Toda la noche estuvo soplando el viento del Norte. Hizo temblar las puertas, batió los postigos mal cerrados y aulló largamente sobre las azoteas y en las callejuelas retorcidas del pueblo costero. Cuando a la mañana salí del mesón, tras una noche de insomnio, nubarrones muy bajos entoldaban el cielo, y toda la bahía era una inmensa caracola donde resonaba la furia del mar.
Por una calleja muy pina, pavimentada con puntiagudos guijos, descendí hasta la playa. Sobre la arena estallaban las enormes olas con horrísono estruendo. Las barcas habían sido apartadas hasta muy cerca de las primeras edificaciones; y los desocupados marineros charlaban en grupos, con la mirada perdida en el alborotado mar, y la pipa humeante sostenida entre las mandíbulas apretadas.
De la crestería de los montes lejanos llegaban ráfagas de viento que lanzaban sobre mi frente más de una rociada de lluvia fría. Me subí el amplio cuello del gabán para protegerme el rostro de aquella helada humedad, y emprendí mi camino poco menos que temblando.
La casa de los Landero estaba en el extremo opuesto de la bahía. Para llegar a ella había de recorrer el sendero que, entre marismas y matorrales, según la línea curva de la playa. Anduve a paso muy vivo, y no tardé media hora en llegar desde un cabo a otro de la ensenada.
El enorme y viejo caserón estaba edificado sobre el promontorio que cerraba la bahía por aquel extremo. El oleaje lamía día y noche sus recios muros, y cuando el mar se encrespaba, la espuma de las olas salpicaba los ventanos más altos dejando en los cristales churretes oleosos.
Hacía más de tres años que Ramiro Landero residía, solitario, en aquel apartado caserón. Era el último vástago de una familia opulenta, y había heredado, con las riquezas amasadas durante largos años por sus ascendientes remotos, todas las supersticiones y monomanías que suelen propagarse entre gentes dilatadamente desocupa das. Su congénita misantropía, exacerbada en los últimos tiempos, que vivió en la ciudad, le había impulsado a condenarse a tal apartamento. No hubo —por lo menos yo no la conocía, y fui su más allegado amigo— una causa material e inmediata que determinase aquel cambio de residencia. Más que otra cosa alguna la motivó el terror que producía en Ramiro la inquietud de la vida social; se había dejado vencer, por su natural timidez —tara de su carácter— y aquel innato miedo a la vida que ya en los años de su juventud le obligaba a pasar horas y días en el encierro de una estancia donde no llegasen los ruidos mundanales.
En la época en que ocurrieron las cosas que os digo, Ramiro no contaría más de veintinueve o treinta años, pero su melancólico carácter le había imprimido en el semblante rasgos de exagerada madurez. No deduzcáis por lo que os voy contando, que se trataba de un muchacho reflexivo y que buscaba la soledad para entregarse a fecundas lucubraciones cerebrales. En rigor, puede afirmarse que Ramiro Landero no meditaba jamás, y si añado que se mostraba también extraño a la fruición sensorial, indiferente a las bellezas del mundo y a la existencia moral y materia] de sus semejantes, comprenderéis cuán angosto era el mundo espiritual de mi pobre amigo. Para terminar con esto, os diré que su actividad en esa esfera se reducía a forjar disparatados ensueños, a nutrir supersticiones y a interpretar místicamente las oscuras emociones que despertaban en su alma lo desconocido y lo irreal. Para eso, para lo subconsciente, la sensibilidad de Ramiro Landero era de una finura y de una vivacidad morbosas.
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Cuando llegué a la casa estaba yo aterido. Raimundo, el viejo mayordomo, me acogió con sincera alegría, y entre plácemes y saludos me condujo hasta el salón, donde Ramiro, sentado en un butacón de cuero y con los pies junto a los leños que crepitaban en el hogar, leía una novela terrorífica. Estoy seguro de que mi llegada le produjo un intenso júbilo, pero no lo expresó en modo alguno, porque él no sabía expresar semejantes emociones. Lo encontré notoriamente avejentado, y se lo dije sin paliativos.
—El ostracismo, Ramiro, no te sienta bien. En la ciudad estabas más lucido.
Él disponía para ocasiones como aquella de una sonrisita de conejo intensamente expresiva de su timidez. Viéndole sonreír con los ojos asustados, la barbilla aguda y saliente, lacios mechones de cabello pajizo colgándole por encima de las orejas, y la boca prieta y curvada, con las comisuras apuntando a lo alto, me acometió el demonio de la risa. Ramiro hasta en lo físico era un singular personaje. Tenía estatura escasa, menguada complexión y facciones alargadas y cenceñas. Cuando pretendía mostrarse alegre y locuaz, descubría la endeblez de su ánimo. Y en cambio, su expresión de seriedad resultaba en muchas ocasiones impresionante. Contrastaban la blancura de su tez y el color de estopa de su cabello, con el intenso negror de los ojos, que a veces sabían observar con una fijeza alucinada e inquietante.
Estreché su mano blanducha, y lo obligué a sentarse de nuevo. Yo lo hice en un escabel, para estar más cerca de la fogata del hogar. Ni siquiera me quité el gabán. El frío y la humedad me habían penetrado hasta los huesos.
—Llevaba tres años sin verte, Ramiro. Y ya tenía ganas de conocer tu retiro y de saber si es definitivo tu alejamiento del mundo y de sus pompas.
—Mi vida aquí sería tranquila y agradable —repuso él—, más tranquila y agradable que en ningún otro lugar, si no fuera por ciertas razones.
La frase tenía su gracia.
—¿Cuáles son esas razones? —pregunté.
—Maleficios. Encantos y maleficios que pesan sobre esta comarca. ¡Suceden cosas tan maravillosamente inexplicables para el vulgo ramplón...!
Estaba viendo a un Ramiro transfigurado por su entusiasmo y su absurda fe supersticiosa. Fui a expresar mi asombro, pero la entrada de Raimundo me lo impidió. El mayordomo me sirvió una taza de humeante y oloroso café, y dejó ante mí, sobre una mesilla, la pequeña cafetera de plata.
—El señorito podrá servirse dos o tres tazas más.
—Gracias, Raimundo. Los años transcurridos no te han hecho olvidar mis preferencias.
—Al señorito en esta casa se le recuerda siempre mucho.
Añadió unos leños al fuego mientras yo saboreaba la cargada infusión.
Y cuando el viejo servidor se enderezó, yo hubiera jurado que en sus ojos había un brillo de lágrimas.
* * *
La siguiente mañana, el sol asomó su cara rubicunda entre jirones de nubes negras. El temporal de mar no decrecía, ni menguaba la furia del viento, pero decidí recorrer los aledaños del caserón, porque la sola compañía de Ramiro y de Raimundo y su mujer no constitutían, en verdad, una diversión muy atrayente.
Desdeñé la umbría ladera cubierta de pinar que respaldaba el promontorio, y me dirigí a la no muy feraz llanura extendida en torno del pueblo. Allí era el vendaval más soportable, y el sol recalentaba la tierra con ese cálido fulgor de que hace gala después de las tormentas.
Anduve a la ventura, siguiendo los senderos que se alargaban por la llanada y subiendo a veces a los romos cabezos, desde cuya cima podían otearse las distancias. En la falda de un cerro pedregoso encontré un cobijo natural, donde decidí descansar antes de emprender el regreso. Era un roquedal de bastante altura, que resguardaba de los vientos norteños un rincón de la ladera en la que el sol derramaba generosamente su lluvia benéfica. Me senté en el suelo, cara al mediodía, y tomando por respaldo el redondo peñasco. Mientras fumaba un cigarrillo, estuve contemplando la inquieta superficie del mar. Inmensas olas se encrespaban y rompían moteando de espumarajos blancos la extensa planicie gris.
Estuve allí largo rato no muy divertido en verdad. Y ya me disponía a abandonar la rinconada, cuando percibí los pasos de alguien que caminaba cerca de mí. No tardó en llegar donde yo estaba. Era una mujer. Al verme pareció muy sorprendida, y la contrariedad que demostró me hizo comprender que mi presencia había desbaratado sus propósitos. Me puse en pie, y traté de impedir que se alejara.
—Debo de haberme apoderado de un lugar al que sin duda tiene usted más derecho. No quisiera molestarla.
—¡Oh! ¡De ningún modo! —dijo sonriendo gentilmente—. No creo tener ningún derecho especial sobre los rincones protegidos del viento. Me sorprendió verlo porque este lugar no suele estar muy concurrido. Pero le aseguro que no me molesta en absoluto su presencia.
—Lo agradezco mucho. A decir verdad, también su llegada me ha sorprendido a mí. Había creído que estos parajes eran mucho menos agradables. Anoche me estuvieron hablando de apariciones y cosas maravillosas. Y veo que son ciertas, pero increíblemente gratas.
Rio muy suave y dulcemente. Yo me callé contemplándola a mi gusto, mientras ella buscaba lugar donde sentarse.
