Todo ese asunto del viaje para encontrarle sentido a mi vida, comenzó en los quehaceres normales de mi existencia: lavar los platos, barrer el piso, lavar los baños, tender las camas, lavar la ropa, limpiar las ventanas, cocinar, lavar los platos, barrer el piso, lavar los baños, tender las camas, lavar la ropa, limpiar las ventanas, cocinar, lavar los platos …
Mis días se consumen en una rutina interminable de cosas por hacer; tareas efímeras que duran tan sólo 24 horas, tareas que al día siguiente, sin falta, tengo que repetir, tareas que nadie valora; pues nadie considera que son complejas o agotadoras, tan sólo quien las hace. Mis manos estás resecas por el uso de tanto jabón, mis uñas destrozadas no quieren restregar más la mugre del piso, mis ojos están cansados de repasar los muebles en busca de motas de polvo, mis pies endurecidos por los callos, nunca saldrán en una revista de alta costura. Mis ropas desteñidas y mi sonrisa caída me recuerdan que estoy sola, completamente sola en la monotonía de un hogar que no es hogar; aquí no hay amor, aquí no hay respeto, aquí no hay placer.
Aquí soy un plato más, un trapo más, un cepillo más; el detergente y la escoba son mis confidentes, las esponjas absorben la desilusión que cae de mis ojos, los muebles me acompañan en mi pesar y las paredes escuchan mis gritos ahogados al implacable destino. Me asfixio en mis anhelos; el mañana se torna igual, sin ningún cambio, sin ninguna esperanza, sin ninguna posibilidad de alteración en el orden, la limpieza y lo aséptico. Él llega de su trabajo, no le importa ensuciar el piso, no le importa desordenar la habitación, le vale si me siento cansada o triste o atormentada, no hay un beso, ni un abrazo, mucho menos un “¿cómo estás cariño?”
Me ordena que le sirva la cena; yo le obedezco, me dirijo a la cocina, mientras él se acomoda a ver la tele, tomo su plato preferido, ése que lavo varias veces al día, todos los días, todos los meses, todos los años; el mismo plato que lavaré hoy, y mañana, y el mes siguiente, y el año siguiente y todos los años de mi puñetera vida. Mis fuerza decaen, de pronto el cansancio cae sobre mis hombros, me pregunto si no sería mejor dejar de existir, desaparecer por el tubo del fregadero como lo hace la espuma sucia del jabón. Me pregunto si no sería mejor…
Al amanecer me encuentro de nuevo sola, las sábanas frías me indican que ya es hora de comenzar mi rutina eterna, tomo la escoba entre mis manos, pero no logro barrer, mi mirada se pierde en la vida que no tengo: una vida feliz. Me harto; tiro la escoba, tiro los guantes, tiro mi delantal, tiro mi paciencia y tiro mi resignación. El desorden me llama a gritos; yo lo ignoro, el caos quiere detenerme; pero yo soy más fuerte: voy a mi habitación y empaco mis cosas, me doy cuenta que son muy pocas, que no me gustan, y me doy cuenta que todas mis cosas, incluido mi destino, ha sido elegido siempre por él. Hasta Hoy.
Decido marcharme de esta casa; decido que me iré a un viaje sin regreso, lejos, muy lejos, tan lejos donde nadie podrá encontrarme, tan lejos que podré comenzar una vida nueva, una que me guste, una que yo ame; ser pintora, ingeniera, bailarina , científica, escritora, modelo, economista, actriz, empresaria, conferencista, doctora, profesora… Liberar todos mis anhelos y convertirme en lo que realmente soy: una mujer emprendedora, sin aturdas, sin limitaciones, sin días vacíos con olor a limpieza.
Me voy, aquí ya no hay nada más para mí y me doy cuenta que nunca lo hubo; entregarte por completo a los caprichos de una persona no es amor, es esclavitud. Miro por última vez a lo que un día fue mi casa; nunca comprendí que era una jaula y que aquí se murieron mis mejores sueños.
Salgo, cierro la puerta tras de mí; prometo que nunca regresaré y me marcho libre y ligera, sin culpas ni reproches; mi nueva vida, comienza Hoy.