PAÍS RELATO

Autores

ana gómez

los sueños de la amazona

El sol se había escondido ya tras el horizonte y los álamos junto al río comenzaban a perder el color. Subí un poco más la ladera hasta llegar a una gran roca desde donde podía ver el valle en el que estaba el pueblo, rodeado de olivos y vides. A mi alrededor, un bosque de pinos, tomillo y jaras en flor. La Señora, vestida de blanco, con su arco colgado del hombro, extendió el brazo y señaló las flores.
—¿Ves? Este es mi reino, este es tu sitio —dijo con una sonrisa.
Me sentí feliz de haber vuelto al reino de la diosa y respiré hondo, llenándome del aire de aquel lugar, deseando formar parte de aquello y que todo estuviera para siempre en mi interior. En ese punto, como cada vez, desperté.
Volvía a estar en mi casa; bueno, en lo que aquellas gentes llamaban casa y que no era más que una choza pequeña con dos jergones en uno de los lados, una chimenea en otro y una mesa con cuatro taburetes en medio. Me levanté sin hacer ruido para no despertar a los demás, me abrigué con una manta y salí. Hacía frío, faltaba un rato para que amaneciese y todavía no había más luz que la proveniente de la luna, en cuarto creciente, y las estrellas. Miré hacia el cielo y busqué la figura de La Doncella; luego, sin apartar la vista de ella, me senté sobre una de las miles de ásperas rocas que llenaban esas tierras y respiré hondo, como en mi sueño, pero aquí el aire solo olía a polvo y ovejas.
Doblé las rodillas y apoyé la frente en ellas. En pocos días, coincidiendo con el aniversario de mi nacimiento, me marcharía. Lo tenía todo preparado: mi ropa, la de Harmonía, varios odres que llenaría con agua del pozo y una bolsa para cuatro o cinco hogazas de pan. Poco a poco, durante aquellos años, había ido guardando monedas en una bolsita que tenía siempre escondida bajo la falda; ahora nos serían muy útiles para viajar con la primera caravana de mercaderes que se dirigiese al norte. Prefería ir por tierra aunque sabía que sería más largo que por mar, pero era más difícil tropezar con vendedores de esclavos que en un barco. Tampoco marcharía sin el cuchillo que mantenía siempre afilado ni sin mi hacha, largos años guardada, a la que había limpiado y dejado lista, poco a poco, en noches como aquella, desde que había empezado a soñar con la diosa.
Nunca había creído en profecías ni mensajes de los dioses, demasiadas veces coincidían con los intereses de aquellos que contaban haberlos tenido; pero esta vez debía admitir, a mi pesar, que los sueños habían empezado antes de que llegase la amenaza para mi hija y habían provocado la nostalgia de mi tierra, mi niñez y mi juventud. Levanté la cabeza y apoyé la barbilla sobre los brazos, sentada y encogida, y miré hacia el norte, donde estuvieron mi pueblo y mi vida anterior; donde ya, para mi dolor, había creído que no volvería a estar mi gente.
I
Durante mucho tiempo mis recuerdos no llegaban más allá del día en que desperté, herida y débil, en la casa de Azzan. Lo primero que oí fue el sonido del viento. Me dolía tanto la cabeza que no me atrevía a abrir los ojos, así que decidí esperar un rato antes de levantarme. Intenté recordar dónde estaba, pero por más que me esforzase, no lo lograba. Empecé a asustarme y abrí los ojos para orientarme, pero fue aún peor porque no reconocí nada de lo que veía: las paredes de barro, la mesa de madera, el hueco que servía de ventana, en lo que parecía ser una casa sin más habitaciones que la que yo ocupaba. Me incorporé muy despacio apartando la manta que me cubría y me senté en el par de mantas gruesas que me servía de colchón; poco a poco me levanté, apoyándome en un taburete cercano, aunque tuve que sentarme de nuevo porque las piernas no me sostenían.
Me sentía cada vez más perpleja, no solo no reconocía nada de lo que me rodeaba, sino que tampoco lograba recordar cómo y desde dónde había llegado allí. Un hombre apartó la cortina que había en la entrada y pasó a la casa; sin pensar, mi cuerpo se tensó y busqué a mi alrededor algo con que defenderme, pero no tenía nada cerca. Miré al hombre dispuesta a saltar sobre él si hacía algún movimiento amenazador, pero se quedó inmóvil y me dijo algo que no entendí en tono bajo. Como no le contestaba, repitió lo que había dicho. Negué con la cabeza mientras me encogía de hombros y subía las manos con las palmas hacia arriba. Suspiró, apoyó una mano en su pecho y volvió a hablar.