Era verdaderamente una real moza: de aventajada estatura y complexión algo más recia de lo que a una esbeltez juncal convenía. Su tez tenía un blancor lechoso; sus ojos, un iris de agrisado azul; su rubia melena, colgante hasta los hombros, un matiz de oro mate. Le surgía la risa, audaz y francamente, de una boca grande que dejaba ver entre los labios gordezuelos una hilera de dientes firmes y blanquísimos. Causaban sus modales una impresión de firmeza, de seguridad en sí misma, acaso de audacia y de sensualidad. Era una hermosa mujer, pero me confesé interiormente que para convenir con mi arquetipo de belleza femenina le sobraban robustez y decisión y le faltaba delicadeza.
Comprendiendo que no deseaba interrumpir nuestro accidental cambio de palabras, me presenté como huésped de la casa Landero.
Creo que al escuchar el apellido de mi amigo, pasó por sus labios una sonrisa despectiva.
—Soy Clara Fajardo —me contestó—. Vivo con mis tíos en una quinta muy cercana, y conozco a Ramiro, aunque en realidad ser su amiga me ha deparado disgustos sin cuento.
Hice un ademán de asombro, pero no le contesté.
—Existen gentes estúpidas —añadió—, que no pueden vivir sin tramar diariamente pequeñitas calumnias que acaban por malbaratar una reputación. Y eso quieren hacer conmigo las gentes del pueblo. ¿Sabe usted de qué me acusan? De que yo alimento las supersticiones de Ramiro. Y le aseguro que no me han preocupado nunca las boberías de ese hombre.
—Ramiro es un sensitivo —objeté yo—. Vive embargado por indescriptibles emociones. No es muy apto para la vida social, pero es un hombre bueno, y hasta un excelente amigo cuando se consigue romper la barrera de hielo de su timidez.
Volvió a reír.
—Cuando se posee voluntad y un cuerpo sano —replicó levantando los ojos y mirándome con paladino orgullo de sí misma— se goza amplia mente la vida. La sensibilidad, la timidez y las emociones no me parecen más que ridiculeces. Los débiles y los sensibles, que no saben luchar por conseguir un puesto preferente, están condenados al fracaso. El mundo es para los fuertes, no para los que se atormentan con sensiblerías románticas...
Se calló, y frunció el ceño. Debía de experimentar la impresión de haber hablado con demasiada fluidez y sinceridad. Creo que estuvo durante un buen rato pesarosa por ello. Pero a mí me estaba interesando lo que decía.
—¿Y no cree usted —dije— que poseer un cuerpo sano y gozar ampliamente la vida constituye un ideal muy alicorto?
No contestó más que con un ademán de indiferencia, porque no sentía ningún deseo de proseguir aquella charla.
—Creo que por ser este nuestro primer encuentro —comenté—, hemos acometido un tema de demasiada altura. A mí me resultaría más grato hablar de usted.
—De mí estuve hablando —repuso.
Y era verdad. Aquella mujer hablaba siempre de sí misma.
«El ave marina» era un cafetín situado en un extremo del pueblo, allí donde la plata se transformaba en roquedal abrupto y desgarraba bárbaramente los blandos labios del mar.
En el destartalado local me tuvo bloqueado casi toda la tarde la lluvia persistente. Me da la charla de la gente marinera, y como la enorme estufa encendida en el centro de la sala caldeaba el ambiente, me acomodé muy a gusto ante una mesa de madera pintada, junto al ventanal, por cuyos vidrios podía contemplar las aguas enfurecidas y el vuelo majestuoso y lento de las gaviotas.
Un marinero patilludo y locuaz, de rostro expresivo y móvil, me entretuvo largo tiempo con la narración de las patrañas comarcales. Él, como sus embobados oyentes, tenía la imaginación plena de inverosímiles fantasías y de historias espeluznantes. Les oí hablar de la mujer encantada del peñascal, que solo aparecía en noches de plenilunio con su alba vestidura de espectro; de trasgos y sirenas; de las repugnantes hechicerías de la bruja pueblerina, cuya luenga nariz husmeaba en el sagrado de todos los hogares; del hombre perro y de la cabeza cortada que muchas noches de borrasca las barcas pescadoras se encontraban flotando en las agitadas aguas. También fue aquella la primera vez que oí de labios humanos una mención de la casa de piedra. Pero aquellos hombres tan duchos en ensartar supersticiones y cuentos de aparecidos, tan familiarizados con la burda mitología local, se refirieron con titubeante inseguridad a aquel caso maravilloso, del que ninguno de ellos poseía informes preciso». Mis preguntas fueron vanas. La de la casa de piedra no parecía ser una superchería popular, sino la romántica alucinación de algunos espíritus escogidos.
Cuando al anochecer cesó la lluvia, se inició la dispersión de aquella tertulia improvisada. Yo salí del cafetín con el marinero locuaz y patilludo, quien manifestó ilimitada admiración al enterarse de mi propósito de llegar, caminando a lo largo de toda la bahía, hasta el caserón de Landero.
La luz era ya muy escasa, y el frío húmedo y pegajoso nos hacía tiritar. El hombre vino conmigo hasta la salida del poblado.
—No es noche para andar a solas por la playa —me dijo—. Más le valdría quedarse en el mesón.
Estaba tan seriamente alarmado, que me obligó a sonreír.
—Como no es noche de luna —le objeté bromista— no es fácil que, salga a mi encuentro la mujer de la vestidura blanca...
—Pero a veces —me interrumpió él con una gravedad imponente—, en noche de temporal como esta, no es de extrañar que las olas arrastren por las arenas la cabeza cortada. Y si su larga cabellera se enreda en los pies...
—No comprendo —le dije— cómo se las arreglan ustedes para salir de noche a la pesca abrigando tantos temores.
—¡Oh! Es muy distinto. ¡Entonces estamos dentro de la barca!
Me lo dijo con absoluta convicción, porque sin duda los intereses gremiales obligaban a que el pescador, estando en funciones, se considerara inmune al maléfico poder de las fuerzas suprasensibles. Éstas podían acosarlo, en cambio, cuando él vagaba ocioso por el arenal o por los campos colindantes con el pueblo.
Como me hiciera todavía alguna recomendación sobre los medios de burlar al hombre-perro si este se me aparecía, traté de convencerlo de que a mí no me acobardaban las apariciones sobrenaturales.
—Lo único que quizás me conmoviera —le dije por hacerlo hablar— sería la casa de piedra.
—¡Ah! ¡La casa de piedra! —exclamó él—. Son muy pocos los que han logrado verla; personas de tanta calidad, que no podría usted dudar, si se lo contaran, de que son veraces.
No supo darme más explicaciones. Lo dejé al adentrarme en la oscuridad de la playa rumorosa y desierta. Él se quedó bajo el último farol de la calle marinera, nimbado de luz amarilla, mirándome con indecible expresión de temor en sus ojos grises, tan habituados a otear el misterio glauco de los mares.
* * *
Aquella noche, en el comedor de la casona, amueblado con aristocrática severidad, cené con Ramiro en la larga mesa que alumbraban los velones de dos candelabros de oro. Chisporroteaba la leña en el hogar; y Raimundo entraba y salía de la estancia con, apagados y furtivos pasos.
La lluvia redoblaba en las celosías de los ventanales; y una canal del alero destrenzaba su chorro, con estrépito, sobre las piedras verdinosas de una terraza.
En aquel ambiente recoleto y un poco lóbrego, se me ocurrió hablar de Clara Fajardo. Mi amigo reaccionó de un modo muy curioso. Comprendí que había herido una cuerda muy sensible de su espíritu.
Comentó el relato de mi encuentro con la muchacha en una frase desconcertante.
—¡Es una mujer irreal! —dijo—. No puedo imaginármela rodeada de un paisaje cotidiano. Más que un auténtico ser de carne y hueso, me parece la concreción de un ensueño, la sombra de un concepto...
Me quedé boquiabierto.
—En mí —me atreví a contradecirle— ha producido un impresión distinta. Juzgando por su conversación de esta mañana, la tengo por una mujer muy segura de sí, muy real, y que tiene un criterio de la vida un poco materialista.
—¡Qué disparate! —comentó Ramiro—. Es una muchacha de una delicadeza y sensibilidad exageradas.
Era tan contradictoria mi opinión, que opté por no contestar. Conocía a Ramiro lo bastan te para saber que mostrarse en desacuerdo con sus pareceres equivalía a provocar su enfermiza irritabilidad. Pero él me contó sin esperar mis preguntas:
—Con Clara nos vemos periódicamente. Ella es el espíritu de estos lugares, el genius loci. Yo vivo enamorado de este paisaje, de las manifestaciones sobrenaturales de esta naturaleza indómita. Y Clara es la cifra y la razón de los poderes suprasensibles que aquí se manifiestan.
—¡Estás loco! —rezongué.
Y me miró, en efecto, con alucinados ojos de demente.
—La has visto —exclamó—. La has visto, has hablado con ella, ¡y no has sabido comprenderla!
