PAÍS RELATO

Autores

arturo benet

la extraña aventura de mi prima isabel

I
Han transcurrido muchos años; demasiados para que yo recuerde todo lo sucedido con claridad. Entonces era un niño, y ciertos hechos se grabaron en mi memoria para siempre; otros, en cambio, los olvidé. No podría, aunque quisiera, escribir un relato coherente de aquellos acontecimientos sin falsear la verdad; existen demasiadas lagunas entre mis recuerdos. Lo que sí puedo hacer es contar aisladamente las incidencias y pormenores que todavía soy capaz de rememorar. La imaginación del lector podrá relacionarlos a su gusto, sin necesidad de que yo profane con literarias invenciones, un acervo de memorias que siempre han sido sagradas para mí.
II
Renuncio a describiros con exactitud cómo era en vida mi prima Isabel. La única imagen suya que logro revivir es la de la mañana en que la encontramos muerta en el mar. Pero entonces debía de ser una sombra trágica de sí misma. Había permanecido a merced de las aguas durante dos días, y los embates del oleaje en las rompientes desgarraron su cuerpo.
Mas aun guardo, eso sí, la vaga impresión de su belleza; una belleza angélica, de muchacha rubia que llevaba el cabello destrenzado y tenía un rostro sonriente, purísimo, y los ojos muy claros y dulces.
Su voz cantarina, su risa tímida, su misma presencia juvenil alegraron, durante aquellos años ya tan lejanos, este sombrío caserón. El recuerdo es punzante para mí, ahora que mis pasos resuenan de un mode lúgubre en las vastas estancias desiertas y oscuras, donde los muebles enfundados, recubiertos de polvo, remedan sendas tertulias de rígidos fantasmas. Entonces el casal no era un nido de sombras. Mis tíos vivían en él todo el año, con su hijo Julio y con Isabel, que era huérfana, hija de una hermana mayor de mi madre y de tía Asunción En la casa pequeña, al otro lado de la corraliza, se aposentaba la familia labriega que cuidaba de las tierras y de la granja.
El último verano de la vida de Isabel estuve aquí con mis tíos. Nosotros residíamos siempre en la ciudad, y aquel estío quisieron mis padres que lo pasara yo en el campo. Hasta entonces no había estado en el casal sino por breves horas, cuando aprovechando cualquier festividad venía de visita con mi madre. Los primeros días de mi estancia los pasé intranquilo, nostálgico, deseando volverme a casa y a mi vida habitual. Mi tío Ernesto era hombre de modales un poco ásperos, de carácter muy severo. Mi tía Asunción estaba siempre triste y callada. Todo eso me asustó. Yo estaba acostumbrado a la alegría ruidosa de la casa de mis padres.
Les había ya escrito a estos una carta de ingenua redacción pidiéndoles que de nuevo me llevaran consigo a la ciudad, cuando cambié de opinión súbitamente, y hube de echar al pozo de la granja, usando toda mi capacidad de disimulo, los fragmentos de mi malograda epístola. El milagro se debió a mi prima Isabel. Yo la conocía muy poco; como en los dos o tres días que siguieron a mi llegada ni ella ni Julio hablaban apenas conmigo, tomé por orgullo lo que no era más que timidez, y adopté una actitud de caballero ofendido que hizo comprender a mi prima lo poco a gusto que me hallaba en el casal.
Una tarde habló conmigo, sentados ambos en el bajo paredón del sendero y mientras Julito, a poca distancia, nos miraba sonriendo con la boca muy grande, como si quisiera expresar que el ofrecimiento de amistad también se me hacía en su nombre. Yo la acepté sin titubeos, y desde entonces fui un compañero inseparable de mis dos primos.
III
Julito era menor que yo, no tonto del toldo, pero bastante apocado y llorón. Isabel, aunque había ya cumplido sus diez y siete años, compartía nuestros juegos con el entusiasmo de una chiquilla. Ninguno de los dos había vivido nunca en la ciudad, ni creo que hubiera salido jamás de aquellos valles, y eso, en mi mundana opinión de entonces, era causa de su timidez lugareña y de su puerilidad.