—Azzan —dijo. Lo repitió varias veces y luego me señaló con la otra mano. Pensé que me estaba diciendo su nombre y preguntaba el mío, así que me dispuse a contestarle, pero tampoco lograba recordarlo. Para entonces estaba aterrorizada, ni siquiera recordaba mi nombre, no entendía a aquel hombre, no sabía dónde estaba ni por qué. La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y me aferré a la mesa para no caer al suelo. El hombre intentó ayudarme, pero giré sobre mí y me puse fuera de su alcance antes de pensar en lo que estaba haciendo. Pareció desconcertado y se apartó sin dejar de mirarme. No me pareció hostil, así que me calmé un poco y volví a sentarme en el taburete. Se acercó despacio y me ofreció un cuenco con agua, luego retrocedió dos pasos y me miró con una sonrisa. Le observé con atención, era joven, de piel oscura, moreno, vestía una túnica larga y se cubría la cabeza con una pieza de tejido, ambos de lana. No parecía un guerrero, debía de ser un pastor a juzgar por su atuendo y el olor a oveja que desprendía.
—Azzan —dije señalándolo. Puse una mano sobre mi pecho y me encogí de hombros de nuevo mientras negaba con la cabeza.
Pareció algo confuso, pero tras repetírselo un par de veces, asintió. Se puso muy serio, se mordisqueó el labio inferior mientras miraba a su alrededor y, por fin, se acercó a un baúl que había en un rincón, lo abrió y sacó de su interior un hacha y una tela; extendió esta última y vi que se trataba de una túnica rota y ensangrentada. Miré los dos objetos pero no me resultaron familiares, él me señaló y luego a ellos, pero seguí negando con la cabeza. Los volvió a guardar en el baúl y se sentó en otro de los taburetes. Empezaba a sentirme muy cansada, pero no quería mostrarlo de ninguna manera, aún no estaba segura de que fuese inofensivo. Me señaló y se tocó la cabeza y una pierna; me miré las piernas pero, al estar vestida con una túnica similar a la suya, no podía verlas, así que me palpé y comprobé que la derecha me dolía desde la cadera hasta la rodilla. Me toqué con cuidado la cabeza, estaba vendada y me dolía un poco el lado derecho. Comprobé que mi pelo salía bajo la venda y me sentí absurdamente aliviada al comprobar que, al menos, no estaba calva. Tenía sed, así que le mostré el cuenco que antes me había dado. Se levantó, cogió un odre y vertió agua en él. Tras beber me sentí un poco mejor, pero seguía estando muy cansada, así que me tendí en el jergón y me tapé con la manta. Azzan levantó una mano como despedida y salió de la casa.
A pesar de mi cansancio, no logré dormirme en un buen rato. Me sentía muy angustiada por no saber quién era, dónde estaba ni quién me había herido, tenía miedo de no saberlo nunca y no me facilitaba las cosas el hecho de no entender al único ser humano que había visto desde que me había despertado. ¿Y si no lograba entender a la gente que vivía allí? ¿Y si me volvían a atacar quienes me habían herido?
Un rato después, cuando ya dormía, Azzan volvió con una mujer; ésta comprobó el estado de mis heridas y salió de la casa para dejarme descansar tranquila. Yo no noté ni oí nada, soñaba que estaba en un bosque de pinos donde la Señora vestida de blanco me mostraba su reino; fue la primera de las muchas noches que tuve este sueño en los años siguientes.
Mis heridas tardaron mucho en curarse. Durante aquel tiempo, Azzan y la mujer del primer día me cuidaron y se esforzaron para que aprendiera su lengua, que poco a poco logré entender y empezar a hablar. Así supe que la mujer se llamaba Dina y era su madre, que estaba en una pequeña aldea de pastores cercana a la costa, donde me habían encontrado casi sin vida junto a los restos de una pequeña embarcación. Pasé muchas semanas aprendiendo con ellos sus costumbres, y no me fue difícil adaptarme porque todo era sencillo: cuidar las ovejas, preparar la comida, lavar la ropa, barrer y limpiar la casa y, un día a la semana, celebrar un rito bastante sencillo en honor del dios de Dina, Yahvé. Ella no era de aquella aldea, al parecer procedía de un pueblo del sur donde la había conocido el padre de Azzan; más tarde se casaron, tuvieron un hijo y él murió de fiebres pocos meses después. Dina se ocupó del niño y el ganado sola hasta que el chico pudo ayudarla. Tenían una vida laboriosa pero tranquila, con los únicos cambios en su rutina que marcaban las estaciones, por lo que no me costó demasiado esfuerzo adaptarme.
