PAÍS RELATO

Autores

ángel rodríguez chaves

el rigor de las desdichas

Inocencio Negro estaba llamado a tener un porvenir más oscuro que su apellido, y como la suerte o la desgracia empiezan a manifestarse desde bien temprano, las desdichas de nuestro protagonista comenzaron desde el momento de su nacimiento.
Hijo de un matrimonio que se había pasado quince años esperando un heredero, excusado es decir que sus progenitores le prodigaron toda suerte de cuidados cuando encerrado en la prisión del claustro materno no podía disfrutar de ellos. Mas, ¡ay!, su bondad innata no quiso sin duda prolongar la impaciencia que devoraba a los autores de sus días e Inocencio se decidió a traspasar los umbrales de la vida antes del plazo marcado por la ley. Aquel rasgo de magnanimidad, con que voluntariamente se condenaba a la condición de sietemesino, tuvo fatales consecuencias. Su madre perdió la vida al darle a luz, y su padre, no pudiendo soportar el rudo golpe que le privaba de su compañera, se ahorcó de la reja a través de cuyos hierros Inocencio recibía los primeros rayos del luminar del día.
La temprana orfandad de nuestro personaje no impidió que con más o menos trabajos, llegara a la edad en que la palmeta de un dómine nos hace envidiar la suerte de esos pájaros que aprenden todo cuanto tienen que saber sin que nadie coarte su libertad; y en ese período Inocencio demostró que su índole era tan bondadosa como negro su sino. Jamás se proponía un premio en la escuela a que él con una constancia digna de mejor suerte no aspirase; pero siempre había otro que, con menos trabajo y menos mérito, se llevaba la recompensa apetecida. En cambio, los palmetazos que merecían todos, venían a parar a él, y cuando llegaba un día de asueto no faltaba una importuna fiebre o una impensada indigestión que le retuviera en el lecho privándole de los juegos extraordinarios con que se solazaban sus compañeros. Estos incidentes acabaron por granjearle una poco envidiable reputación, precedido de la cual se presentó a tomar el grado de bachiller.
En los ejercicios de aquel acto tuvo la debilidad de desarrollar los temas que habían tocado en suerte a uno de sus compañeros y este mereció los más entusiastas plácemes del tribunal. A él, por el contrario, se le acusó de haber copiado los trabajos del otro y por unanimidad fue reprobado.
Tales contratiempos al principio de la vida, hubieran acabado por ennegrecer una conciencia cualquiera; pero Inocencio Negro estaba dotado de un alma a prueba de infortunios, y, persuadido de que la propia satisfacción es la gran recompensa de la virtud, se resolvió a vencer la mala fortuna a fuerza de heroísmo.
Con tal propósito entró en una casa de comercio, que consumió un voraz incendio al día siguiente de su entrada en ella. En medio de la desolación general viendo pintada en el rostro de su principal la más cruel de las desesperaciones, no dudó un momento en arrojarse en medio de las llamas para salvar la caja. Chamuscado hasta las cejas, cubiertos sus brazos y sus piernas de horribles quemaduras, logró, con gran peligro de su vida, llegar hasta el arca de hierro en que estaban encerrados los valores, y en la imposibilidad de cargar con ella hizo saltar la tapa de un hachazo y retiró los fondos.
Mas, ¡ay!, el fuego los consumió en sus manos y al salir milagrosamente de aquel verdadero infierno de llamas y de escombros, un agente de policía se apoderaba de él. Un mes después se le condenaba a cinco años de presidio correccional por haber tratado de apoderarse, a favor de un incendio, de una fortuna que no corría riesgo alguno en una caja de hierro.
Un día estalló una sublevación entre los penados del correccional en que se encontraba; su natural bondad le hizo ponerse de parte de sus jefes, pero creyendo salvar a uno de los empleados del presidio, atrancó con resolución una puerta, dispuesto a que nadie la abriera si no pasaba antes sobre su cuerpo. Por desdicha la salvación del desgraciado empleado estaba en aquel paso, y mientras nuestro héroe creía impedir que los perseguidores le alcanzaran, lo que hizo fue embarazar su fuga y dar lugar a que le asesinaran. El premio de aquella acción fue su traslado a Ceuta con la pena de veinte años de grillete.