Creo que nuestra camaradería de niños duró exactamente un mes, treinta días de felicidad inigualable, durante los cuales mis tíos debieron de ocuparse muy poco de nosotros, porque de entre la vaguedad de mis recuerdos urge la impresión de que pasábamos las horas correteando por los campos en absoluta libertad. Yo era un muchachito travieso, y la decisión con que acometía las más estupendas aventuras mantenía a mis dos primos en perpetua admiración. Los frutos de los cercados ajenos constituían una tentación irresistible para mí. Verme saltar la tapia de un huerto y trepar tronco arriba por los prohibidos frutales era espectáculo que aceleraba la palpitación del corazón de Julito. Pero cuando yo consumaba la hazaña y nos repartíamos el botín, mi primo se mostraba tan contento, exaltado y fanfarrón como si el audaz vulnerador de las leyes hubiera sido él mismo.
—Mañana podremos coger ciruelas en el Huerto Grande —proponía con audacia prematura y con la boca llena de los albaricoques que había «conquistado» yo.
—¿Los cogerás tú? —le preguntaba maliciosamente.
Julito aseguraba que sí; pero cuando llegaba el momento de cumplir su promesa surgían innumerables obstáculos: los árboles eran demasiado difíciles para él, las ramas poco fructíferas, las tapias muy altas, el lugar escasamente seguro...
Una tarde soltamos la mula del viejo Santacreu.
El huerto de Santacreu era, en toda la comarca, el que daba más grandes y sabrosos melocotones. No estaba cercado; pero el viejo labrador trabajaba de sol, a sol en sus tierras, sin desamparar nunca aquella riqueza de frutales. Siempre nos parábamos Julito y yo a contemplarlos desde el camino, y la imposibilidad de apoderarnos de los frutos acrecentaba nuestros pecaminosos deseos. La boca se le hacía agua a mi primo, y me miraba a mí con expresión reprobatoria, como echándome en cara mi poca decisión. Seguramente fue mi amor propio herido por sus tácitos reproches lo que me impulsó a la temeraria aventura.
Santacreu todas las mañanas llegaba en su carrito al huerto, desuncía la mula, y la dejaba sujeta por el ronzal al tronco de un olivo que se alzaba en la misma linde de sus tierras. Llegar a rastras hasta el tronco del árbol, dar libertad a la mula desatando la cuerda, y espantarla con desaforados ademanes para que echara a correr fue cosa sencilla. No existen dificultades para el ánimo del valiente que ha resuelto mantener incólume su prestigio heroico.
Apenas había regresado yo hasta el ribazo donde Julito me esperaba agazapado, cuando ya el viejo Santacreu se había dado cuenta de que su mula campaba suelta por los bancales del huerto. Fue hacia ella, y el animal huyó; dióle voces, y la mula emprendió un trotecillo alegre a lo largo de la ladera. Uno en pos del otro, labrador y caballería pisotearon sembrados, saltaron márgenes, arrasaron mieses. Propagada la voz de alarma, durante media hora todos los labriegos del valle dedicáronse a la caza del Animal. Cuando este, atado y apaleado, volvió a su olivo, Santacreu advirtió con pasmo que por su rodal de melocotoneros habían pasado las hordas de Atila.
Pero esa hazaña nos dejó recuerdos. En primer lugar, Isabel no quiso participar en el reparto del botín.
—Habéis sido malos —nos dijo—, y no quiero cargar con vuestras culpas. Esos melocotones son el fruto de un grave pecado.
Tales palabras provocaron un copioso llanto de Julito. Yo, menos impresionable, devoré los melocotones que me correspondían, los que rechazaba Isabel y aun dejé bastante mermada la parte de mi primo. Bien sabe Dios que lo hice para disminuir su responsabilidad cargando yo con toda la culpa, pero mi generosa acción, lejos de sosegar la conciencia de Julio, aumentó considerablemente el caudal de sus lágrimas.
Santacreu presentó ante mi tío una reclamación en regla, y las consecuencias no se hicieron esperar. Nuestras correrías se acabaron, y desde entonces no se nos permitió salir de los límites de la finca. Mañana y tarde habíamos de permanecer en el casal o en el jardincillo que entonces lo rodeaba. Este régimen de castigo duró poco más de una semana. Después, bajo la vigilancia benévola, pero constante de mi prima, se nos dejó de nuevo en libertad casi todos los días.
