueca del que agoniza entre estertores. Esa mueca es sólo una antesala, un reflejo, pálido y desdibujado, de lo que pronto le aguarda.
Como ya te he dicho, madre, yo he sido el taciturno testigo de todas las muertes posibles, de todas estas partidas sin adioses, sin abrazos, sin una promesa de vuelta, sin más contactos posibles. Todas han hecho mella en mí, pero sin duda fueron los lloros desconsolados de los recién llegados más pequeños, que resonaban incesantes en mis oídos, los que me derrotaron. Nadie en su sano juicio podrá contemplar nunca tan bárbara procesión sin que se le encoja el estómago. Avanzaban desorientados en la oscuridad, cegados por las lágrimas, con las mejillas escocidas y las palmas de las manos desesperadamente tendidas hacia lo alto, en busca de unas madres que ya no iban a acunarlos nunca más.
Y yo sin embargo me limitaba a observarlos desde una esquina, muy quieta, como si así pudiera cubrirme de algún modo, protegerme de las emociones con las que aquella cruenta estampa acuchillaba las retinas de unos ojos asustados. ¿Se asemejaba mi pose a la de una estatua indolente? Sólo un observador descuidado habría obviado el temblor en la barbilla, las pestañas empapadas, el pálpito agitado del pecho… Un observador descuidado, un narrador inconsciente, la palabra con punta roma y homicida del que es infiel a los hechos. ¿Tan arbitraria es la musa que insufla furor en el alma del poeta? A mí me ardían los padecimientos de los difuntos errantes como arden las heridas que se abren en la carne viva. Era, sencillamente, que en nada a mí me incumbían los ruegos que a todas horas emitían sus gargantas resquebrajadas. Pensaba que me eran ajenos. ¿Cómo iba a interceder por ellos si no era capaz de salvarme yo siquiera? No se dirigían a mí, y no hacía mal en ignorarlos, porque el culpable era otro.
¿No clamaban acaso, en el límite de la cordura, a aquel al que en vida se negaban siquiera a nombrar? ¡Que respondiera ante ellos! Maldije mil veces su raza. ¿Qué clase de tirano era el que se complacía en aquellos padecimientos? ¿A qué demente había consentido mi padre que me hiciera su consorte? Temblé imaginando al monstruoso señor de las profundidades. El futuro que me acechaba no podía ser más ingrato. Malvado engendro, que con razón no asomaba la cabeza fuera de su cubil. ¿Cómo iba a compartir las moradas resplandecientes de sus hermanos y hermanas? Mejor estaba entre sombras, escondido entre las grutas, escoltado por criaturas grotescas y malformadas. En la tierra y en los cielos, me repetía agriamente, nada pintaban sus bestias hipertrofiadas. Normal que huyera del día el señor de las tinieblas, normal que alguien tan funesto prefiriese la compañía de esos seres de ultratumba antes que la de aquellos que con su noble hermosura y dócil temperamento no harían más que resaltar, por sencilla comparación, lo infame de la sustancia que daba existencia a un regente despreciable. Convenían a una corte tan maligna las más abyectas aberraciones, a fin de cuentas, supuse, adecuadas a su dueño.
En el estómago un nudo, ante mis ojos el espesor que nubla la vista del reo cuando espera a su verdugo. Toda pánico escuchaba acercarse al Invisible. Agazapada en la esquina tiritaba cuando oía el chirrido de las puertas que se abrían a su paso. Puerta tras puerta. Cada vez más cercanas. El ritmo del paso continuo, inexorable, me anunciaba la llegada. Se detuvo sólo un poco antes de entrar en la habitación. El tiempo justo para llevarme las manos a la garganta y tomar con fuerza el aire tan necesario para no perder el conocimiento. Cuando lo tuve ante mí, el miedo me atenazó de tal forma que ni siquiera me vi capaz de reunir fuerzas suficientes como para levantar la cabeza y enfrentarme a su mirada. Yo era la doncella en la que había depositado sus esperanzas y me estremecía la sola idea de conocer su rostro.