Como es natural en una aldea pequeña, pronto empezó a haber rumores sobre mi relación con Azzan. A todo el mundo le parecía natural que, si yo vivía en su casa, compartiera su lecho, pero no estaba bien visto que lo hiciese sin habernos casado antes. En realidad no ocurría nada de esto, pero nadie parecía creernos cuando lo decíamos. Cuando las mujeres de la aldea me retiraron el saludo, Dina pensó que aquello no podía seguir así; habló primero con su hijo y, unos días más tarde, conmigo. Al parecer me había tomado cariño y sabía que yo no tenía adónde ir, ya que aún no recordaba ni quién era ni de dónde venía y, además, yo le gustaba a su hijo. No dijo una palabra sobre el hecho de que yo no aportase dote a pesar de que esto era muy importante entre aquella gente y se lo agradecí, pensé que realmente tenía que apreciarme mucho para que no le importase y, tras unos momentos de reflexión, decidí aceptar.
La verdad es que no tenía elección, pero no me parecía un destino desagradable. Azzan era un hombre bondadoso, amable, joven y no mal parecido, Dina se portaba conmigo como una madre y no nos faltaban comida, ropa o techo. Muchas jóvenes de la región se habrían sentido honradas ante una oportunidad semejante. Así fue como una mañana de verano, ante la mirada de toda la aldea, me convertí en la esposa de Azzan.
Los primeros meses fueron alegres. Los días pasaban pronto mientras realizábamos nuestras tareas y en las noches llegaban el descanso y el cariño de mi esposo, hasta que una de ellas, ya en invierno, desperté sobresaltada. Fue la primera vez que me levanté sin hacer ruido y salí fuera de la casa para reflexionar sobre el sueño que había tenido. Me senté junto a la puerta de entrada y traté de recordar cada detalle. Todo ocurría en un lugar que no recordaba pero que en mi sueño era mi tierra. Junto a una niña, caminaba por un valle verde donde se alzaba un pueblo bastante grande, por sus calles caminaban muchas mujeres con el pelo recogido y la cabeza descubierta; unas llevaban herramientas de labranza, otras, arcos y flechas o hachas. Cerca se alzaban unas colinas que, poco a poco, iban ganando en altura hasta convertirse en montañas y, en el lado contrario, una inmensa playa de arena fina se extendía hasta el mar, que brillaba bajo el sol de la tarde con un azul cada vez más profundo. Una voz sonaba a mi lado y me sobresaltaba.
—Níobe, ¿dónde estabas? Te he buscado por todas partes y no podía encontrarte. ¿Por qué me asustas de esta manera? —dijo alguien. Al volverme hacia ella vi a una mujer joven, morena, que me miraba con expresión entre sorprendida y feliz, a la que me abracé sintiendo un gran alivio. Por fin me separé de ella sin dejar de sonreír.
—Mira, es mi hija, hemos vuelto las dos —le decía. Ella miró a mi lado, hacia la niña que me acompañaba, y su sonrisa se hizo más amplia.
—Sí, has vuelto, ya nunca dejaré que te vayas —dijo poniendo una mano en mi hombro—, pero ahora debes subir al monte y mostrársela a la diosa para que vuestro camino siempre os conduzca hasta casa.
Sin una palabra más, mi hija y yo nos dirigimos al claro del bosque donde debía hablar con la diosa. Por el camino iba enseñando a la niña los lugares en los que había jugado en mi infancia y ella observaba todo con curiosidad y alegría. Por fin llegamos, casi al anochecer, y nos sentamos sobre la hierba del suelo con las manos unidas. Cuando las estrellas empezaban a salir, una figura luminosa se acercó a nosotras.
—Señora —dije—, ésta es mi hija y la traigo para que le regales un nombre si ésa es tu voluntad.
La dama, vestida de blanco y con sus oscuros cabellos sueltos sobre los hombros, miró a la niña un instante y luego me habló sin palabras.
—Su nombre será Harmonía y siempre te conducirá hasta mí. Nunca permitas que la separen de ti, está destinada a ser una reina.
—Será como tú dices, Señora. Gracias por escucharme.
La dama, sin decir nada más, se desvaneció lentamente. Di la mano a Harmonía y comenzamos el regreso al pueblo. En ese momento me desperté.
Me ceñí un poco más la manta que había sacado y miré hacia el cielo, pero no pude ver la luna ni las estrellas porque aquella noche estaba cubierto de nubes. Me sentía inquieta, había recordado mi nombre, Níobe, pero no reconocía a ninguna de las personas que había visto en el sueño, aunque la joven que me saludaba con tanta alegría me resultaba familiar, y no tenía ninguna hija, ni siquiera el menor síntoma de estar embarazada. Pensé en las mujeres que había visto con armas y observé las cicatrices de mi pierna. ¿Tendrían alguna relación? ¿Me habría herido alguna de esas mujeres o todo era solo parte de un sueño? Pasado un rato y sin haber llegado a ninguna conclusión, decidí volver a dormir y entré en la casa.