—Esa mujer no me habló más que de su cuerpo sano, de su afán de prosperidad y del apetecido placer de avanzar en la vida triturando las osamentas de los tímidos. Quiere gozar plenamente la vida, y creo que se preocupa muy poco de los demás. Tiene los ideales de un minino.
Los ojos retintos de Ramiro, resaltando en la lividez del rostro demudado, me observaban con fijeza inquietante. Sentí un vago desasosiego.
—Clara Fajardo —explicó con voz blanca y monótona— será mi compañera en la vida. Hace meses que la quiero, y lo sabe. Solo mi unión con ella sellará la felicidad que vine buscando aquí.
Siguió un silencio sombrío. Acabé la cena sintiendo irreprimible mal humor. Cuando nos sirvió el café, Raimundo se permitió intervenir por vez primera en la conversación. Yo había observado ya que procuraba distraer a su amo, siempre que este se entregaba a sus fantasmagorías.
—Don Pablo Sebastián —dijo— debe de haber llegado hoy. Mi mujer ha visto este anochecer iluminadas sus ventanas.
Los ojos de Ramiro se dilataron con pasmo y miedo. Durante unos minutos estuvo contemplando, expectante, las idas y venidas de su servidor.
Pero nadie pronunció una palabra más. La llamita de uno de los velones comenzó a oscilar sobre el pábilo doblado; y en los muros y rincones de la estancia hubo una nerviosa palpitación de las sombras. Raimundo salió con su andar sigiloso.
Entonces pregunté, tratando de infundir a mi voz un tono de indiferencia:
—¿Es que Pablo Sebastián vive por estas cercanías?
Ramiro no contestó enseguida. Después de apurar su taza de café con mano temblorosa, pronunció unas palabras sibilinas:
—Muy cerca; demasiado cerca. No vive aquí, pero viene periódicamente. Llega, hace el mal, y desaparece después.
* * *
—El primero en verla fue el viejo Cristóbal, un patrón de pesca. Se hallaba en alta mar, y al regreso, cuando su lanchón arribaba a la playa, fuera de la bahía, creyó percibir sobre un cabezo mondo que existe al sur, muy cercano a la costa, una casa de piedra que no había visto allí nunca. Cuando desembarcó y, subido a lo alto del promontorio, oteó la lejanía, la casa de piedra ya no estaba. La tía Salima, que es la repugnante saludadora del pueblo, una bruja en todos los sentidos de la palabra, creyó que se trataba de una competencia ruinosa con sus poderes sobrenaturales, y se mostró profesionalmente reacia a aceptar la visión de Cristóbal como auténtica y legítima videncia suprasensible. Todo el pueblo, durante unas semanas, achacó a los vapores del ron las alucinaciones del marinero. Hasta que «Mosén Lázaro» también la casa en la ladera de un monte lejano... No, no... «Mosén Lázaro» es abstemio, pero no es un cura, sino un ex seminarista neurótico. Según explicó, la casa era de piedra, de ese olor terroso, moreno, de los mansos de por acá. Con un torreón cuadrangular en un costado, ventanas angostas en sus dos pisos, y en la puerta un arco de medio punto formado por dovelas blancas. Estos pormenores coincidían con los manifestados, por Cristóbal, y en consecuencia perdieron algún crédito las escépticas reticencias de la tía Salima. Además, «Mosén Lázaro» rebuscó en ciertos archivos, y salió afirmando que la visión se había ya producido en siglos pasados; y hasta asentó su génesis en cierta tradición que ya no recuerdo...
Pablo Sebastián hablaba con voz pastosa y agradable. Era de finos modales y figura muy gallarda. Con la sencillez de su porte y de su charla, pretendía hacer olvidar el prestigio artístico de que se hallaba aureolado. En las frases con que me contaba la historia de la casa de piedra, tembloreaba una ironía muy sutil.
Caminábamos los dos, muy bien arropados bajo los recios impermeables, por la desolada campiña que circundaba la población. Caía una delgada llovizna, pero había calmado el viento. Cuando el terreno fangoso se empinaba, subíamos siempre a lo cimero, y desde allí la mano enguantada de mi nuevo amigo me señalaba algún lugar de interés.
—Vea la quinta de los Fajardo, casa vieja y bastante incómoda con sus cuatro arbustos y sus dos higueras en afanosa simulación de un jardín. Clara reside todo el año en ella con sus tíos. Son gente muy tronada, obsesionados todos por sus problemas económicos; pero, en fin, no desagradable.
Luego proseguía su cuento:
—El tercer personaje que tuvo la visión de la casa fue, claro está, Ramiro Landero. Nuestro pobre amigo está rondando la demencia; eso no lo ignora usted. Yo he creído siempre que a Clara Fajardo le cabe gran parte de responsabilidad en la depresión de Ramiro. Es ella su proveedora de supersticiones. Sí, ya sé que lo niega, pero no se atrevería a hacerlo ante mí. Sabe que la conozco bien. Cuando yo estoy por acá trato en vano de neutralizar la labor de esa mujer. A eso le llama Ramiro «mi labor diabólica».
Aquello reclamaba una explicación, y la demandé.
—¿Que qué busca ella? —Pablo lanzó una carcajada amargamente sarcástica—. Pero, ¿no lo ha adivinado usted? Busca anular la voluntad de Ramiro; dominarlo; casarse con él, y disponer de su fortuna.
—¿Y no ha sabido encontrar un medio más sencillo para conseguir todo eso?
—No. No existe ese medio. Ramiro es complicado. La mujer, como tal, significa muy poco para él. Nunca se hubiera fijado en Clara ni le prestaría atención, si ella no hubiera sabido rodearse de un halo de misterio y de circunstancias sobrenaturales.
—Debiéramos impedir que se consumaran los proyectos de esa niña. Ramiro, por su debilidad, es casi un irresponsable.
—¿Y cómo hacerlo?
—Apartándola de él; ofreciéndole alguna cosa en cambio.
—Saldría perdiendo. Y es buena calculadora.
Tuve una ocurrencia.
—Enamórela —dije.
Se echó a reír, pero comprendí enseguida que mi idea no le parecía descabellada. Insistí:
—Usted es rico, joven, reúne todas las cualidades que más agradan a las mujeres, y posee además su fama de artista, resorte eficacísimo. Ni siquiera será necesario llevar el juego demasiado lejos. Yo ya procuraré que Ramiro advierta cuanto antes la versatilidad de Clara.
—Si es que consigo que se muestre versátil.
—Lo logrará usted.
Rio de nuevo.
—No es muy agradable —dijo— el papel que habré de representar. No creo que sepa cómo hacerlo. Le aseguro que de Don Juan no tengo nada.
—Píntele un retrato a Clara —sugerí— y se le presentarán mil ocasiones propicias.
—No es mala idea —comentó.
Habíamos subido a lo alto de un otero, en cuya cima se alzaba un grupo de enhiestos pinos, siempre azotados por el viento del mar.
Pablo Sebastián me señaló, allá abajo, una casita de ladrillos rojos, cobijada bajo un tejado de pizarra y rodeada por cercado jardín.
—Esa es mi casa. Y también la suya —indicó.
Y con un movimiento circular de su brazo extendido, me señaló en otra dirección una llanada de tierras de sementera, colindante con un bosque de encinas que trepaba por la vertiente de una loma.
—En ese sitio —añadió con voz opaca —surgió, para los ojos de Ramiro, en su tercera aparición, la casa de piedra.
—Es un buen lugar —comenté—. Debió inspirárselo su amiga.
La llovizna iba transformándose en aguacero. Y nos volvimos.
El primer día que el cielo apareció sereno y el sol rutilante, me encaminé a media mañana hacia la quinta de Clara Fajardo. Era una antigua y no muy espaciosa casa labradora, habilitada en época reciente para habitación de sus dueños. A guisa de jardín, la rodeaba un menguado hortal sombreado por algunos frutales. En medio de un bancal de sembradura y bajo el follaje hirsuto de una higuera, había un pozo, cuyo tosco brocal era sostén del abandonado aparejo de una noria. Y era ese rincón, casi idílico, el escogido por Pablo Sebastián para fondo del retrato de Clara.
Cuando ye llegué, el pintor ya terminaba su tarea de aquel día. La muchacha había servido de modelo sentada en el brocal. Pablo recogía sus pinceles; y Ramiro departía muy animadamente con un cuarto personaje, cuyo singularísimo aspecto me sorprendió.
Era un hombre de indefinible edad, delgadez extrema y ademanes arrebatados. Tenía los ojos de un color de ceniza; y el negro cabello, corto y erizado como el de un cepillo. Aunque Ramiro me lo presentó mencionándolo por su apellido, que ya no recuerdo, sospeché enseguida de quién se trataba. Pablo Sebastián confirmó mi presunción en cuanto le fue posible. Aquel era «Mosén Lázaro», el antiguo seminarista y el segundo de los alucinados por la casa de piedra.