La decepción, una y otra vez. El desaire ante el anhelo cansado del hombre que agota sin poner empeño las pocas cartas que aún reserva, como el viejo que desecha los sueños baldíos de entonces, de ayer que ya será nunca. Y no por ello dejaron de salpicar mi prisión las visitas yermas de aquel cuyo nombre también has prohibido se mencione en tu presencia. No lo pronunciaré, acato la voluntad que atesoras, pero reclamo el derecho que ostento de hacerte admitir que a día de hoy es mi esposo. Lo fue, al principio a la fuerza, sometida como estaba no supe encontrar más remedio. No acierto a discernir ni aún ahora que el tiempo ha desempañado mi entendimiento, si acaso fue su insistencia, acaso mi cobardía, tal vez un tierno brote de mala hierba que me nacía en las entrañas. Pero la verdad es que ni el más grande entre los poetas, haciendo el mayor alarde del dominio de su verbo, podrá nunca jamás, ningún día, referirte el sufrimiento con el que, resignada a mi suplicio, accedí a formar parte de tan melancólicos esponsales.
Los honores que me aguardaban eran castigos a mi modo de ver, y de buena gana habría declinado la invitación a tomar asiento en el trono de ébano que me habían reservado. Sencilla y alejada del boato de una corte, no tenía aspiraciones de gobernanta, y mi educación, natural, impedía que pudiera seducirme la idea de impartir justicia desde una posición tan incómoda para mí. Fueron mis primeros pasos en aquel palacio de mármol negro torpes como los de un salvaje a quien por vez primera hubiesen calzado a la fuerza para hacerle caminar. Me faltaban decisión, soltura y saber hacer. Cuando debí prestar atención a la defensa de los recién llegados, me entregaba a otros pensamientos, a ratos me invadía la añoranza de tus besos, a ratos me evadía recordando las caminatas por la orilla del mar… Qué desalmada señora, la que ignora displicente el lloro del suplicante. Es posible que fuera entonces cuando me ganase la injusta fama de intransigente.
No insistiré una vez más. Hasta este punto declaro con la frente alta y henchida de orgullo mi inocencia. Ahora prepárate, madre, para cambiar de registro, para ensuciar mi estampa en tu retina, para maldecir y escupir en mi nombre y dar por malgastada hasta la última gota de sangre en la que vine bañada a tu mundo. Prevenida quedas, mujer, pero ya te dejo advertido que todo preparativo será escaso para enfrentarte a este duelo.
A medida que aceptaba el destino, infausto e inevitable, despertaba en mí la curiosidad, bendita debilidad de hembra, que a pesar de su mal nombre tantos bienes ha engendrado. ¿Quién se atreve a rebatirme que es el deseo de conocer el que mueve a investigar, a explorar nuevos caminos, a abrir senderos donde no los hay, a arrancarle al mañana lo que el presente nos niega? Dichosa curiosidad, la que me hizo levantarme en busca de las respuestas. Por vez primera en todo mi encierro anhelaba algo aparte de huir. Quería saber dónde estaba, cuáles eran los confines de aquel mundo, qué montañas escarpadas dividían sus valles, qué clase de bestias guardaban sus puertas.
Recorrí cada rincón dispuesta a aprenderlo todo. Falta de más compañía, paseé mi soledad por las orillas de dos lagos y cinco ríos distintos, y no cesé en mi empeño hasta que el polvo de las cenizas cubrió mis pies rendidos y volví sobre mis pasos, tan cansada que, vencida por el sueño, no me acordé siquiera de llorar también esa noche, y nada más desvestirme caí desfallecida sobre mi cama, como cae una piedra al agua. Paradójicamente desperté a la mañana siguiente como quien lo ha llorado ya todo y se siente por fin en paz.