Mi vida siguió igual, el único cambio fue que conté a todos que ya recordaba mi nombre, que ellos pronunciaban «Noemí», hasta unas semanas después en las que mis náuseas al despertarme cada mañana me confirmaron que estaba embarazada. Recordé el sueño y decidí que si lo que nacía era una niña, la llamaría Harmonía.
II
Harmonía nació una noche de otoño tras dos días de parto. Me ayudaron Dina y la partera de la aldea, y Azzan pasó junto a la puerta de casa todo el tiempo que no tenía que dedicar al ganado. Tras limpiarnos a la niña y a mí, dejaron pasar al padre, que entró a toda velocidad para ver cómo estábamos su hijo y yo. Al enterarse de que en realidad era una hija no pudo evitar un gesto de desilusión, pero consiguió sobreponerse y sonreír enseguida.
—El próximo será un niño, ya verás —dijo.
Sentí un escalofrío al pensar en volver a pasar por todo aquello, pero sonreí para no defraudarle.
—¿Cómo la vais a llamar? —preguntó Dina.
—Harmonía —contesté. Ellos asintieron, en realidad les daba igual un nombre que otro ya que se trataba de una niña, si hubiese sido un niño, habría sido diferente.
Cuando pusieron a mi hija a mi lado y la vi tan pequeña y frágil, supe que aunque no hubiese tenido aquel sueño, jamás hubiera permitido que nadie me apartase de ella.
Los años siguientes pasaron con rapidez. Harmonía crecía sana y fuerte y nuestro ganado nos permitía vivir sin carencias importantes, Dina gobernaba la casa con cariño y firmeza y Azzan se comportaba como un esposo cariñoso y trabajador. Pero, por más que me decía que tenía todo lo que podía desear, yo no era feliz.
Hacía las cosas que debía y de la forma en que se suponía que las tenía que hacer, pero me costaba mucho participar solo en los quehaceres propios de las mujeres en aquella aldea, no entendía por qué no podía opinar en las reuniones que tenían cada diez días los hombres, en las que se decidían las soluciones a los problemas en la aldea, ni sobre el precio que Azzan marcaba para la lana o la carne de las ovejas. Aunque todo el mundo me hablaba con respeto al ser una mujer casada, me sentía como si creyeran que era demasiado estúpida para intervenir en asuntos importantes, y mis sueños, cada vez más frecuentes, no me ayudaban a sentirme mejor.
Aunque durante el día no conseguía recordar nada anterior al momento en que había despertado en la casa de Azzan, por mucho que me esforzase, fui recuperando poco a poco la memoria a través de mis sueños, que se hacían cada vez más frecuentes. Así recordé que vivía en un pueblo cercano al mar llamado Artemia en honor a nuestra diosa, Ártemis, donde solo vivían mujeres que se gobernaban a sí mismas y se dedicaban a la agricultura y la guerra, cuya reina se llamaba Mirina y vivía en una hermosa ciudad llamada Temiscira. También pude recordar a la joven que aparecía en mis sueños: era Ainia, mi amiga más amada, con quien había jugado en mi infancia y aprendido el arte de la guerra después.
Según iba recordando mi vida anterior, fue aumentando la nostalgia por mi tierra y mi gente, haciendo que la vida en la aldea resultase cada día un poco menos llevadera. Si había sido una buena guerrera a la que todas habían tenido en cuenta en Artemia, ¿cómo iba a resignarme a ser una simple campesina bajo las órdenes de mi esposo y su madre? Solo deseaba volver a mi tierra con mi hija y dejar aquel lugar pedregoso con su calor aplastante en verano y su viento frío en invierno, donde no crecía más vegetación que unos arbustos resecos y una hierba triste en las épocas lluviosas, en el que un arroyo intermitente junto a un pozo diminuto eran los únicos lugares donde había agua, aunque turbia y cálida.
La noche más triste llegó cuando Harmonía había cumplido tres años. Era un invierno muy duro y frío, pero seco, por lo que cuidábamos cada gota de agua. Estaba muy cansada y me había dormido muy pronto, pero desperté en mitad de la noche y ya no pude volver a conciliar el sueño. Aquella vez no solo salí de la casa: caminé hasta donde la aldea terminaba y me senté apoyada en el muro de un corral. Ahora recordaba todo, esa noche había soñado con el día en que escapé de una muerte segura y me fui sin poder volver, porque en Artemia no quedaban nada ni nadie.
Desde hacía semanas nos llegaban rumores de los pueblos vecinos. Decían que ejércitos de Esparta y de Frigia se habían unido para conquistar nuestras tierras, hartos de que en las últimas batallas les hubiésemos vencido siempre y deseosos de poseer nuestras fértiles tierras. Pero no hicimos caso, nos parecía imposible que los dos reinos se uniesen por mucho que nos pudieran odiar y continuábamos con nuestra vida como siempre.