Y me parece que fue entonces cuando conocimos a Sergio.
IV
De Sergio, recuerdo que era un muchacho arrogante, moreno, muy poco hablador. Con Isabel tenía, empero, largos coloquios que a mí me fastidiaban sobremanera. Mientras sostenían sus insulsas charlas, Sergio fijaba sus retintos ojos en el semblante de Isabel, y ella mantenía baja la mirada, sin disimular su timidez de niña. Yo barruntaba que mis continuas preguntas e interrupciones les molestaban, más no por eso dejaba de hacerlas. Cuando fingían no haberme oído, les hablaba a voz en grito, hasta que no les quedaba otro recurso que escucharme. Pero he de confesar que Sergio nunca se mostró adusto conmigo. Permanecía siempre imperturbablemente serio, pero jamás dejó de hablarme con deferencia. Y lo mismo hacía con Julio.
Por eso me resulta muy difícil razonar los motivos de la aversión que me inspiraba aquel hombre. Mas decir aversión es expresarme de un modo impreciso. Yo experimentaba hacia él, si no cordial simpatía, cierto género de ternura o de lástima que no es fácil definir. Era como si en lo íntimo de mi conciencia estuviera siempre temiendo que los demás no recataran la repulsión hacia él que yo, por mi parte, mantenía voluntariamente reprimida. Las suspicacias instintivas que despertaba en mí, y que por extraña conmiseración hacia él, yo pugnaba por disimular y disipar, podían nacer en la mente de los demás, y eso me producía un particular desasosiego, porque temía que no todos fueran misericordiosos como yo. Y esos «otros», esos «demás» de que estoy hablando no eran sino la masa amorfa e indeterminada de las gentes.
Propiamente, yo no sentí nunca cariño ni simpatía hacia Sergio, pero sí ese impreciso sentimiento benevolente que he tratado de describir. Sin embargo, algo siniestro adiviné ya entonces en él. No sé por qué motivo, siempre asocié su aspecto físico, muy arrogante cómo he dicho ya, a cierta imagen onírica cuyo recuerdo ha perdurado desde la niñez en mi memoria. En alguna ocasión remota, que no podría determinar ahora pero que fue indudablemente anterior a mi conocimiento de Sergio, vi en sueños la inolvidable figura de un hombre muy erguido, vestido con elegancia a la moda romántica, pero cuyo semblante era una macabra faz de momia, un rostro en el cual la piel, reseca como amarillento cuero, recubría las óseas facciones de la calavera. La siniestra cabeza, tétricamente sonriente, de mi visión, ostentaba largas crenchas de cabello lacio, muerto, y eso era lo que le proporcionaba una apariencia más repulsiva.
El noble semblante de Sergio ninguna semejanza tenía con el de mi visión, pero acaso hubiera sido posible descubrir en él un gesto expresivo que recordara el de la singularísima momia. Aunque es también posible que la relación entre esta y nuestro amigo la estableciera yo inspirado por el parecido de sus voces. Porque el hombre de mi ensueño hablaba; hablaba con una voz fantasmal, fría, casi mecánica, una sombra de voz inexpresiva por sí, inhumana, una voz que yo entonces llamé «voz de cadáver», y que sonaba como sonó más tarde a mis oídos la voz, tan poco prodigada, de Sergio. Recordándolo a través de los años transcurridos, pienso ahora que” Sergio tenía también ademanes análogos al del muerto que soñé; era un gesticular ondulante, oleoso, que parecía realizado en un medio muy denso, como los lentos ademanes de un nadador dentro del agua.
No puedo recordar en qué ocasión nos habló Sergio por vez primera. Y sin embargo su figura permanece en mi memoria tan vívidamente como si lo acabase de ver.
Sé que la encontrábamos casi todas las tardes en las cercanías de la balsa, y que allí permanecía con nosotros hasta el anochecer. Al ocultarse el sol por él filo de los montes distantes, Sergio se despedía con cierto apresuramiento y se apartaba de nosotros por un sendero que bajaba entre las colinas hacia el mar.