Y en paz proseguí mi deambular de uno a otro lado, y me cruzaba no pocas veces con un anciano sirviente, que nunca me racaneó el saludo. Me cayó en gracia el buen hombre, escuálido y seco como las ramas de un sauce muerto, envuelto en una túnica gris raída que apenas disimulaba lo huesudo de su estampa. Incansable en su tarea, giraba con destreza el remo a pesar de que sus articulaciones hinchadas delataban que el reuma se lo comía por dentro. Terminé conversando con él y tomándole gran afecto. Mi amigo el navegante, le decía yo para dibujarle una sonrisa de dientes descascarillados. Él a cambio endulzaba mis horas divagando acerca de cuestiones probablemente banales, pero que a un intelecto adolescente como era el mío le servían para ocupar horas con descabelladas elucubraciones —me frustré tratando de demostrarle la superioridad del más veloz frente a la tortuga, y tuve que darme por vencida.
Mi viejo amigo ha viajado con todos los hombres que alguna vez fueron alguien, pero también con los que no lo fueron. Por eso es sabio y paciente. Porque ha tratado con el dios y con el mendigo, con el mercader y con el filósofo. Y a ninguno le ha negado una palabra de aliento, por imperdonables que fuesen sus crímenes. Te enriquecerán los consejos del aliado bondadoso, pero sería estúpido desdeñar todo cuanto puedas aprender del avispado asesino, me advirtió sin dejar de mecerme en la barca.
Y en paz entendí que sorda y muda allí no serviría de nada, y me dispuse a preguntar y a liberarme de mi otrora encantadora timidez. Le pregunté a las almas de los que aún recordaban, y algunas compartieron conmigo unos instantes de sinceridad. Otras, las más, temerosas del castigo que fueran a recibir por sus pecados, prefirieron callar, como si con su silencio pudieran borrarlos o al menos ocultármelos. Después me dirigí a las de los héroes, admirada y agradecida por escuchar de sus labios fidedignos las aventuras que otros, quizá sin mala intención, habían distorsionado. Por último quise oír los alaridos de los condenados, sin remilgos, deteniendo su tormento el tiempo justo para interrogar a los pobres desdichados que cargan con sus culpas por toda la eternidad, víctimas escarmentadas de los más irónicos suplicios.
Tengo que admitir, madre, que poco a poco, a medida que iba abriendo los ojos, atisbaba entre los pilares volcánicos de este mundo los destellos ambarinos de mis profundas cavernas, hipnóticos torrentes de lava, sulfurosos paisajes míos. Entretenía la incertidumbre distinguiendo entre la marea de sombras al sabio del alcornoque, a la libertina de la mojigata. Recorrí las galerías de un universo distinto y sublime. No pude perder detalle. Me hipnotizaban los brillos bermejos que iluminaban los precipicios infinitos y las paredes de cuarzo. Los abruptos abismos que se abrían a cada paso tentaban con sus misterios mis ansias de indagaciones. Podía pasarme las tardes embobada con las brasas que brotaban en cascadas desde lo alto de un cráter. Créeme cuando te cuento que nunca jamás allí arriba imaginasteis nada tan bello. Escapa a los intelectos de brujas, dioses, hombres. No existe mente ninguna capaz de concebir por sí sola la perfección de este dominio subestimado.
Recostada boca arriba, guiada por el navegante, contemplé embelesada los juegos de luces que las llamas caprichosas proyectaban en la bóveda, lejana y majestuosa, que inmensa nos separaba del que una vez fue mi mundo. Despreocupada me incorporé y dejé que mis dedos rozasen las aguas pacíficas de la laguna. Le pregunté a mi pobre viejo si me podía enseñar más rincones llenos de magia como aquel, o contarme al menos alguna historia digna de ser escuchada. Se apoyó en su remo y dudó unos segundos, probablemente adrede para mantenerme en vilo. Entonces dio comienzo a su parlamento. Era una historia acerca de la victoria, de la venganza y la desazón. Era una tragedia enorme, sobrada de sangre y brutalidad. Me habló de un padre sanguinario, de una guerra encarnizada que duró más de diez años y de un joven valeroso que, infiltrado tras las líneas de las armas enemigas, cambió el curso de la última batalla.
