Si despegara los ojos de las páginas por un momento, ella podría verme. Pero los días pasan y todos mis esfuerzos son en vano. Su mirada yace apacible en su libro; bajo la sombra del mismo árbol, ella se sienta a leer todas las mañanas, al principio me limitaba a observarla, pero ahora, la necesidad de conocerla me aturde. Ella es una fortaleza, inalcanzable, vive en una realidad a la que yo no tengo acceso.
Le hablo, pero ella está sumergida en su lectura, ajena a mis intentos fallidos por llamar su atención. Me siento junto a ella. Estoy en su compañía pero en completa soledad. Ella no está conmigo. Frustrado, voy a la librería y adquiero una copia del mismo libro; lo leo durante varios días y varias noches, hasta memorizarlo.
Hoy me siento junto a ella como todas las mañanas. Nada cambia, sigue sin notar que existo. Reúno coraje y le digo:
—Es un libro hermoso.
Creo que no me escucha, pero entonces, ella despierta de un sueño lejano, quita su mirar de las páginas y por primera vez, me mira.
Sus ojos se inundan en lágrimas; me apresuro a disculparme por mi atrevimiento de hablarle, pero entonces ella me dice:
—Verdad que sí; es hermoso, y más.
Una sonrisa aflora en sus labios y en su mirada.
Libros… ¿Qué sería de esta vida sin libros?
Un lugar muy oscuro, sin duda.