Era un hombre muy raro; y raro fue también, que ninguno de nosotros, ni Isabel, ni Julito, ni yo, contáramos nunca en casa que habíamos trabado conocimiento y amistad con él. Fue un tácito acuerdo entre los tres. No sé si temimos desde el primer momento que mis tíos opusieran algún impedimento a nuestra relación con un hombre casi desconocido. Si fue así, debimos de obrar obedeciendo a un impulso intuitivo, pues en realidad nada de particular tenía que, siendo muchachos, hubiéramos entablado amistad con persona que no contaba tampoco muchos años —yo calculaba que Sergio tendría unos veintidós —y que se hallaba en aquellos parajes en guisa de veraneante, como yo mismo.
Aun ahora no puedo menos de admirarme al recordar el absoluto desconocimiento que de la existencia de Sergio tuvieron mis tíos y hasta los sirvientes y labradores del casal. Cuando la tragedia hubo acontecido, resultó que nadie conocía a Sergio, nadie parecía haberlo visto jamás, nadie comprendía de quién hablábamos; y no obstante, mis primos y yo pasamos muchas tardes en compañía de aquel muchacho, y anduvimos durante muchas horas con él por las veredas de los huertos, por las colinas y también por el camino, siempre más concurrido, de la playa.
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Uno de los detalles más patentes hoy en mi memoria es el hecho de que Sergio procuró ocultarnos siempre el lugar en que vivía. Eso lo sé con certeza porque me acuerdo perfectamente de que yo se lo pregunté varias veces sin que nunca obtuviera satisfactoria respuesta. No creo tampoco que se lo revelara a mi prima Isabel, por lo menos antes de «aquello». Quizá Isabel no llegó siquiera a sentir curiosidad sobre el punto de residencia de Sergio, aunque teniendo en cuenta que estuvo sin duda enamorada de él, resulta lógico pensar que sí debió de sentir esa curiosidad, pero que nunca, dada su congénita timidez, se atrevió a formular pregunta alguna acerca de un tema que el otro prefería mantener en secreto.
Hacía ya muchos días que conocíamos a Sergio, cuando una mañana lluviosa en que no era posible permanecer en el jardín, resolví pasar las horas revolviendo los cachivaches que los años habían ido amontonando en el desván. Recuerdo muy bien que Isabel se hallaba en la planta baja interpretando al piano no sé qué pasaje romántico de «Madame Butterfly», mientras tía Asunción dedicaba el tiempo a su labor de punto, sentada en el ángulo opuesto de la pieza. Mi tío Ernesto se había encerrado en su despacho; Julito se hallaba en su dormitorio fingiendo estudiar declinaciones latinas; y los criados azacaneaban por la cocina y las habitaciones de abajo. Me hallé, pues, en envidiable libertad, y decidí aprovecharla.
El desván estaba repleto de magníficas tentaciones. Quiero decir que estaba lleno de muebles desechados, de arcones viejos, de jaulas, trozos de tuberías, cuadros desgarrados, marcos de espejo, maletas inservibles, libros apolillados...
Durante dos horas estuve revolviéndolo todo con inefable fruición. No me resultaría fácil ahora enumerar todo lo que vi y manoseé, más puedo afirmar con seguridad completa que solo me apropié de un, retrato. Era poca cosa en verdad, pero tan significativa que su valor me pareció incalculable. Lo hallé entre las amarillentas páginas de un ejemplar de «Pablo y Virginia», la novela de Saint-Pierre, en el anverso de cuya portada figuraba escrito con ya borrosa tinta el nombre de mi tía Margarita, la difunta madre de Isabel, a la que yo no había conocido. El retrato era una descolorida fotografía de Sergio, pero de un Sergio ataviado a la moda de veinte años atrás.
El descubrimiento me dejó perplejo, porque calculaba yo que si Sergio, hacía ya veinte años, era como la fotografía lo mostraba, el transcurso del tiempo no había modificado lo más mínimo su apariencia. En el retrato aparentaba tener los veintidós o veintitrés años que yo le atribuía en aquel verano. Y la fotografía era antigua, muy antigua; de eso no cabía dudar.