Fascinada por el relato le rogué que prosiguiera, deseosa de conocer su destino, segura de que aquel héroe al que me figuraba estrechándome en sus brazos habría alcanzado la gloria como justa recompensa. El viejo me desengañó. En lugar del merecido reconocimiento, al bravo desventurado le había tocado en suerte el destierro en el más inhóspito de los lugares que hubiera podido soñar. Así se vio castigado, repudiado por los hombres, arrojado al ostracismo.
Me sentí conmocionada, y me sacudió como un latigazo la absurda idea de encontrar la suya entre la muchedumbre de sombras. Sin reparar en lo inapropiado que resultaba tan repentino interés viniendo de una mujer desposada, me empeñé en que el barquero rebelase el paradero del desconocido. De alguna manera el relato, como si de un conjuro se tratase, me había prendado de un guerrero formidable a pesar de no haber cruzado ni una mirada con él. Me apetecían sus labios, sucumbir a sus caricias, rozar siquiera sus manos, espiar tras las columnas… Quería saber que existía, cuidar de él, protegerle. Que fuese mi favorito, que supiera que lo amaba. O que lo intuyese al menos. O que lo ignorase si era menester. Necesitaba más que ninguna otra cosa mirarle tan solo un instante a los ojos, memorizar sus rasgos, sus gestos, hacerlos míos para poder deleitarme en su recuerdo cuando a mí se me antojase. Grabar en mi cabeza atolondrada una imagen suya en que poder recrearme.
Dicen que no hay amores más desatados que aquellos que son ideales, amores en los que, a falta de un conocimiento certero del ser que es por otro amado, se sustituyen los huecos que deja tanta ignorancia con virtudes añadidas por la fantasía del amante, talentos y encantos que adornan solo en su mente al objeto de las pasiones, dando forma así a un «constructo» que en la realidad no existe. Por eso son los amores más puros y más perfectos. Amores irrealizables que al descender al plano de lo real pierden mucho de su encanto. Pasado algún tiempo del trance, prefiero pensar que el sirviente de mi carcelero no tuvo en cuenta estas enseñanzas, que él mismo tuvo a bien transmitirme, cuando sembró en mi corazón el germen de una pasión desmedida.
El rubor en mis mejillas y el ardor de mi insistencia no debieron dejarle ni un resquicio de duda al viejo, y por un momento temí que denunciase ante su señor mi deslealtad. No me preocuparon las represalias que pudiera tomar hacia mi persona, pero me estremecía al figurarme las mortificaciones a las que sometería al pobre desgraciado del que yo había tenido a bien enamorarme. Consciente de la imprudencia cometida, traté de incorporarme para implorar misericordia, y en lugar de un gesto reprensor, me topé con su mano huesuda extendida sobre mí, señalando con el índice a mis espaldas. Incrédula me giré para observar con desconcierto el palacio que se alzaba en la loma nebulosa, sin comprender todavía lo que intentaba indicarme el viejo. Con su voz hueca y quebrada susurró sólo una frase. Acaso no sea un hombre, acaso habite entre muertos sin ser él uno de ellos.
Algo turbada aquel día, le rogué que retornásemos antes de lo habitual, y al hacerlo resultó que me sobró más de media tarde para darle vueltas al asunto, mientras rondaba intranquila los salones ocupados por un marido cuya presencia eludía. Aunque de buena gana, si no me lo hubiera impedido mi innata cobardía, habría irrumpido en su estancia para preguntarle cara a cara si es que él consideraba que la infelicidad le otorgaba el derecho de actuar despóticamente, sin medir las consecuencias que sus decisiones acarreaban a los demás. Y sin embargo, ¿no es verdad que entre dos héroes, tan grandes como dos dioses, el difunto advierte al vivo que es preferible servir como mercenario a cualquier otro antes que ser el señor de los muertos que han perecido?