Una noche, en la hora más oscura, sonó la alarma. Cogimos nuestras armas y salimos a nuestros puestos para defender el pueblo. Yo estaba al oeste con Ainia y doscientas más frente a la costa. Apenas podíamos ver nada, pero no tardamos en oír el sonido de los remos en el agua. Las arqueras se prepararon rodilla en tierra y el resto aferramos nuestras armas en formación cerrada. Entonces, de la zona de los montes que apenas se veían en la oscuridad, llegaron miles de flechas ardientes que se clavaron en los tejados y las fachadas de nuestras casas. Oíamos los gritos de nuestras compañeras y el quejido de las espadas y las hachas chocando con los escudos de ambos bandos, el humo empezaba a picar en las gargantas y, por fin, al tiempo que se empezaban a distinguir las siluetas del enemigo, cientos de flechas salieron de nuestros arcos al unísono alcanzando a muchos de los invasores. Pero parecía que por cada uno que caía, venían tres más, siguieron avanzando sobre los cadáveres de la playa como si fuesen parte de la arena, hasta que no pudimos sino retroceder. Tras lo que pareció una eternidad, estaban tan cerca que nos lanzamos con nuestras hachas en alto sin pensar, sintiendo solo la rabia por su ataque y sin más deseo que vencer o morir, como en cada batalla que vivíamos.
En Artemia éramos dos mil, ellos eran miles. Sabían que solo podían vencernos siendo muchos más que nosotras, así que se habían reunido hombres en más de diez veces nuestro número para lograrlo, pero les costó más de lo que pensaban. Ante la desesperación, cada una de nosotras peleó como nunca lo había hecho. Solo recuerdo mi brazo subiendo y bajando sobre lo que me parecían masas informes de carne, sintiéndome como un huracán entre aquellos hombres más grandes y fuertes que yo, a los que abatía con la desesperación de luchar por mi país, mi vida y la de mis compañeras.
Al amanecer seguíamos peleando. El humo era tan denso que parecía poder cortarse con las hachas y no dejaba ver el sol, aunque ya había suficiente claridad para ver al adversario. Eran espartanos, duros como el granito, crueles e inmisericordes como dioses furiosos. Vi a Ainia a mi izquierda luchando con dos soldados a un tiempo, que la llevaban hacia el interior del mar. Sin pensar, fui hasta ellos y lancé mi hacha contra la cabeza del más cercano, que quedó partida por la mitad. Ainia golpeó con su arma el cuello del otro, despegando la cabeza del cuerpo con un tajo limpio, y paramos para mirar a nuestro alrededor.
El agua estaba roja por toda la sangre que había en ella, la playa estaba formada por cuerpos y miembros de guerreros y guerreras muertos. El pueblo no era más que una hoguera de la que salía un humo denso y a su alrededor se entreveían siluetas luchando. Al volverme hacia Ainia, vi que sangraba por un costado.
—Estás herida, deja que te cure.
Ella rió entre dientes y señaló mi pierna derecha, donde había un tajo desde la cadera hasta la rodilla que ni siquiera había notado.
—Vamos a esa barca, nos alejaremos un poco y nos limpiaremos las heridas —dijo.
No había dado tres pasos cuando sentí un golpe en la cabeza. Caí en la oscuridad y después solo desperté a ratos. Recuerdo haber oído a Ainia decir: «Espera aquí, luego vengo a buscarte». Más tarde, el sol sobre mí y un balanceo continuo. En algún momento llovió y sentí frío, hambre y sed y, por fin, desperté en un lugar que no conocía y resultó ser la casa de Azzan.
Lloré durante varias horas. Por lo que había oído antes de la batalla, el ataque no había sido solo contra algunos pueblos de mi país, el objetivo era acabar con todo mi reino, así que lo más probable era que aquella alianza de Esparta y Frigia hubiera terminado con el mundo que yo conocía, y por lo que sabía de sus métodos, no habrían hecho prisioneras. No quedaba nadie a quien buscar, no había sitio a dónde ir. Estaba condenada a terminar mis días en aquel terruño reseco oliendo a oveja y realizando labores de esclava ignorante.
III
Harmonía iba a cumplir siete años cuando supe que estaba embarazada de nuevo. Había conseguido no concebir durante aquellos años, pero mi suerte se había terminado. Aunque por aquellas tierras era costumbre tener muchos hijos, no estaba dispuesta a debilitarme como las demás mujeres de la aldea pariendo cada año, ni siquiera deseaba pasar de nuevo por esa experiencia. En mi país las mujeres solo tenían un parto y cuidaban a la criatura si era una niña; si lo que nacía era un niño, lo devolvían a su padre. Hay lugares en los que cuentan que sacrificábamos a los niños al nacer, pero nunca he sabido de nadie que lo hiciera. Para mí era suficiente con no poder marcharme de allí, haber tenido más hijos me hubiera producido más amargura.