Guardé conmigo el retrato romántico, pero la misma instintiva reserva que a mis primos y a mí nos había impedido hablar de Sergio ante las personas mayores del casal, impulsóme a mí a no comunicar a nadie, ni siquiera a Julito, el hallazgo que había realizado. Y sin embargo, el problema de la edad de Sergio me intrigaba. Tres días estuve debatiéndolo «in mente».
La primera tarde que encontramos a nuestro amigo, me tentó la idea de mostrarle la fotografía suya, pero no sé qué escrúpulo me lo impidió. Pienso ahora si el curso de los hechos habría sido distinto de haber obrado yo de otro modo. Pero es muy posible que las cosas ocurrieran como estaban determinadas ya desde siempre.
La única persona a quién hablé de mi hallazgo fue el viejo Tori, uno de los labradores que cuidaban de las tierras del casal. Los cuarenta años empleados en trabajar aquellos bancales habían curvado la espalda del cavador. Era charlatán, bondadoso, y le gustaba amenizar su vejez con recuerdos. Encorvado, apoyándose con ambas manos en el mango de la azada, solía conversar conmigo bajo el sol de las mañanas. Cuando le mostré la antigua fotografía no reveló sorpresa.
—Es el señorito Sergio —me dijo—. Hace muchos años que ha muerto.
Y como yo lo mirase imperturbablemente, aguardando una explicación, me la proporcionó con el gusto que experimentaba siempre al rememorar cosas de antaño.
—Fue un señor que vivió muy cerca de aquí, en la quinta Mascarat, donde alquilaba unas habitaciones para pasar los veranos. Fue novio de tu tía Margarita... Pero de eso no digas nada en casa.
Tranquilicé al viejo Tori. No contar nada en casa era ya una costumbre en mí.
—Fue novio de tu tía Margarita —repitió—, pero no se casó con ella.
Hizo una larga pausa, porque se había quedado ensimismado, rumiando sus recuerdos. Yo dije:
—Conozco al hijo de Sergio, que también se llama así.
Tori me miró abriendo mucho los ojos. Luego se echó a reír.
—¡Qué chico este! No puedes conocer al hijo de Sergio, porque no tuvo ningún hijo. Sergio era muy joven, y estaba solo en el mundo, completamente solo; no tenía padres, ni hermanos, ni pariente ninguno. ¡A mí me daba mucha lástima! Durante dos o tres años fue novio de tu tía Margarita, y cuando ella se casó, hace veinticinco años, con el padre de Isabel, Sergio se mató.
Sentí físicamente la violenta sacudida de mi corazón.
—¿Se mató? —pregunté para volver a oír una noticia tan agradablemente sensacional.
—Sí; se mató en el mar. Una tarde embarcó solo en un bote, se alejó mar adentro y nadie ha vuelto a verle. Un día después las olas trajeron a la playa la embarcación, y dentro estaba la chaqueta de Sergio...
Creo que no pude responderle nada al viejo Tori. La emoción me agarrotaba la garganta. Solo le dediqué un ademán de despedida.
V
Nuestro acompañante de las tardes se convirtió para mí en un personaje legendario. Yo llevaba conmigo, bien oculta, la fotografía del Sergio desaparecido, y continuamente comparaba aquella efigie con la de nuestro amigo, aprovechando los momentos en que él se hallaba embargado por la conversación de Isabel.
A Julito no quise comunicarle mi emocionante secreto. Era demasiado niño, y estaba yo seguro de que no obraría con el necesario tacto si llegaba a enterarse de mi descubrimiento. Lo que hice fue pasarme dos días acechando a Sergio, y en el tercero seguirle, cuando se apartó de nosotros, para descubrir quién era y dónde vivía aquel hombre.
Ocurrió al declinar una tarde muy dulce. El rojo sol se estaba ocultando por un lejano confín de serranías, y Sergio se despidió de todos con su apresuramiento habitual. Estábamos junto a la alberca, en lo más alto de la suave ladera de una loma. Isabel, Julio y yo nos quedamos, por un momento, contemplando cómo se alejaba nuestro amigo, quien bajaba por un sendero oblicuo, entre bancales de huerto, hacia el camino ramblizo que serpeaba en lo más hondo del valle. Tenía este camino márgenes de cañaveral, y descendía hasta muy cerca de la playa trazando una graciosa curva.