Donde nunca existió el alba ni alumbraron los rayos solares una mañana, poco importa que llegue la noche. No obstante me estremecí cuando llegó la hora de retirarme a descansar en la soledad de mi alcoba, abandonada como me sentía, intocable a los ojos de un príncipe tantas veces rechazado, recluso también de su reino, abnegado soberano. Sola como me encontraba, aprendí a compadecerme del que estaba también solo, y a fuerza de compasión expulsé el odio de mi corazón.
Limpia entonces de rencores, miré a los ojos del Invisible, y no vi en ellos crueldad. Ignora, madre, el retrato que de él han divulgado. Se confunden los poetas que describen feroz a quien sólo alberga amargura. Mienten aquellos que ofrecen al mundo la imagen desfigurada de unas manos deshonestas hincándose como garras en las carnes de mis muslos pubescentes. Sus bronces son pura calumnia. Lo forzado les conviene para refocilarse en su talento, y por ello presentan rijoso y ceñudo al único digno y correcto de una estirpe libertina. El cincel que labra el mármol no entiende de amores consentidos, y el escorzo violento de un rapto favorece al que pretende desplegar todo su arte engolado.
No hagas caso a los que tachan de déspota al que es riguroso, de inclemente al que mantiene con puño firme el necesario equilibrio, al que sin rechistar desempeña inexorable la más ingrata tarea. Han olvidado que es imparcial, que recibe al que solicita audiencia y aconseja con juicio calmo y sereno. He sido testigo de su benevolencia, incluso de su generosidad si la ocasión lo requiere. Piadoso delfín del tiempo, silencioso justiciero que doblega mi defensa con un suspiro. ¿A quién recurren, si no es a él, los que han perdido la esperanza? Es el último recurso del desahuciado, el único que tiende la mano al moribundo, el anfitrión por excelencia.
Este es ahora mi feudo, estas resonantes mansiones son mi casa. Esta es mi cama y esta es la mesa en que como. Este, madre mía, es el trono en el que ostento el poder sobre los espectros que pueblan todo mi mundo. Estos son mis súbditos, estos que antes lo fueron tuyos y de mi padre, y que ahora nada ya os deben. Y yo, yo soy la que lleva la muerte, yo, la que ha hecho suyo el ardor que encierran las profundidades. Yo, que me sorprendí amando mi hogar casi al tiempo que admitía, como quien no quiere la cosa, que nunca es casual la polisemia. Y tú has vetado Su nombre.
Tantas revelaciones, que se condensan en una, no deben alterarte, madre. A mí se me hacen lejanas. A mí nada ya me sorprende. Toma ejemplo de mi aplomo y recapacita sin dejar que un aspaviento deshonre la divina serenidad que a ti tanta falta te hace.
Comparto contigo estos pensamientos, el recuerdo de mi vida, y lo hago sin bochorno. No tengo de qué avergonzarme. Yo ya no respondo ante nadie, no es de recibo en la reina de todos los hombres y dioses, de las quimeras y monstruos que han poblado cualquier tierra, cualquier isla, cualquier mundo, cualquier mar, cualquier río, cualquiera que nazca y que enferme, cualquiera que tema a la muerte. Y aún yo debo someterme ante un desatino tremendo…
Me consta que ahí arriba todos dan por seguro que fue al fin mi padre, quién si no, el que, cansado de tus chantajes, intercedió ante su hermano para calmarte, y no me habría extrañado. No me coge de nuevas lo tozudo de tu genio ni lo extremo de tus métodos. Eres exagerada y caprichosa, colérica como una diosa. Exiges tributo y lo obtienes. Bien. Aunque ahora ya debes sospechar que no fue el hambre, sino más bien la frustración, lo que me llevó a tragarme mis cuatro raquíticos granos, pobrecitos. Un banquete entero habría devorado si no me hubiera apartado con resignación la mano juiciosa de mi amante. Honesto amante, poderoso y dador de fortunas, de bienes incalculables. Y aún los hombres rehúsan rendirle culto. Prefieren tratar con honores a la madre encabritada que retira sus necesarios favores a los pobres inocentes por un contratiempo que en nada a ellos concierne. Y tu yerno preocupado prescinde de cuanto ama con tal de arreglar el entuerto. Juiciosa y clemente a un tiempo, su mano en mi mano impide que yo desate mis iras.