Azzan se sintió feliz cuando supo de mi embarazo y volvió a ser el hombre cariñoso del principio. En los últimos años habíamos discutido mucho por mi negativa a tener hijos, él no podía entenderlo y se mostraba serio y distante. Ahora estaba seguro de que sería un niño y pasaba las tardes hablando de lo fuerte que sería, tratando de convencerme que también me haría muy feliz su nacimiento porque, decía, «todas las mujeres se sienten así cuando tienen un hijo». Yo le explicaba que ya era feliz con mi hija, pero él movía la cabeza con condescendencia y contestaba: «no es lo mismo». Siempre trató bien a Harmonía, pero desde que supo que yo estaba embarazada, se fue mostrando más indiferente con ella.
Durante los meses que pasaron hasta que nació el niño, no tuve ningún sueño sobre mi tierra. Me sentía cada vez más lejos de mi mundo y me preguntaba si alguna vez volvería a verlo, aunque fuera en sueños. Fui aumentado en volumen, incomodidad y tristeza hasta que llegó el día del parto.
Esta vez fue más rápido, duró apenas un día. Cuando todo terminó, observé a la criatura con mucho cuidado asegurándome de que no le faltaba nada y todo estaba en su sitio. Era un niño muy menudo que apenas abría los ojos y se negaba a comer. Por más que le ofreciera mi pecho, apartaba la boca y lloraba hasta que le dejaba tranquilo, entonces se dormía. Dina y Azzan estaban convencidos de que alguien había lanzado una maldición sobre él, por más que intentábamos que el niño reaccionase, nada surtía efecto. Por fin, una mañana no despertó y la aldea entera participó en su entierro.
Azzan estaba convencido de que era culpa mía, que de alguna forma le había transmitido al niño mi deseo de que no naciera. Le odié por pensar eso; aunque no hubiera sido concebido de forma intencionada, aprendí a quererle poco a poco desde que supe que iba a nacer y no recuerdo ninguna época más dolorosa en mi vida que aquellos días en los que se fue consumiendo. Incluso llegué a preguntarme cómo mis compatriotas eran capaces de deshacerse de sus hijos cuando eran varones, yo sentía a ese niño como parte de mí.
Después de aquello, dejé de sentir. Tras la semana de luto, en la que era costumbre pasar los días encerrada en casa casi a oscuras, tomando solo pan y agua, tuve que volver a mi vida cotidiana. Realizaba mis tareas de forma mecánica, sin pena ni alegría, apenas hablaba más que lo imprescindible y dormía muy poco, me despertaba muchas veces cada noche sobresaltada creyendo que el niño lloraba de hambre a mi lado. Al despertarme y comprobar que no había ningún niño, que el mío había muerto, sentía en mi pecho como si alguien hubiera colocado una gran piedra y miraba al techo en la oscuridad preguntándome cuándo acabaría la amargura en la que se había convertido mi vida.
Dos años después, una mañana de verano, Azzan entró en casa antes de la hora de comer. Venía de vender varias ovejas en el mercado de una ciudad cercana, y me sorprendió la expresión satisfecha que traía.
—¿Has conseguido un buen precio por las ovejas? —pregunté.
—Sí, el que yo quería. Pero traigo buenas noticias —dijo. Empecé a sentirme intrigada por tanto misterio, pero no pregunté nada, ya me diría lo que fuese si quería y si no, me daba igual, seguramente era algo que tenía que ver con las ovejas y a mí no me importaba. Tras unos momentos de silencio, no pudo más.
—¡He conseguido encontrar una buena casa para Harmonía! —exclamó.
Dejé de remover el caldo del puchero que estaba en el fuego y giré en redondo para mirarle, no entendía qué quería decir.
—Harmonía tiene casa, vive aquí. ¿Para qué necesita otra? —al oírme movió la cabeza con ese gesto de condescendencia tan frecuente en él cuando hablaba conmigo.
—Claro que vive aquí, pero me he enterado de que uno de los hombres más ricos de la ciudad buscaba una criada para su esposa, la anterior era muy vieja y había muerto. Fui a hablar con él y le conté cómo es Harmonía, tan fuerte y trabajadora. Al final quedó convencido y me dijo que llevase a la niña la semana que viene —no podía creer lo que me estaba diciendo, ¡nada menos que había vendido a nuestra hija! Tuve que interrumpirle.
—¿Has vendido a tu hija? ¿Crees que es una oveja? ¿Tanto necesitas el dinero como para hacer algo así?