Clara me acogió con una sonrisa un poco desdeñosa. No sé si fue aprensión mía, pero hubiera asegurado que mí presencia le causaba cierto malestar. Acaso lamentaba ahora haberse mostrado ante mí sin la máscara de su supuesta espiritualidad, tras la que le obligaba a ocultar su vero semblante la presencia de Ramiro. Sus modales fueron para mí deliberadamente despectivos, pero sus ojos me observaban con recelosa curiosidad.
—Sus pinceles han obrado siempre milagros, Pablo —dije por obligarla a responder—, pero esta vez no lograrán mejorar el original.
Sonrió ella, íntimamente halagada, pero sin quitarse la careta de desdén.
—No se moleste en piropearme —repuso— porque yo concedo escasísima importancia a la* belleza corporal. Si intenta adularme, por ese lado fracasará usted.
Hice un ademán de fingida sorpresa.
—¡No irá usted a decirme que siente vocación de eremita!
—No. No me creo llamada a consagrar mi vida a una religión parcial. Otras son las cosas en que yo creo.
—¿En brujas con escobas, y en la virtud mágica del rabo de las lagartijas?
Me observó con rabia contenida.
—Ya veo que es usted un poco frívolo —dijo lentamente—. Quizá una corta estancia en estos lugares modifique sus escépticas opiniones.
Ahora simulé asombro. Me divertía el apuro en que se encontraba aquella mujer, habiendo de mostrarse supersticiosa ante Ramiro y de hacernos olvidar a los demás sus antiguos alardes de materialista.
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—¡Por Dios, Clara! ¡Me está usted asustan do! Afortunadamente para mi tranquilidad, recuerdo aún sus teorías de la buena vida, la buena salud y el buen pisotón al débil.
No pudo dominarse lo bastante para evitar la temerosa mirada que dirigió hacia Ramiro. Pero este nada oía. A Clara le temblaban los labios; no podía reprimir la ira que la embargaba, y a ser posible, creo que me hubiera abofeteado. A sus espaldas, Pablo Sebastián me ha cía muecas de júbilo. Yo dije:
—Enfadada o no, Clara, es usted muy bella.
No logré congraciarme. Pablo vino junto a mi Aprovechó mis palabras para añadir por su cuenta:
—Amigo mío, cuando termine el retrato que estoy pintando, habré observado tanto, frente a frente, la belleza de Clara, que también yo seré un creyente en lo sobrenatural.
Aunque me hablaba a mí, Pablo estaba contemplando a la mujer como si yo no existiera Su semblante se había transmudado en una expresión muy chocante. Ella lo miraba también a los ojos.
Pensé que el don Juan había entrado en funciones, y me escabullí, yendo a reunirme con Ramiro y su compañero. Estaban entregados los dos al delirio supersticioso.
—Lo vio mi tía Jenara —decía «Mosén Lázaro»—, lo vieron los del taller de alfarería, el carpintero y sus dos hijas; lo vio el mismo maestro, que en aquel momento cerraba el portalón de la escuela. Saúl Gormín salió con sus cuatro perros, que saltaban haciéndole lagoterías. Al pasar ante el cuchitril de la tía Salima, dio un buen rodeo para no tropezarse con ella.
Y salió del pueblo así; todos lo vieron. Pues media hora después, junto al valladar del Huerto Viejo, Jesusito y yo nos topamos con los cinco perros. Los cuatro más chicos eran los de Saúl: de hocico largo y piel negra, con grandes manchones blancos en el pescuezo y en la panza. Ya sabe usted que son los cuatro iguales. Pues también lo era el otro, el quinto, solo que un poco más grande. Y yo le digo que ese perro, el grande, al vernos a Jesusito y a mí, muertos de miedo, arrimados al valladar, se paró a mirarnos con unos ojos muy burlones, unos ojos de hombre; y le aseguro a usted que aquel perro sonreía como una persona.
—¿Y qué hiceron ustedes?
—¡Toma! Escapar. Escapar como alma que lleva el diablo. Y detrás, créame, don Ramiro, se lo digo yo: detrás se quedaban las risas y los alaridos burlones de: perro grande...
* * *
Me despertó un estruendo horrísono. Estaban aporreando bárbaramente la puerta de mi habitación, y la voz de Ramiro vociferaba no sé qué cosas.
—¡Entra va de una vez! —le grité—. ¿Qué esperas?
Entreabrió, asombrado sin duda de que yo no corriera el cerrojo por las noches, y asomó por el resquicio su semblante demudado.
—¡Levántate! —me dijo con voz que la emoción entrecortaba—. ¡Ahí está! ¡Acaba de aparecer!
Me indigné al comprender que me había despertado a deshora a causa de alguna de sus majaderías.
—¿Qué es lo que apareció? —pregunté en tono sarcástico—. ¿La mujer blanca, la cabeza cortada, la tía Salima cabalgando en su escoba o el hombre de las siete cabezas de perro?
Como el daño estaba ya hecho, me levanté, me calcé unas zapatillas y me envolví en mi batín. Al dirigirme hacia la puerta advertí cuán intensa era la palidez de Ramiro; como si en su rostro no quedara una gota de sangre. Pensé en la cabeza fantástica que el oleaje arrastraba por la playa en las noches de borrasca. No creo que estuviera tan descolorida como la de mi amigo.
Su mano casi esquelética sujetó mi brazo, y su ahogada voz me susurró:
—No pierdas tiempo. Ven a verla. Es la casa de piedra, que acaba de aparecer sobre un promontorio del norte.
—¡Ah! ¡La casa de piedra! La alucinación de los intelectuales del pueblo. ¡Menos mal!
Le seguí hasta la vastísima galería encristalada que se asomaba a las aguas. Desde allí los ojos abarcaban la enorme planicie de un mar gris y encrespado, absolutamente desierto en aquella hora. Hacia el sur aparecía la amplia concavidad de la ensenada, el promontorio de cuyo extremo opuesto cerraba, por aquella parte, el paisaje. Al norte divisábamos un espacio mucho mayor: la costa curvilínea, con su festón de alborotada espuma blanca, formaba entrantes y salientes, se amansaba en playas o se desgarraba en riscos, y aparecía de trecho en trecho, jalonada por negros y deformes promontorios rocosos. Pero sobre ninguno de ellos descubrí casa de piedra ni de otro material alguno.
Miré a Ramiro. Estaba trémulo; se apretaba las sienes con las manos; y a la luz del día me pareció todavía más lívido.
—¡Ha desaparecido! —murmuró—. Se ha desvanecido, y sin embargo...
—¡Ya ves tú! —comenté—. Así son las cosas de hoy en día. Hágase usted construir una casa de piedra, para que luego le resulte de humo.
No me contestó. Y proseguí, no sé si con buen humor o con enfado:
—Pero en medio de todo, no me negarás que la casita observa una conducta lógica. Ha decidido aparecer ante todos los locos de esta comarca, y ni por excepción se ha dejado ver de una sola persona cuerda.
Creo que ni siquiera supo que le hablaba. Estaba absorto, con la mirada perdida en la lejanía del incierto horizonte.
—Sin embargo... —repitió.
Yo no sabía si tomarlo por las malas o por las buenas. Me preocupaba su estado de ánimo, y sentía una irreprimible cólera al pensar que aquello era la obra concienzuda de Clara Fajardo. Deseaba que los malos designios de aquella mujer hubieran sido causa de un delito más concreto y definible, un delito del que poderla acusar públicamente y que concitara sobre ella los rigores de una justicia implacable. Recordé, no obstante, la consecuente labor de Pablo Sebastián para apartarla de la vida de Ramiro, y me consolé confiado en la inteligencia del pintor.
Lo mencioné. Hablé del retrato de Clara, que Pablo tenía ya muy adelantado. Y el rostro de mi amigo reveló aún más profundo desconsuelo.
—En ese retrato —dijo con pensativa expresión— está condensando Pablo Sebastián lo mejor del alma de Clara. Pero cada una de las cualidades que él imbuye a la imagen pictórica, la pierde en compensación la mujer real. Cuando el retrato se termine, Clara Fajardo ya no será Clara Fajardo.
Estas palabras me dejaron perplejo.
—¿Qué cambio has notado en ella? —le pregunté haciendo desmesurados esfuerzos para disimular mi alegría.
—Quiero ese retrato para mí —dijo sin excesiva lógica—. Toda el alma pura de Clara está en él. Si yo se lo pido a Pablo Sebastián no querrá dármelo. Intercede tú, que tan amigo suyo te has hecho.
Pensé que la efigie de Clara siempre resultaría menos nociva que la misma Clara.
—Tendrás el retrato —le dije.
Cuando bajamos al comedor, Raimundo nos haba puesto ya el desayuno. En el hogar crepitaba un buen fuego. El viejo mayordomo, mientras vertía en nuestros tazones la leche y el café, nos informó de las noticias más recientes, recogidas aquella mañana por su cónyuge en el mercado.