Puedes quejarte cuanto desees. Mi padre, el señor de lo efímero, de lo fugaz, de un viaje que no por más preciado deja de ser puro tránsito hacia las tierras del para siempre, mi para siempre, me llevará hecha un ovillo a este exilio en los campos de Enna, en tus campos, y te regalará mi añorada compañía como quien obsequia un jarrón para que adorne un palacio desangelado.
Disfruta aún que puedes el provecho que te ofrezca mi presencia arrebatada, que yo no puedo apartarme de tu regazo abundante. No hace falta que me ciñas con tus rotundos brazos, porque no tengo dónde ocultarme. Acaso en un fútil intento por aturdir mi díscolo arbitrio, estrechas tus lazos alrededor de mi cuello con la intención de retenerme, pero tan sólo asfixian mi ánimo y me adormecen, felizmente me aletargan y medio inconsciente resulta sencillo evadirse y acurrucarse en la memoria preciada. Allí en tus prados no hay más de mí que un cuerpo desidioso. ¿Por qué insistes, madre torpe, madre que no ves ni un palmo más allá de tus narices? Me hastían tus colinas frondosas y tus prósperas espesuras. Me disgustan los pasatiempos que te empeñas en presentarme con tanto afán como antaño. No te molestes en intentar hacerme más llevaderas las tardes. No volveré a arrancar flores ni a componer con ellas ramos para engalanar tu alcoba. No volveré a colocarte pétalos en la diadema ni jazmines en el peplo azul. Y deja ya de preguntarme si no echo de menos los rayos delatores del sol, porque me hiela la sangre en las venas la gélida luz del día.
Ni tú ni mi padre podríais hacer nada para evitar que allí arriba las primaveras me pasen lentas como si cargase con el cielo plomizo de abril sobre mi espalda, mientras que aquí abajo los días del calendario se me escurran entre los dedos, lúbricos como son todos, mojados con el sudor que empapa mi piel bajo sus dedos. Pero a tal grado ha llegado mi ansia de incesto y lujuria que, alégrate, madre, el calendario y la lógica se han vuelto del revés, y cada día que paso contigo me es grato y me reconforta, porque algo en mí ya advierte que es un día menos que me falta para volver a ser dueña de mis propios derroteros, para volver a ser ama, para erguirme poderosa como corresponde a mi rango, para olvidarme del tiempo en que soy de nuevo una niña sujeta a tus inclemencias.
Cerrar los ojos al final del día en Enna no es tan terrible ahora. Lo terrible, madre hermana, es cerrarlos aquí abajo, aquí sí me niego a dormirme. Aquí sí que espanto si puedo al gemelo de mi auxiliar preferido, y me empeño en no dormirme, en no dejar escapar ni una hora cuando todas son de dicha, de placeres exquisitos. Aquí, donde mi amado y mi reino son uno. Y en mi reino yo soy reina, y soy útil a los míos. Aquí yo soy por fin yo, y poco me importa que arriba nos injurien como siempre, y proclamen lo despiadado de mi gobierno quienes nunca aquí vivieron.
Pero allí, madre, allí en Sicilia, cada jornada que me robas acaba por convertirse en un día menos que me falta para ofrecerme a tu hermano detestado y hacerme mujer entre sus sábanas, para crecer y ser servida, y servir a otros y servirme yo, que me basto. En los valles solo me resta la esperanza de que algún día de esos que ya corren en tu contra, te vuelvas hacia mí y me veas, y comprendas que es enfermiza esta porfía, que nadie gana en la disputa que todavía mantienes. Tu niña virgen ya no regresará nunca. Restaura ahora que puedes el recuerdo de la hija que antaño te acompañaba, pero entiende que es sólo recuerdo, y que ahora retienes a otra que poco conserva de aquella.
No me obligues, madre. Nunca. No puedo volver más a Enna.