Dije a mis primos que enseguida me reuniría a ellos y eché a correr hacia el camino bajo. Pero al llegar a él me detuve. Vi a Sergio que andaba apresuradamente delante de mí y me dispuse a seguirlo con cautela.
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El crepúsculo es largo y dulzarrón en los estíos de este país. Con la puesta del sol se hacen más intensos los colores y aumentan los matices verdosos del campo. Un silencioso sosiego va inmovilizando la arboleda, los huertos y herbazales. El último cantar labriego se extingue con prolongado resón y por todas las sendas van pasando hacia el poblado los cavadores, con la azada al hombro y un camino fatigoso. Nunca como entonces se oye tan clara la canción del manantial ni el murmullo del regato. Croan las ranas; los sapos dan sus notas de cristal; de muy lejos llegan los chirridos de un carro que avanza muy despacio, carretera adelante. El azul del cielo se agrisa; comienza a parpadear una estrella. No pasa un hálito de brisa, pero hay un suave frescor en el aire, y del mar viene el rítmico, manso y pausado rumor del oleaje. Las formas, sin contornos, van sumiéndose en una penumbra azulada; no es fácil distinguir sus movimientos. Los ruidos se desdoblan, propagándose hasta muy lejos... Unos minutos más y habrá llegado la noche.
Yo sentía calor, un calor asfixiante y un horrible desánimo en el corazón.
A un lado del camino se abría una cárcava honda; me entré en ella siguiendo los pasos de Sergio. Apenas si percibía su figura caminando delante, porque entre aquellos naturales muros de piedra, la oscuridad se hacía más densa.
Vi a aquel hombre más distintamente cuando salió a la arena de la playa. Luego lo ocultó a mis ojos un ángulo del roquedal. Corrí para no perderlo de vista, y al salir del carcavón me hallé en el angosto recinto de una playa limitada a izquierda y derecha por dos promontorios que avanzaban hasta desgarrar las aguas con su proa de piedra. Era en realidad una estrecha cala que el oleaje había rellenado de arena. No había otra salida que la cárcava o el mar; me di cuenta enseguida. Pero Sergio no estaba allí. Lo llamé y me contestó el eco temeroso de mi propio grito. Entonces el miedo se apoderó de mi corazón y hui temblando.
Por lo profundo del gollizo y por el ya sombrío camino de las cañas, volví hacia el casal en alas de mi temor. Era ya muy oscuro y las altas estrellas no me alumbraban. Yo percibía tras de mí los sigilosos pasos de la negrura; y la voz de la noche musitaba en mi oído todos esos pavorosos misterios que solos niños saben oír en la soledad.
Cuando llegué a casa ni mis tíos ni mis primos habían cenado aún. Tío Ernesto me esperaba en el zaguán. Al ver su ceñudo semblante, comprendí que aun tendría que apurar el trago más amargo.
VI
Tres días de encierro premiaron mi inexplicada escapatoria de la tarde en que seguí a Sergio.
Aun ahora, transcurridos tantos años, no puedo menos que pensar en el posible influjo que mi falta de libertad tuvo en el desarrollo de la tragedia. Yo era un muchacho de no escasa energía, experimentaba el presentimiento de que algo confuso e indeseable se avecinaba, y nunca hubiera consentido en separarme de Isabel si aquella tarde aciaga hubiera salido con ella. Mas poco han de valer posteriores lamentaciones.
El hecho cierto es que permanecí tres días sin salir del casal, mientras mis dos primos correteaban con Sergio por las cercanías. La tercera tarde, a la hora cálida del sestero, busqué refugio en un saloncillo de la parte trasera del edificio, pieza ricamente amueblada y que solo se usaba para recibir protocolarias visitas de cortesía.
Permanecía aquella habitación casi siempre cerrada, y aunque tenía ventanas que se abrían sobre el patio posterior, las tupidas celosías dejaban filtrar apenas una tenua luz verdosa que a mí me parecía pura delicia. Me agradaba estar allí a solas con mis endiablados pensamientos o manoseando los innumerables cacharritos y chucherías que adornaban las mesillas y la consola.