La más sensacional se refería a cierta aventura que algunos conspicuos escépticos del pueblo —porque existían también almas incrédulas respecto a la magia— habían resuelto acometer en beneficio del equilibrio mental de sus coterráneos, o acaso con el solo propósito de defender y demostrar la base veraz de su positivista opinión. El uno era don Vicente, un rico hacendado; el otro, el médico don Salvio.
Quizás impulsados, más que por nada, por su regocijado humor, habían decidido ambos con tertulios salir en sus paseos cotidianos por la campiña del contorno, armados con sendas escopetas de caza; y en su primer encuentro con la jauría de los cinco canes manchados, dar buena cuenta del más grande. Muerto el perro y vivo Saúl Gormín, quedaría demostrada la no identidad de ambos seres.
La idea le pareció a Ramiro admirable.
—Lo matarán —dijo—. Y Saúl Gormín a nadie hizo daño. Lo matarán sin remedio, ¡y serán culpables de un verdadero crimen...!
Estaba muy nervioso, y procuré tranquilizarlo hablándole de otras cosas.
En la pequeña quinta de Pablo Sebastián sí que abundan, verdaderamente, las comodidades caseras.
Me recibió en su taller, amplia pieza del piso alto, tres de cuyas paredes eran en su totalidad de vidrio. La luz del día entraba allí a raudales, y a las horas de sol, la habitación constituía un confortable invernadero. Por lo demás, era una atalaya inigualable, desde donde podía otearse todo el árido paisaje comarcal.
Pablo estuvo mostrándome el retrato de Clara, casi terminado. Era un lienzo inquietante y magnífico, donde el busto de nuestra amiga, aunque estilizado a la manera peculiar de Pablo Sebastián, resaltaba con impresionante verismo. En general, Pablo adelgazaba un poco las figuras de mujer, pero antes de eso, las copiaba con un realismo minucioso y detallista. Era en el ámbito de que aureolaba cada figura, donde idealizaba su pincel. Todo fondo suyo se lograba con rasgos traducidos también de la realidad inmediata al modelo, pero Pablo los barajaba de tal modo, los hacia flotar en un aire tan mágico, que el resultado era la inmersión de la figura en una atmósfera de irrealidad alucinante y vaga. Y todo, sin embargo, resaltaba en sus lienzos vivazmente: los colores parecían poseer un fulgor interno; las formas eran escurridizas y escorzadas, pero de una vitalidad sin discusión Los ojos de Clara, en su retrato, irradiaban una luz sobrenatural; y las flores que acariciaban su sien parecían de la misma fragante substancia que la frente purísima. Aquella era la imagen de Clara, pero de una Clara en perfecto estado de pureza, con el alma nítida. Verla me causó una impresión profunda, y por primera vez sospeché que los propósitos de Pablo Sebastián no eran acaso los que yo había supuesto. Recordé ciertas palabras de Ramiro. Ahora creía comprender que lo que el pintor intentaba no era la burda y teatral suplantación en el ánimo de la mujer, que yo le había inspirado. La tarea donjuanesca podría realizarse, sí, pero de un modo complementario, Pablo había realizado algo más: trazó la imagen, no de la Clara que conocíamos nosotros, sino de la que soñaba Ramiro. Y era forzoso que cuando Ramiro contemplase la perfecta concreción de sus ensueños, que era aquel lienzo, advirtiera la imperfección de la mujer carnal que hasta entonces lo había hechizado; y la apartara para siempre del mundo de sus ideales.
—Los demás lienzos —me dijo Pablo— los tengo abajo. Luego se los mostraré, si le interesan. A este lo estaba retocando cuando usted llegó. Después de la sesión de mañana lo daré ya por terminado.
—¿Y qué hará usted con él?
—Regalárselo a Ramiro.
—Eso precisamente he venido a pedirle yo: que se lo dé a Ramiro. Claro que lo que él desea es comprarlo.
—No, no. Se lo regalo. Comprendo que es una de mis mejores telas, pero acaso sea también una de mis mejores obras de caridad.
—Pablo, he sido siempre un férvido admirador de su arte —le dije—, pero lo que me ha enseñado usted hoy no tiene precedentes de su valor. Ahora comprendo cuál ha sido su intención. Yo le propuse una maniobra vulgar parar salvar a Ramiro, y usted lo salva con una obra maestra. Él, Ramiro, ha comprendido también perfectamente. Por eso quiere el cuadro.
—No crea que hemos logrado aún nada en definitiva. Ramiro desea ya este cuadro porque intuye que es un magnífico tema para sus sueños, lo considera ya superior a la mujer, pero todavía no ha dejado de amar a Clara. Hasta que pueda compararla con esta imagen terminada, no sabrá ver y sopesar sus imperfecciones.
—Pues falta ya bien poco para que pueda cotejar.
Ignorábamos entonces que aquello no había de ocurrir jamás a causa de nuestros propios errores. Habíamos desarrollado dos planes simultáneamente, sin comprender que podían neutralizarse entre sí.
Cuando salimos a dar un paseo por los campos, que el poniente doraba, pregunté a Pablo por los resultados de su táctica donjuanesca.
—Temo haber ido demasiado lejos —me confesó—. Cuando comenzó el juego sospeché que no conseguiría nada. Puse todo mi empeño en realizar el retrato tal como lo había concebido, y abandoné un poco mi asedio amoroso. Fue por mi parte una involuntaria maniobra, pero alcanzó mucho éxito, porque mi repentino desinterés debió herir a Clara en su amor propio, y desde entonces me dispensa una atención solícita. En parte, eso es un poco molesto. Es ridículo— hablar como lo hago, pero si he de ser sincero con usted, debo decirle que esa mujer se ha encaprichado seriamente. Qué tontería, ¿verdad? Quise convertirme en Quijote y me van a apalear.
Rio con risa falsa, y comprendí que estaba preocupado.
—Pero eso es —le dije— lo que nos proponíamos, precisamente.
—Sí, sí... —repuso él, a regañadientes—. Pero es que hay algo raro en Clara Fajardo. Algo muy raro, indefinible, como si una lucha formidable de encontrados sentimientos se estuviera desarrollando en su alma...
Aquella conversación le disgustaba, y para variar el tema le hablé humorísticamente de los propósitos que animaban a don Vicente y al médico.
—Aunque el proyecto sea un poco chabacano —comentó él— siempre resulta consolador que exista quien no abriga tanta estúpida superstición. Pero eso que me cuenta tiene su contrapartida, cosa que quizás ignore usted, y es que también «Mosén Lázaro» y el haragán de Jesusito concibieron su plan: el de armarse de un buen aparato fotográfico, e impresionar unos cuantos clichés de la casa de piedra allá donde se les aparezca. Una buena fotografía de la casa fantástica constituiría una prueba fehaciente de su existencia espectral.
Nos reímos los dos.
—Es gracioso. Espero que el fracaso de «Mosén Lázaro» será más provechoso aún que el éxito de don Vicente.
A pesar de sus bigotazos y de sus modales de despreocupada campechanía, don Salvio, el médico, era un hombre mucho más inteligente de lo que había supuesto yo. Estaba empeñado, desde hacía ya muchos meses, en una lucha tenacísima contra el morbo local de las supersticiones contagiosas.
Al buen hombre le inquietaba la precaria salud mental de Ramiro Landero, y se ocupaba constantemente de buscarle un remedio eficaz. En ocasión de una de sus periódicas visitas al caserón, le conocí, y entablé con él una conversación muy instructiva para mí.
—Su amigo no es un enfermo —me dijo— sino un abúlico, en cuyo espíritu influyen nocivamente muchas circunstancias. Ya me informó Raimundo de que usted y Pablo Sebastián hacen lo que pueden para contrarrestarlas, pero es difícil que lleguen a un resultado práctico. Estas gentes sin voluntad, para la acción normal y la vida lógica, muestran a veces una energía indomable para resistirse a un tratamiento curativo. El mal de don Ramiro es hondo...
—La maldita preocupación de la casa fantástica se le ha metido en la cabeza.
Esa alusión mía le hizo permanecer unos segundos callado y en meditativa actitud.
—Es la más curiosa de las supersticiones indígenas —dijo al cabo—. Un caso de alucinación colectiva por contagio. Porque es lo bueno que todos los alucinados coinciden de un modo absoluto en su descripción de las características de la casa de piedra; y que algunos de los que han tenido la visión, parece que realmente ignoraban la leyenda de la casa.
—¿Qué leyenda es esa?