—¡Calla, mujer! ¿Te has vuelto loca? En esa casa no le faltará nada, tendrá comida, techo y ropa limpia. ¿Qué podremos darle nosotros? Si se queda aquí, acabará casada con el más pobre del pueblo y pasará penalidades toda su vida, eso si se casa, que es posible que nadie quiera una mujer sin nada.
Miré su cara enrojecida por la ira y sentí deseos de golpearle hasta la muerte. Ese mezquino pastor, ese miserable, creía de veras que hacía lo mejor para su hija. En su pequeño mundo de ovejas y desierto es posible que así fuera, pero en el mío no. Harmonía era hija de una de las mejores guerreras de mi país, y por mucho que él dijese que iba a ser una criada, lo cierto es que iba a convertirse en la esclava de la melindrosa mujer de un hombre rico, sujeta a los caprichos y los cambios de humor de sus amos. Estaba tan furiosa que preferí no seguir hablando, sabía que me faltaba muy poco para perder el control y hacer algo de lo que me arrepentiría después, así que bajé la cabeza y callé. Azzan me miró un poco extrañado pero debió de pensar que me había resignado, así que no dijo nada más y salió de la casa.
Poco a poco me calmé y empecé a pensar en lo que podía hacer. ¿Cómo iba a impedir que Harmonía fuese con aquella gente? En aquel país la palabra de un padre era la única válida, mi opinión no contaba para nada. Mientras bajaba el cubo por el pozo para sacar agua supe que no podría resistir la marcha de mi hija, me había sido demasiado difícil superar la muerte del niño, no me recuperaría de esto. Mientras cargaba con el cubo lleno hacia mi casa, pensé que la única solución sería quitarme la vida en mismo día en que Harmonía marchase a la ciudad.
Aquella noche volví a soñar con mi pueblo. Estaba en el claro del bosque donde hacía mucho tiempo la diosa me había hablado. Era de noche y estaba sola, pero no sentía miedo, estaba en mi tierra y allí todo era bueno para mí. Me sentaba sobre la hierba y miraba en el cielo a Orión, tan brillante como siempre. Oí pasos a mi espalda y me puse en pie para ver quién llegaba. Era un hombre impresionante, muy alto y fuerte, iba vestido con una armadura de bronce que brillaba a la luz de la luna y llevaba en su mano una lanza. Se paró ante mí y me miró con ojos furiosos bajo su casco crestado.
—¿Qué haces aquí? ¿Lloras por tus desgracias? ¿No eras tú la gran guerrera que se lanzaba al ataque sin temor a la muerte? —Su voz era grave, hablaba en tono bajo pero producía temor. Yo agaché la cabeza y, tras unos instantes, logré responder.
—No lloro, Señor. Vengo a este lugar para pedir la ayuda de los dioses, es mi única esperanza.
Él soltó una carcajada terrible, sentí todo el vello de mi piel erizarse pero permanecí inmóvil.
—¿Ayuda de los dioses? Mal puede ayudarte dios alguno si no haces nada. ¿Acaso pretendes que lo hagan por ti? —frunció el ceño y pareció respirar hondo. Luego su voz sonó más calmada—. Hace mucho que te rendiste, te has quedado en ese rincón del mundo sin intentar salir de él, lamentándote y soportando todo cuanto te pasaba. Ahora de pronto no quieres acatar sus leyes, pero llevas tanto tiempo viviendo entre ovejas, que te has convertido en una de ellas y vas a permitir que sacrifiquen a tu hija como a un corderillo. ¿A qué quieres que te ayuden los dioses? ¿A seguir aceptando lo que ocurra mientras lloras como un recién nacido indefenso?
—Señor, hubiera querido marcharme hace muchos años, pero no tengo adónde ir ni con quién. Sufrimos una invasión y me temo que mi reino ya no existe —contesté.
—Tu reino existe, ovejita. Muchos pueblos fueron destruidos en aquella guerra, pero Temiscira permaneció y allí se refugiaron muchas de tus compañeras. Ahora han comenzado a reconquistar lo que perdieron con su nueva reina al frente. Ella se alegraría de verte de nuevo, desde que te puso en una barca para esconderte y luego no pudo encontrarte, te ha echado mucho de menos. Eras su amiga más querida, nunca encontró otra compañera como tú —su tono ahora era divertido, como si estuviera jugando conmigo.
—¿Quién es ahora nuestra reina, mi Señor? —pregunté incrédula, aunque sospechaba la respuesta.
—Ainia, la más valerosa de todas, la que fue tu amiga y compañera de lucha.
No podía creer lo que estaba escuchando, esto lo cambiaba todo. No tenía por qué quedarme y permitir que vendieran a mi hija. La llevaría a Temiscira y le enseñaría el arte de la guerra, no sería una esclava.