Después de consultar largamente con su conciencia, se decidió a aprovechar una coyuntura y se fugó del presidio. Vuelto a Madrid, cambió de nombre y con ello creyó haber despistado a la fatalidad. Con tal seguridad volvió a practicar el bien, diciendo para su coleto:
—Ahora sí que mi tarea no será infructuosa.
Una tarde volvía de la romería de San Isidro, ve un caballo desbocado que arrastra en pos de sí un carruaje amenazando precipitarse en el río, y sin darse tiempo de pensar en los peligros a que se expone, se arroja a detener al indómito animal. Al sujetarle cae en tierra y se disloca un brazo, se fractura una pierna y se infiere una ancha herida en la cabeza: pero está satisfecho. Su cuerpo ha separado al animal del camino trazado y ha impedido una caída que todos tenían por inevitable. Sin embargo, el caballo no se detiene y se precipita en la pradera y allí aplasta a un viejo, dos mujeres y tres niños. Como detalle debemos hacer constar que dentro del carruaje no iba nadie.
Disgustado esta vez de los actos heroicos, Inocencio Negro se decide por hacer el bien humildemente, y desde luego se consagra al alivio de los desdichados. Entonces reparte su dinero entre las mujeres pobres, pero sus maridos lo derrochan en las tabernas; provee a los obreros de buenas mantas de Palencia, pero los infelices, habituados al frío, no pueden sufrir el cambio de temperatura y se ven diezmados por las pulmonías; por último, recoge a un perro vagabundo y a los pocos días atacado de hidrofobia muerde a seis personas del barrio.
Inocencio comprende que el dinero mal distribuido hace más daño que beneficio y se decide a concentrar en un solo ser toda su filantropía. Para llevar a cabo su propósito, adopta una huérfana que no tenía nada de hermosa, pero que estaba dotada de las más bellas cualidades. Tales ternuras paternales desplegó al educarla, de tantas atenciones supo rodearla, que una noche arrojándose a sus pies la doncella, le confesó que le amaba.
Él se esforzó en hacerle comprender que siempre la había mirado como una hija y que conceptuaría un crimen ceder a la tentación, acabando por demostrarle paternalmente que había tomado por amor lo que no debía ser otra cosa que la crisis de una naturaleza apasionada.
Más que con aquel razonamiento creyó haberla calmado con la promesa de buscarle un esposo digno de sus virtudes y con esto quedó tranquila su conciencia; pero bien pronto debía convencerse de su error. Al día siguiente se encontró a la puerta de su habitación el cadáver de la desventurada joven, que se había atravesado el corazón con un puñal.
De repente Inocencio Negro renunció a su papel de providencia de los desgraciados y se hizo la promesa de no meterse a practicar el bien de otro modo que oponiéndose al mal.
Poco tiempo después la casualidad le puso sobre la pista de un crimen que un amigo suyo se disponía a perpetrar. Nada le hubiera sido más fácil que denunciar al criminal a la policía; pero temeroso de que la trama se deshiciera por falta de pruebas, prefirió coger todos los hilos y para ello fingió tomar una participación en el asunto. El resultado fue que el criminal acabó por advertir su juego y con pasmosa habilidad arregló las cosas de modo que el crimen se perpetró y él quedó a salvo, y, recayendo todas las sospechas en el que se había propuesto descubrir el crimen, el preso fue Inocencio Negro.