—¡Qué sé yo! Creo que su origen estuvo en un antiguo pleito subsiguiente a una herencia. La cosa data de dos siglos atrás, ¡no crea usted! Tengo entendido que la casa fue legada por su posesor al mayor de sus dos hijos. Pero el segundón, codicioso, acusó mendazmente al primogénito del supuesto asesinato del padre. La acusación prosperó; el primogénito fue desposeído y ajusticiado, y el segundón entró en posesión de la casa. Pero solo en posesión nominal; porque, según cuentan, antes de morir, el mayor de los hermanos lanzó sobre el otro una de esas maldiciones o Emplazamientos que tanto ha popularizado la literatura romántica: «¡Quiera Dios que no consigas penetrar en la casa antes de que yo lo haga!», o algo por ese estilo. La legendaria consecuencia fue que cuando el segundón intentaba entrar en la casa, esta cambiaba de lugar como por arte de magia, volando del llano al monte, del monte a la playa y de la playa a las márgenes del río. El mendaz delator consumió su vida en un incesante ir y venir en pos de la heredad, que se volatizaba en cuanto creía tenerla a mano. Y así hasta hoy, porque si hemos de creer en la problemática sensibilidad de estas gentes, la casa continúa su infatigable azacaneo.
—Es una superstición curiosa; por lo menos mucho menos burda que la de los perritos de Saúl Gormín.
El médico hizo un gesto agrio.
—Lo de los perros de Gormín —dijo— tiene mucha miga. No todo es superstición.
—Me asombra usted, don Salvio.
—Lo del quinto perro es verdad. Yo lo he visto.
Estábamos sosteniendo esta charla en la biblioteca del caserón, donde nos habíamos detenido en nuestro caminar hacia el vestíbulo. Lo que ahora me decía me pareció tan interesante, que le invité a que se sentara con un mudo ademán. Lo hizo con gusto, y yo le acerqué la mesa licorera, y le serví una copa de coñac. Encendimos sendos cigarrillos, y sin pronunciar una palabra por mi parte, esperé a que hablara él. No tardó en comenzar.
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—Antes hablé de las perniciosas influencias que se ejercen sobre su amigo Landero. Voy a esclarecer esta frase diciéndole, acaso, cosas que usted ya sabe. No intentaré demostrarle que las supersticiones que sufre la gente de este pueblo son un deliberado invento de unos cuantos vividores. No. Los supercherías las formó, como suele ocurrir, el mismo vulgo; pudiera decirse que nacieron por generación espontánea. Pero sí es cierto que algunos individuos sin escrúpulos se aprovechan de este estado de cosas y especulan con la ignorancia popular. Uno de esos seres es Saúl Gormín. ¿Usted lo conoce?
—No. Ignoro quién puede ser.
—Saúl Gormín es un hombre muy extraño; forastero, joven aun, y que debe gozar de algún acomodo. A mí me recuerda con su estampa física los retratos de Rasputín. Posee cuatro perros iguales, de una misma camada, y los tiene a los cuatro en su casa de la población. A otro perro muy semejante, pero de mayor tamaño, el progenitor sin duda de aquellos cuatro, lo tiene oculto en lugar que no me ha sido posible descubrir aún. Saúl Gormín suele atravesar, de tarde o de mañana, las calles del pueblo con sus cuatro perros pequeños, pero más tarde, estos aparecen en el campo guiados por el perro grande, y Saúl Gormín entretanto permanece oculto.
¿Sabe usted dónde? Yo lo sospecho con fundadas razones, que me callaré. Saúl Gormín deja transcurrir las horas en una cabaña que posee en las afueras. Mientras los cinco perros corretean, creando en torno a su amo uña defensiva barrera de temores, él dedica sus ocios al amor. Sí, al amor. Al amor culpable y clandestino...
Debí de enarcar las cejas en un gesto de asombro. Don Salvio me dedicó una intensa y significativa mirada. Dio dos o tres chupadas a su cigarrillo, y añadió levantándose:
—Quizás no sea muy caballeroso lo que voy a decir, pero soy el médico de don Ramiro, y ante todo me debo a la salud de mis enfermos. Veo con mucha simpatía los esfuerzos de usted y de don Pablo Sebastián. Y opino que lo que acabo de contarle puede ser para ustedes de mucha utilidad.
—Creo comprender... —empecé a decir.
—Sí que comprende. Comprende usted perfectamente.
Aplastó su cigarrillo en el cenicero, me estrechó la mano con sus maneras efusivas, y salió de la estancia.
* * *
En el austero salón de oscuro mobiliario y pesados cortinajes, el retrato de Clara era como una ventana abierta a la alegre luz del mundo. Lo habíamos colocado en la pared del fondo, donde era visible desde cualquier rincón de la estancia y sobre todo desde la butaca que Ramiro solía ocupar cerca de la chimenea.
Dos días dedicó mi pobre amigo a la contemplación incesante de aquella imagen tan llena de angélica gracia. Durante ese período no pudo ver a Clara en persona, porque la muchacha, con diversas excusas, se mantuvo varios días apartada de nosotros.
Eso me inquietó un poco. Temía que Pablo Sebastián hubiera resultado víctima de nuestro propio juego. Aunque era materia delicada, resolví hablar del asunto con el propio pintor.
Quise visitarlo a media tarde, y lo encontré a dos tercios del camino de su villa.
—¿Venía usted a casa? —me preguntó—. Pues podemos volvernos. Yo había salido sin motivo determinado, a impulsos del aburrimiento.
—De ningún modo —dije yo—. Si era su propósito ir al pueblo, podemos hacerlo. Yo paso muy buenos ratos en el cafetín de la playa.
Advertí que no le contrariaba haberme encontrado. Yo anduve un rato en silencio, porque en realidad no me decidía a atacar el tema de Clara Fajardo por miedo a inmiscuirme en lo que acaso era ya un asunto meramente suyo. Pero con gran sorpresa mía, fue él quien primero la nombró.
—¿Cómo reacciona Ramiro ante el retrato de Clara?
—Está embobado —le repuse—. Mirando la imagen se consuela de no ver el original.
Tardó tanto en hablar, que pensé que lo haría sobre tema distinto, más pasados unos minutos comentó:
—Hemos emprendido una empresa peligrosísima. Si mi lienzo basta para abrirle los ojos a Ramiro o para substituir en su mente una obsesión por otra, todo irá bien. Pero si han de ser mis oficios de Don Juan los que valgan, no sé si yo podré llevar a cabo nuestro intento. Clara es peligrosa. Creo que voy a marcharme de aquí. Y no es porque tema sucumbir a sus artes de seducción, yo que pretendía enamorarla. No, no; por ese lado puede estar tranquilo. Clara no es capaz de enamorarme a mí; pero creo que ha tomado en serio mi galanteo, o bien ha hecho cálculos sobre mi fortuna, y ha determinado explotar el negocio Sebastián abandonando el negocio Landero. El hecho es que se muestra muy rendida a mis palabras. Y eso que debiera satisfacernos a los dos, porque representa un éxito de nuestra empresa, me inquieta a mí mucho, pues existen circunstancias muy particulares...
—En otras palabras —le interrumpí—. Ha des cubierto usted que Clara tiene un amante.
Me miró con indecible asombro.
—Luego, ¿lo sabía?
—Sí, pero no me atrevía a franquearme con usted. Temía que lo tomara a mal.
Rio de bonísima gana. Y preguntó:
—¿Sabe quién es el hombre?
Asentí.
—¿Y qué me aconseja?
Vacilé. Hubiera deseado que Ramiro se diera cuenta de la versatilidad y de la doblez de Clara, más no me consideraba con derecho a empujar a Pablo hacia una aventura que podía resultar muy arriscada.
—Abandone la empresa —dije.
—No hay más que un medio: marcharse.
—¿Tan lejos han ido las cosas?
—Clara me habla a todas horas de matrimonio.
—Váyase usted. Sospecho que esa mujer estaría confabulada con su amante para explotar a Ramiro en beneficio de los dos. Pero si habla de casarse con usted, no le guía el mismo propósito. Usted no está medio loco como Ramiro ni es un abúlico. Aunque ella lo juzgase a usted más aceptable, Saúl Gormín no se conformaría a la substitución. No; esa mujer se ha enamorado verdaderamente de usted. Es decir: que Saúl está en trance de perder amante y negocio. No se resignará. Y entiendo que es un tipo peligro so. Váyase. Yo realizaré un último intento de convencer a ese cuitado de Ramiro.
No me contestó, porque llegábamos a «El ave marina». En el interior del cafetín reinaba un barullo enorme. Mi amigo, el marinero de las largas patillas, vino a nuestro encuentro, rodeado por el grupo de sus habituales oyentes.
—¿No saben la novedad? —nos dijo—. Ha ocurrido una cosa grave. Don Vicente se apostó esta mañana tras de la cerca del Huerto Viejo, porque le anunciaron que los cinco perros manchados merodeaban por allí. Preparó su escopeta, y estuvo al acecho. Hacia los once vio pasar a los perros. Los dejó que se acercaran, y cuando los tuvo a tiro disparó contra el grande. Todos los labradores que allí estaban parecen conformes en que don Vicente le acertó al can en la cabeza, llevándosele media oreja; pero el bicho salió corriendo y aullando de dolor, y toda la jauría se dispersó. Por más que los buscaron, no pudieron hallar más que a los pequeños. El perro grande no ha vuelto a parecer. Pero esta tarde...