—Señor, dedicaré a ti cada uno de los días que me queden de vida por el regalo que me has hecho. He dormido durante años, pero tus noticias han abierto mis ojos y me han devuelto el valor que había perdido. Gracias, mi Señor.
Puse mi rodilla en tierra y me incliné ante él. Noté su mano sobre mi pelo y una fuerza infinita me llenó de la cabeza a los pies.
—Sabía que no me defraudarías. Ahora levántate y comienza a recorrer el camino de vuelta a casa. No pierdas tiempo y no temas, tu hija será como una antorcha para ti y te iluminará durante todo el viaje.
Abrí los ojos, estaba en casa y había sido un sueño, pero una parte de mí sabía que era algo más. Por mucho que siempre hubiera dudado de la verdad de los sueños y los supuestos mensajes de los dioses, esta vez tenía la certeza de que mi Señor, Ares, me había hablado, e iba a cumplir la palabra que le di. Me levanté y, sin hacer ruido, comencé los preparativos para volver a mi casa, mi tierra y mi mundo, para regalarle a Harmonía la vida que le correspondía.
IV
Me acosté y esperé a que todos hubieran dormido. Estaba tan cansada por las noches en las que había hecho los preparativos para el viaje, que debí de dormirme sin darme cuenta. Estaba soñando con el claro del bosque donde había visto a los dioses, cuando la Señora apareció repentinamente.
—¿Qué haces aquí? Deberías estar en camino con tu hija. No hagas que me arrepienta de haberte hablado, levántate ya.
—Perdóname, Señora, ha sido el cansancio, ya me marcho.
Me giraba avergonzada para empezar a caminar, pero de pronto se me ocurrió una pregunta y me volví hacia ella.
—Hay algo que querría saber, si quieres decírmelo. ¿Volveré a ver Artemia o ya no existirá nunca más?
La Señora me tranquilizó con una sonrisa.
—Volverás a Artemia y tu hija irá contigo. Pero si no te marchas ya, no iréis a ninguna parte.
Me desperté sobresaltada temiendo que fuese tarde, pero la noche aún estaba muy oscura, así que supuse que no había dormido mucho rato. Me levanté en silencio y me agaché junto a Harmonía, que dormía inquieta junto a su abuela. La desperté y chisté para que no despertase a su abuela. No hizo preguntas, se vistió cuando se lo indiqué y la llevé fuera de la casa. Cogí las cosas que tenía preparadas tras el baúl, el pan y el agua y las saqué.
Miré dentro antes de marcharme. Azzan dormía plácidamente sobre el jergón y Dina se revolvía inquieta en sueños sobre el suyo. Me despedí en silencio de las personas que, a pesar de todo, me habían salvado la vida en el pasado y cerré la puerta. Cogí la bolsa con una mano, di la otra a Harmonía y comenzamos a andar.
Pronto salimos de la aldea. Caminamos durante unos minutos y paré para ceñir la chaqueta de la niña un poco más, hacía frío a esas horas. Ella me miró en silencio con sus grandes ojos oscuros, sin comprender qué ocurría y sin atreverse a preguntar.
—Padre te ha contado que te vas a ir de casa, ¿verdad? —asintió con la cabeza—. No voy a dejar que nadie te separe de mí; además, hace muchos años, antes de que nacieras, la diosa Ártemis me dijo en un sueño que no debía dejar que te fueses de mi lado. ¿No te lo había contado?
—¿Quién es la diosa Ártemis, madre? —preguntó confusa. Me di cuenta de que no le había hablado a mi hija de mis sueños ni de mi vida anterior y decidí contárselo todo. De esa forma se le haría menos duro el camino durante la noche.
Cuando estaba finalizando mi relato, el cielo empezó a palidecer por el este. Harmonía no mostraba el menor signo de cansancio, estaba aliviada por no tener que marcharse a la casa de unos desconocidos y contenta por la aventura que representaba para ella conocer un país nuevo y aprender todo tipo de cosas diferentes a las que conocía. Nos sentamos un rato para comer algo de pan, beber agua y descansar. Reanudamos el camino cuando asomaba el sol por el horizonte y pudimos ver el paisaje reseco a nuestro alrededor. Yo miraba de vez en cuando tras de nosotras, temía que Azzan saliese a buscarnos y nos alcanzase, pero no vi a nadie a nuestras espaldas.
Por fin, a mediodía, vimos una caravana que provenía del sureste y parecía dirigirse hacia el norte. Preparé el dinero y mis armas por si había problemas, rogué en voz baja a mis dioses que se tratase de comerciantes y sentí de nuevo la fuerza que me había dado Ares en mi sueño. Supe que todo saldría bien y que pronto volvería a ver mi bosque de pinos, tomillo y jaras en flor, mis playas de agua cálida y a mi amiga, mi amada Ainia, nuestra reina.