El informe fiscal contra nuestro personaje fue una verdadera obra maestra de lógica. En él se recordaba toda la vida del acusado, su infancia deplorable, sus castigos en el colegio, sus malas notas en los exámenes, la audacia de su primera tentativa de robo, su complicidad odiosa en el motín correccional, su evasión de Ceuta y su vuelta a Madrid con un nombre supuesto. A partir de este momento especialmente el ministerio fiscal rayó en el más alto grado de elocuencia forense. Apóstrofes conmovedores le sirvieron para estigmatizar a aquel monstruo de hipocresía, a aquel corruptor del proletariado que para satisfacer las más repugnantes pasiones enviaba a los maridos a beber a la taberna con su propio dinero, a aquel seudo-bienhechor del cual no se había podido averiguar si de lo que trataba era de granjearse una popularidad encaminada a malos fines o de acabar con los hombres honrados y trabajadores. Solo haciendo escrupulosísimas salvedades se atrevió a profundizar la refinada perversidad de aquel malvado que recogía perros rabiosos para lanzarlos sobre los pacíficos vecinos, de aquel demonio que hacía el mal por el mal y que se dejaba estropear por un caballo desbocado ¿para qué?, para darse el incomprensible placer de verle revolverse entre la multitud y aplastar débiles mujeres, decrépitos ancianos e inocentes niños. ¡Ah!, ¡semejante miserable era capaz de todo! Sin género alguno de duda, su vida había sido una larga cadena de crímenes, de la que su habilidad había ocultado los más sólidos eslabones. En cuanto a aquella desvalida huérfana que había educado y encontrado un día muerta en su casa, ¿quién podía dudar que él la había asesinado? Aquel crimen era de seguro el epílogo sangriento de uno de esos dramas infames en que se mezcla todo cuanto de bajo y repulsivo existe en los más odiosos instintos.
Después de tan extenso tejido de maldades no era preciso insistir sobre el último crimen. En él, a pesar de las impudentes negativas del acusado, la evidencia era absoluta, y al dejar caer sobre él todo el peso de la ley se castigaba no ya a un gran criminal, sino a un genio del crimen, uno de esos monstruos de malicia y de hipocresía, que llegan a hacer dudar de la virtud y mirar con repugnancia a la humanidad.
Ante semejante informe, el abogado defensor no pudo hacer otra cosa que recurrir al gastado tema de las enajenaciones mentales. Su discurso reveló grandes conocimientos científicos, habló de casos patológicos, disertó, apoyado en la autoridad de los más doctos escritores, de la neurosis del mal, presentó a su cliente como un monómano irresponsable y concluyó diciendo que tales aberraciones del cerebro las corrige un alienista, pero no se entregan al verdugo.
Demasiado sabía que sus levantadas frases le conquistarían un honroso puesto entre los oradores forenses, pero que no llevarían el convencimiento al ánimo del tribunal. Con efecto, en todas las instancias Inocencio Negro fue condenado a muerte, y los hombres virtuosos, feroces siempre cuando se trata de castigar el crimen, saludaron con entusiasmo aquel fallo.
La muerte de nuestro héroe fue como su infancia: ejemplar, pero desgraciada. Subió al patíbulo sin temor y sin afectación; la tranquilidad de su conciencia imprimió a su rostro la impasibilidad del mártir; y todos tomaron aquella serenidad como un último acto de cinismo.
En aquella época todavía no se había usado en España el garrote: la muerte que se daba a los reos era la de horca. En el momento supremo, sabiendo que el verdugo era pobre y padre de familia, le anunció con dulzura que le había legado toda su fortuna. El ejecutor de la justicia, conmovido ante este rasgo, debió tener el pensamiento de salvarle y al desprender el cuerpo del desdichado la cuerda se rompió.
Sabido es que en aquellos tiempos, cuando ocurría un incidente de esta naturaleza, la sentencia se daba por cumplida y el reo era perdonado. Al ver caer el cuerpo, un grito de perdón sonó por todos los ámbitos de la plaza de la Cebada; mas ¡ay!, cuando se levantó de las piedras a nuestro desdichado protagonista, más que un hombre parecía una masa informe de huesos rotos y músculos macerados. Aquel incidente solo sirvió para que su agonía se prolongara durante algunas horas.
La historia del desventurado Inocencio, que he sabido muchos años después de su trágico fin, me hizo un día concebir el propósito de exhumar sus restos y ponerles un epitafio digno de sus virtudes; pero ¿quién es capaz de encontrar sus cenizas en la fosa común en que yacen todos los ahorcados?
Sin embargo, fuerza me es confesar que otras han sido las causas que me han impedido realizar esta obra de vindicación de un hombre honrado. En la fosa común en que yace nuestro héroe hace tiempo que no se entierra ya y su vasta extensión se ha cubierto de floridos jaramagos y de crecidos zarzales. Solo un espacio como de cuatro pies ha quedado escueto y desnudo de toda vegetación. Para mí no hay duda alguna. Ese trozo es la sepultura de Inocencio Negro.