Hizo una pausa. Carraspeó. Nos miró sucesivamente a Pablo y a mí, saboreando la expectación que provocaban sus palabras. El círculo de los que estaban escuchando se estrechó. Hubo cuchicheos.
—¿Qué pasó esta tarde?
El marinero habló con voz más baja, casi confidencial:
—Esta tarde apareció en una calle del pueblo Saúl Gormín; andaba tambaleándose. Le colgaba una oreja rasgada, y más de media mejilla llevaba destrozada por un balazo. ¡Para que diga usted que son patrañas las cosas que le contamos...!
* * *
Lo tenían en la farmacia, sobre una colchoneta, en el suelo. Su cabeza era una enorme bola entrapajada, de cuya parte inferior brotaba la barbaza torrencial y negra. Lo desfiguraba de tal manera el descomunal vendaje, que no pude apreciar si era cierto su parecido con Rasputín.
Don Salvio acababa de lavarse las manos, y se las frotaba con alcohol. Creo que se alegró de verme, pero noté al punto que estaba preocupado.
—Esta maldita coincidencia nos faltaba —rezongó en tono malhumorado—. Por si fueran pocas las supersticiones del pueblo, a este hombre lo hieren el mismo día en que don Vicente dispara contra el perrito. Si el destrozo no fuera tanto, estaría por creer que él mismo se había inferido el daño.
—¿Es que está grave?
—Grave no. Está muy débil porque ha perdido bastante sangre; sale de un desmayo para caer en otro. La herida en si es impresionante; tiene el pómulo descarnado; pero no reviste extrema gravedad. De todos modos, una pequeña desviación en la trayectoria del tiro, y era hombre muerto.
—¿Y la bala? —pregunté.
—No se le incrustó —dijo muy serio.
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Tras una pausa añadió:
—No hemos podido sacarle una palabra aun. Y estoy deseando saber qué va a decirnos.
Lo dejé con su problema, salí de la farmacia, y me reuní de nuevo con Pablo Sebastián en el cafetín.
—No se muere de esta —le expliqué—. Pero creo que le será difícil, en lo sucesivo, seducir doncellas.
Media hora después caminábamos por la playa hacia el otro extremo de la bahía. Yo miraba, allá en el fondo, encima del promontorio, que avanzaba sobre las aguas, los ventanales iluminados del caserón de Landero.
A medio camino nos encontramos a Mosén Lázaro» y a Jesusito, que regresaban al poblado jadeantes. Era tal la excitación nerviosa que los dominaba, que sus palabras nos llegaron cuando la distancia nos impedía reconocerlos. El seminarista blandía en una mano su aparato fotográfico. Nos anunció a voces que había fotografiado la casa de piedra.
—Se nos apareció en medio de un rodal de chopos, junto a la rambla, más allá de la loma grande; eran las cinco, había luz todavía. La vimos los dos a un tiempo, pero no cambiamos una palabra; nos habíamos entendido. Desenfundé el aparato y enfoqué la aparición con el objetivo. Tuve mucha calma, y estoy seguro de haber sacado una fotografía perfecta. La casa tardó todavía dos o tres minutos en desaparecer.
—¿Y a qué distancia enfocó usted el aparato? —preguntó Pablo con sorna.
—A menos de cincuenta metros. Le digo que será una prueba magnífica.
Le hicimos algunas observaciones humorísticas sobre las cualidades fotogénicas de la materia espectral, pero no creo que hicieran mella en la fe inconmovible de aquellos alucinados. Se quedaron con su entusiasmo y sus ensueños, y nosotros proseguimos el camino hacia nuestras casas.
Me separé de Pablo Sebastián en la puerta del caserón. En cuanto entré, la mujer de Raimundo vino a mi encuentro, no menos conmovida que si también ella hubiera visto la casa de piedra.
—Un disgusto tremendo, señorito. Don Ramiro ha recibido una carta, y está como loco. Mi marido no puede con él.
—¿Una carta? ¿De quién?
—No lo sé, señorito; Un chicuelo la trajo.
En el salón encontré a Raimundo tratando de colocar en orden los enseres de la revuelta estancia.
—Ya pasó lo peor —me dijo con una triste sonrisa el pobre viejo—. Lo he llevado a la cama. Tenía una excitación nerviosa que rayaba en el frenesí; pero le he dado una taza de té con algunas gotas del calmante que le recetó el doctor, y se ha dormido.
Me señaló el retrato de Clara, colocado en el testero.
—Le ha disparado dos tiros de pistola al cuadro —explicó—. ¡Figúrese el señorito qué susto nos ha dado!
—¿Dos tiros al cuadro, Raimundo?
El criado meneó la cabeza con aire desolado.
—Acababa de recibir una carta; la levó estando aquí y comenzó a gemir y a murmurar no sé qué cosas. Yo le oía desde el gabinete, y al comprender lo inquieto que estaba, entré. Ocupaba el sillón, y delante de él, en el suelo, vi esparcidas varias hojas del papel de la carta. Al verme dejó de murmurar, pero se quedó mirando al suelo con una expresión que me llenó de temor. Le pregunté si deseaba algo y denegó con el gesto. Entonces, para distraerlo, le hablé de varias cosas indiferentes. No me respondía, pero yo charlaba, sabiendo que, mucho o poco, mis palabras siempre le calmarían. Se me ocurrió contarle lo ocurrido a Saúl Gormín, cosa que acababa de decirme mi mujer, y creo que eso fue lo que menos debí haber hecho. Se puso en pie mirándome como un loco. Me preguntó: «¿Dices que han disparado sobre el perro y han herido a Saúl? Pues yo haré lo mismo». Salió del salón como alma que llevase el diablo. Iba yo a seguirle, cuando lo vi volver con su pistola en la mano. Le grité: «¡Señor! ¿Qué va a hacer? ¡Cálmese, señor!» Me apartó de un empujón. Le aseguro que daba miedo verlo con el pelo revuelto y los ojos desorbitados. Se acercó al retrato y, antes de que yo pudiera evitarlo, le soltó dos tiros. Lanzó la pistola, fue hasta el sillón y se dejó caer en él llorando. Vino mi mujer y entre los dos, después de mucha brega, conseguimos llevarlo a su alcoba.
Raimundo me indicó la repisa del hogar.
—Ahí está la carta, señorito. Debería usted enterarse; es por el bien de don Ramiro.
No era una carta, sino tres. Una la firmaba Saúl; estaba dirigida a Ramiro y era un relato soez de sus amores con Clara y de los que la muchacha sostenía ahora con Pablo. Las otras dos eran documentos probatorios: dos misivas apasionadas, un poco libres de lenguaje, dirigidas a Saúl en fechas atrasadas y suscritas por Clara Fajardo. A la vista estaba que aquello era la venganza de Saúl Gormín por la traición de la mujer. Un vago temor me asaltó.
Dejé las cartas sobre la repisa y, acercándome al cuadro, me encaramé en una silla para observarlo de cerca. Las balas habían dejado en el lienzo dos orificios: uno sobre la garganta de la mujer; otro, sobre su pecho.
—Dos heridas mortales de necesidad —pensé.
* * *
—Tiene dos heridas mortales —dijo don Salvio—. Un balazo en la garganta y otro en el pecho, que le interesa el corazón. Cuando la encontramos, a medianoche, llevaba muerta como unas siete horas.
Y a mis afanosas preguntas correspondió añadiendo:
—Sí, naturalmente; en cuanto pude hacer volver en sí a Saúl Gormín, lo asedié a preguntas. No parecía muy dispuesto a contestar con claridad y pretendía marcharse enseguida. Cuando me llegó el aviso de que Clara Fajardo faltaba de su casa y no parecía por parte alguna, me temí lo peor. Acusé al hombre sin titubeos y su aplomo se derrumbó. Nos dijo que en su cabaña de las afueras estaba Clara herida. Pero no estaba herida, sino muerta.
—Me figuro, don Salvio, lo que debió de ocurrir.
—Saúl afirma que ella le disparó primero y que él se apoderó del arma y en el ardor de la lucha... ¡vaya usted a saber! Celos, codicia, ¡lo de siempre!
Le conté cuanto sabía acerca de las cartas enviadas a Ramiro y de la locura de este al disparar sobre el retrato de Clara. Don Salvio me escuchaba caviloso y ceñudo.
—Son esas dos condenadas coincidencias de los disparos —dijo— las que harán difícil nuestra labor, pero a la larga la desaparición de esa mujer y de su amante, que será condenado, contribuirá a calmar la morbosa excitación de la gente. A dos cosas hay que atender ante todo: primera, persuadir a Landero de que cuando él disparó contra el retrato, Clara llevaba muerta ya varias horas, aunque nadie lo supiera; segunda, tranquilizar la conciencia de don Vicente, quien a pesar de su incredubilidad y de su buen temple, tantas cosas ha oído desde ayer tarde, que comienza a dudar de su razón. Hay que convencerlo de que solo hirió a un pobre perro.
—¡Si al menos lo encontráramos muerto!