Tendido en el sofá estuve hojeando aquel día un álbum de viejas fotografías familiares. En una de ellas —el retrato de un grupo de personas reunidas en el jardín— descubrí de nuevo a Sergio, junto a mi tía Margarita, que era en su florida juventud, la vera imagen de su hija Isabel a los diez y siete años. Viéndolos juntos en la descolorida cartulina del retrato, costábame trabajo creer que no eran verdaderamente ellos mis dos compañeros de todas las tardes.
A media tarde me cansé de aquel entretenimiento, y me acerqué a la ventana para contemplar los espaciosos y deseables campos. Entonces vi que por un sendero del huerto Julito se acercaba al casal. Llamé su atención manoteando, y como no me viera, me arriesgué a lanzar un silbido cuya peculiar modulación mi primo conocía muy bien. Hizo un ademán de susto al verme asomado a la ventana de una estancia prohibida, y penetró corriendo en el patio.
—¿De dónde vienes? —le pregunté—. ¿No ha ido contigo Isabel?
Me dijo que sí, que habían salido juntos y que habían encontrado a Sergio junto a la alberca.
—¿Y por qué vuelves tan pronto? ¡Eres tonto!
—Me han hecho volver ellos —repuso compungido, con un hipo que anunciaba el llanto—. Se han ido al mar, a embarcarse... ¡Y no han querido llevarme...!
Sentí que se me subía el corazón peche arriba.
—¿Qué se han ido al mar dices? ¿Ellos solos?
—¡No me han querido llevar!... —porfiaba Julito sin disimular ya su congoja.
—¿Dónde los dejaste?
—Pues... ¡en la balsa!
No fueron razonamientos pueriles los que me hicieron obrar, os lo aseguro. Era un impulso ciego, una corazonada. Fue un deseo irreprimible, intuitivo, de evitar algo horrible que yo sabía que estaba aconteciendo ya; algo horrible, pero desconocido y confuso para mi entonces, en aquellos momentos.
Ante el pasmo mudo de Julito, salté por la ventana, y asido al estrecho saliente de una cornisa, me deslicé en sentido horizontal hasta la gruesa cañería del agua que descendía al patio. Por ella bajé sin cuidarme del peligro.
Desdeñé la compañía de Julio, y atravesé corriendo el patio, el jardín, los bancales del huerto, los campos de mies. Llegué al camino del cañar, y aceleré mi furiosa carrera. Pero ya cerca de la playa, en lugar de descender al arenal por la cárcava, trepé por un repecho que remataba en la cima de uno de los promontorios.
Era una tarde de agosto apacible y diáfana. Estaba el mar dormido y todo el paisaje en sosiego. La reverberación del sol en las aguas iba tomando un tinte rojizo. Del magno horizonte llegaba una brisa suave.
Vi a Isabel y a Sergio en la cóncava playa, embarcando en un bote que tenía una vela latina.
Los llamé varias veces y se volvieron para hacerme un ademán de adiós.
—¡Isabel! —grité desesperado—. ¡Isabel, no te vayas! ¡Vengo por ti, Isabel! ¡Espérame!
El bote se apartó de la arena y ellos volvieron a agitar las manos. Durante mucho tiempo estuve gritando como un loco.
No hacía viento ninguno, pero el bote se deslizaba mar adentro, mar adentro, rapidísimamente, con la vela henchida, como si lo impulsara el insensible y poderoso aliento de Satán.
Cuando se perdió para mis ojos en la insondable lejanía del mar, me volví hacia el casal bajo el calor agobiante de la tarde.
Al llegar me eché en brazos de mi tía Asunción y entre sollozos se lo conté todo... ¡todo! Pero no me creyó.
VII
De Sergio y del bote nadie supo nunca nada. En realidad, de Sergio nadie había sabido, excepto mis primos y yo.
A Isabel la encontraron dos días después flotando entre las rompientes de un acantilado, no lejos de este valle.
Yo pude verla cuando la sacaron de las aguas. Había lavado el oleaje las desgarraduras que en su cuerpo dejaron las hirientes aristas del roquedo. Estaba desnuda, totalmente desnuda; su larga y mojada cabellera rubia arrastraba por el arenal.
En aquella ocasión vi a Isabel a través del turbio velo de mis lágrimas, pero recuerdo que era su cuerpo, virginal y hermoso, como el de una nereida violada por la lujuria del mar...