—¡Vaya usted a saber dónde se metió el animalito! Vivo, no pudimos saber nunca el lugar en que lo oculta su amo. ¡Conque sabe Dios su paradero ahora que vaga herido por esos montes o yace muerto en cualquier barranca!
Tranquilizar a Ramiro resultó más fácil de lo habíamos imaginado. La ausencia de Pablo Sebastián coadyuvó a ello. Por lo demás, don Salvio era un hombre muy persuasivo, y todos, hasta la mujer de Raimundo, colaboramos en la tarea de alegrar el ánimo del dueño de la casa. Yo cuidé de que el retrato de Clara desapareciese del testero del salón. Y aunque no solíamos mencionar la tragedia ocurrida, era evidente que a los ojos de Ramiro, Clara Fajardo había muerto absolutamente desprestigiada. Perdido su norte, el espíritu de mi pobre amigo navegaba al viento con que nosotros queríamos impulsarlo. Tal es la condición anímica de los carentes de una firme voluntad.
A Saúl Gormín se lo llevaron preso la misma brumosa mañana en que se inhumó el cadáver de Clara Fajardo. De sus cuatro perros pequeños, dos fueron muertos a tiros; otro, bárbaramente atormentado y destrozado por una caterva de salvajes supersticiosos; al cuarto lo recogió algún alma caritativa.
La tarde del mismo día del entierro de Clara, hube de vagar solo por aquel paisaje un poco inhóspito, que en tal ocasión me lo pareció mucho más.
Ramiro permanecía en cama. Pablo Sebastián había cerrado su quinta en la tarde anterior, y anochecido partió en coche para la lejana ciudad. Tampoco yo pensaba prolongar mucho tiempo mi estancia en la comarca, y en cieno modo consideré aquel solitario paseo como mi despedida del paisaje. En las últimas horas de la madama, los rayos del sol habían rasgado la algodonosa masa de las nubes, y durante la tarde el tiempo fue mucho más bonancible que en días anteriores.
Anduve, como he dicho, a la ventura entre pedregosos cerros, llanadas yermas y barrancas angostas. Tanto me alejé, tierra adentro que llegué a trasponer la más alta loma de a: parajes. Y tras corto deambular por el nuevo paisaje desconocido que se divisaba desde la otra ladera, llegué a sentirme vagamente desorientado. Creía no haber pasado más que una loma, y ahora eran dos —lo veía desde un otero— las que se interponían, entre la costa y el paraje donde me hallaba. A los pies del alcor pasaba, sinuosa, la pedriza rambla, cuyas ahiladas aguas corrían hacia la ensenada, pero seguir el curso— de aquel cauce había de resultar fatigosísimo. Lo que yo deseaba era regresar al caserón en línea recta.
Cerca de la ribera, junto a un llano rodal de viejos álamos, vi una casa labradora. Me dirigí a ella en busca de una orientación. No vi a nadie en los aledaños, y como la puerta estaba abierta, penetré en el zaguán pronunciando en alta voz un saludo. Lo repetí varias veces, sin obtener el menor resultado. Ni el más leve rumor revelaba que hubiese alguien en la casa, y sin embargo, en el hogar de la contigua cocina flameaba el fuego de los leños. El aspecto de las estancias era grato y acogedor. Los muebles, recios y vetustos, como suelen verse en las antiguas y ricas casas labradoras.
Decidí marcharme, y volví a cruzar el zaguán. Entonces, a la luz de la puerta entreabierta, vi que en el suelo, cerca de la pared, había un bulto. Me intrigó su forma, y me acerqué. Era un perro. Un perro como los cuatro de Saúl Gormín que yo conocía, pero algo mayor. Me incliné, y le puse una mano encima. No dormía, estaba muerto; caliente aún, pero bien muerto. Bajo la oreja desgarrada, tenía una enorme herida, recubierta de sangre reseca.
Aquel perro no representaba nada para mí, pero al encontrarlo me acordé automáticamente de don Vicente. El cadáver del perro podía tranquilizar para siempre su alterada conciencia. El hacendado barbarote pasaba ahora a los ojos de todos los supersticiosos del pueblo por un homicida. Yo podía demostrar que no había matado más que a un pobre can, pero para eso sería necesario cargar con un animal muerto, y llevarlo hasta el poblado.
No pretendo que se me considere un Quijote ni un altruista profesional. Tuvo mi acto cierto carácter de risueña travesura —un poco pesada para mí mismo— y mucho afán de burlarme de los papanatas pueblerinos, que tanto crédito concedían a la patraña del hombre-perro. El hecho es que lo cogí por las patas traseras y me lo cargué sobre el hombro. No pesaba mucho; unos diez o doce kilos.
A buen paso y sin haber visto alma viviente, trepé a la cumbre de la loma. No eran dos las barreras montañosas, como me había parecido desde abajo, sino una sola con dos crestas cimeras separaras por angosto collado. El llano costero y las aguas temblonas de la bahía se ofrecieron muy pronto a mis ojos anchamente.
Cuando llegué al caserón, pensaba todavía en el fuego encendido en el hogar de la casa labradora y en los campos desiertos que la rodeaban.
Aún no se había puesto el sol. Dejé mi carga, en el patio y le pedí a Raimundo que, de un modo u otro, hiciera venir a don Vicente aquella noche.
* * *
Don Vicente soltó una carcajada estrepitosa.
—Esta noche aparezco en el cafetín con el animal muerto. Pero a muchos de esos majaderos ni la evidencia los convencerá.
Estábamos los tres —el hacendado, el médico y yo— sentados ante el hogar, saboreando el aperitivo que nos había preparado Raimundo. La estancia solo estaba alumbrada por una lámpara rinconera y por el resplandor de la fogata que en la chimenea crepitaba. Don Sal vio se sentaba frente a mí; con el vaso en la mano y él codo apoyado en el brazo de su sillón, contemplaba fijamente las vivas lenguas de las llamas.
—Hemos presenciado unos hechos increíbles —dijo sin levantar la mirada—. Porque no solo han coincidido los disparos hechos al perro y al hombre, sino también los recibidos por el cuadro y la mujer. Si en el pueblo llegasen a saber esto último, no quiero pensar...
Yo me sentía muy optimista, porque estaba orgulloso de haber encontrado al animal muerto.
—En cuanto se convenzan de que don Vicente mató, en efecto, al perro, pensarán con más sensatez.
—No lo crea usted —dijo don Salvio.
—Piense que Saúl Gormín no podrá ya ejercer su influencia perniciosa. Y tampoco Clara.
—Pero la superstición está arraigada. Mire usted, esto me recuerda otra cosa... Vea como todavía queda gente interesada en mantener las creencias del vulgo en lo sobrenatural.
Don Salvio buscó algo en su cartera, mientras el hacendado ingurgitaba, con acompañamiento musical, el contenido de su vaso.
—Ese demente de «Mosén Lázaro» —añadió el médico después de hallar lo que buscaba —afirmó la misma tarde del drama que había fotografiado la casa de piedra, la casa fantástica. Pues mire usted esto.
Me tendió la pequeña cartulina de una fotografía, que yo estuve mirando a la claridad que esparcía la lumbre del hogar.
—Hoy ha repartido por el pueblo una docena de copias de esa fotografía. Ese pillastre no es ningún tonto. Ha hecho una composición fotográfica perfecta. Ni por el menor detalle notará usted la superposición de dos imágenes. Porque huelga decirle que el paisaje es auténtico y fácilmente reconocible: un rodal de álamos en un recodo de la rambla; un lugar que aquí llaman «la rinconada de los siete novios», todavía no sé por qué. Está más allá de la loma alta y cerca de la vertiente. Pero en medio del rodal no existe ni ha existido jamás la edificación que ahí aparece ni ninguna otra. Esa casa, además, no es de por aquí; no la he visto nunca, y he recorrido mil veces la comarca. «Mosén Lázaro» es un redomado lagartón. Sabe Dios de dónde ha sacado la fotografía del edificio.
—Creo que se equivoca usted, don Salvio.
Dejé la fotografía sobre la mesilla de los licores y extraje un cigarrillo de mi petaca. Pretendí prenderle fuego con la llamita de mi encendedor, y no pude; me temblaba la mano.
—¿Qué le ocurre? —musitó el médico con alertada curiosidad.
—He dicho que se equivoca usted, don Salvio. La fotografía no es una composición de dos distintas imágenes: es una fotografía auténtica. En esa casa, exactamente en esa casa, situada no en medio del rodal como ahí aparece, sino en uno de sus extremos, he penetrado yo esta tarde. Y en el zaguán he encontrado el perro muerto.
Don Vicente dormitaba. Yo debía de estar un poco pálido; sentía mi frente bañada en sudor frío; aun me tembló la mano al llevarme el cigarrillo a los labios.
También en la chimenea tembloreaban las llamas de un leño. El médico estaba en pie, frente a mí, con las manos sumidas en los bolsillos de su americana. Me contemplaba con absorta fijeza.
Y os aseguro que no era incredulidad lo que brillaba entonces en sus ojos dilatados.