Le dijeron: Tu es sacerdos in aeternun secundum ordinem Melquisedech. Y les creyó. Fue lo único que creyó. Lo único que cree todavía. El día de su ordenación se sintió único: el sacramento del orden se extendió dolorosamente por toda su piel como un tatuaje invisible. Desde ahí, desde la sensibilidad, desde la piel, se trasladó de golpe a su conciencia. La voz de su conciencia repitió solemnemente: Aleluya, aleluya, aleluya, juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Aleluya. Aquel día se sintió florecer como el cetro de David. Melquisedec, David, aquellos nombres del Antiguo Testamento entrelazados en su conciencia de sí mismo, en su proyecto de ser quien era desde siempre —¿quién podía ser desde siempre Juan Martínez? ¿Quién sino un simple, un común don nadie?—. A partir de ahora, abriría sus labios en medio de la iglesia y le colmaría el Señor de entendimiento y sabiduría. Aquel día, el Señor le vistió con la estola de la gloria. Juan Martínez, el hijo del Juanín y la Rosuca, creyó todo aquello a pies juntillas, y lo creyó de tal manera que le parecía que ya creía de paso todo lo demás, todos los artículos del Credo, todo lo que hubiese de creer ahora o luego, por mandato de la Santa Madre Iglesia y sus doctores.
Para todos fueron doña Genoveva y don Eduardo, excepto para su madre, que eran el señor y la señora. Su madre trabajaba de asistenta en la casa del pueblo, los veranos, y después de la guerra, en la capital también, todos los días menos uno, móvil, que dependía del día que Isabela —aquella excelente cocinera, siempre inmaculada, de blanco de los pies a la cabeza, una mala mujer— decidiese tomarse libre para ir a la peluquería y, por la tarde, al cine, a la sesión de las siete, con quien iba, que si eran las entradas numeradas, sacaban la última fila un poco en cuesta para sobarse allí a placer. Siempre esto lo supo Juan, y siempre vio en la arbitrariedad del día de salida de Isabela una sobreañadida malicia, negra y no blanca, maculada, y no sin macular, en que se sobasen en un patio de butacas sin limitarse solo a ver tranquilamente la película. Entre arbitrariedad, sobo e injusticia, vio muy pronto la conexión el pequeño Juan: que la sumisión con que su madre lo aceptaba todo, convertía lo de Isabela en un escándalo mayor, que ningún otro había comparable o pensable. Cuando Juan cumplió diez años, pidió una bicicleta para Reyes, y en el mirador de doña Genoveva le echaron un triciclo. Cuando con catorce cumplidos empezó quinto de bachillerato en los gratuitos del colegio de San Emeterio, pidió una bicicleta de carreras y en el mirador de doña Genoveva se encontró, al subir por la tarde con su madre a tomar el roscón en la cocina, una Orbea con el mando de los cambios en la barra. Había pedido la Orbea por pedir, sin soñar con ella ni siquiera, deseándola en abstracto, como se desean los premios, los cientos por uno, en el Reino de los Cielos. Y ahí estaba la bici: ocupaba todo el mirador, campeaba por encima de los demás regalos, parecía no apoyada en ningún sitio, sosteniéndose a sí misma en sus dos ruedas relucientes, verdaderas: una bicicleta de carreras de verdad. La primera Vuelta a España fue aquel año, aquel verano de 1935, y Juan, desde primera hora de la mañana, se lanzaba cuesta abajo en la perfecta y verdadera bici de doña Genoveva y de los Reyes, hasta llegar con los ojos enramados del relente y la velocidad de tumba abierta a la carretera rectilínea a lo largo de los tres kilómetros que había desde las últimas casas del pueblo hasta la fábrica y la carretera que iba hacia la capital, pasando por delante de la casa de los señores, que quedaba blanca y recoleta, con ventanitas, porque la parte que daba a la carretera era la de atrás. Las habitaciones principales daban todas al jardín escalonado.
Después de la guerra fue, según su madre, una bendición de Dios que a los señores no les molestase lo más mínimo —ni siquiera parecían acordarse— que el Juanín, su padre, se hubiese echado al monte con el maquis tan pronto como oyó la voz de Franco con lo de «cautivo y desarmado», después de haber, tres años antes, sido de los primeros que se unieron a los milicianos de la capital y el pueblo. Que mientras se afeitaba ya cantaba (y la Rosuca y el hijo de diez años bien claro que le oían): Agrupémonos todos en la lucha final, no entonando por cierto el himno nada bien. Siempre había el Juanín desafinado y nunca había parado mucho en casa. Ni antes de la guerra: desde la fábrica se metía derecho al bar hasta las tantas, ni tampoco después de la guerra, como es lógico, que tuvo que huir para salvar su vida. Decía su madre que ni a doña Genoveva ni a don Eduardo les importó que en las casas del pueblo se supiese y comentase que el Juanín se había echado al monte con el maquis, que a lo que se echaba era a robar, más que nada por comer, por malcomer, por huir, hasta que, agotado, reapareció un día en bicicleta a la entrada de Cebayos, a pocos metros de la entrada principal de la casa cuartel de la Guardia Civil. Salió del monte al mismo tiempo que salía el sol, en la última curva del valle, parecía un pordiosero, un bandido, un leproso, un alma en pena en bicicleta, recién venida del puto purgatorio a este valle de lágrimas para dar avisos a quienes no habían llorado aún lo suficiente: el cabo primero, en camiseta y con el correaje por encima. Le dio el alto y le pegó dos tiros que le reventaron hacia atrás, de golpe, a la cuneta, arrojados a la vez la bicicleta y Juanín, con la bicicleta, no se sabe cómo, encima del Juanín como un sudario, y la rueda delantera al aire dando vueltas todavía por sí sola. Cuando el comandante del cuartel, en cuclillas, se puso a registrarle, las vueltas de la rueda de la bici recordaban la ruleta de las barquilleras del gofre-parisién, en los remotos jardines del paseo marítimo de la capital, antaño.
Los padres de su madre, los abuelos; se quedaron a vivir con ellos en el pueblo y se quedaron a vivir algunos años más, después. Habían vivido toda la vida en una granja, de guardeses, más que nada por las vacas, que su abuela las llevaba a la hierba y ahí las dejaban todo el día, y a veces en verano por la noche. Se vinieron a vivir con ellos por miedo a los milicianos, y también porque nadie en todo el pueblo, con la guerra, pensaba en retejar ni quedaban albañiles. Chorreaban las paredes de humedad. A Juanín, el chaval, le parecían sus abuelos maternos dos figuritas muy pequeñas, casi idénticas, sentados a ambos lados de la radio, vivían de la leche y del pan, el pan verde con que se hacían sopas. Cuando había harina de maíz, Rosuca hacía una borona grande, cuyo aroma, al tostarse en el fogón, entristecía a Juanín, haciéndole pensar en otros modos de vivir, en mejores casas con mayores cuartos, con una enorme radio Telefunken como la que tenía don Eduardo en el comedor para oír a la una las noticias de Radio Nacional. Casas de cuartos secos, grandes, soleados. En todas las habitaciones, chimeneas, y en las más pequeñas y en los dormitorios, o una salamandra por cuarto o aquellas modernas estufas eléctricas, mucho mejor que los pestíferos braseros. Pero los abuelos se murieron enseguida, al empezar quinto Juanín no estaban ya sentados a escuchar la radio, ni metidos en sus cuartos —como les vio Juanín de refilón al entrarles su madre la leche y la borona, poco antes debió de ser de la ya avencidada y diminuta muerte, solo una diminuta muerte, con pasitos de gorrión, la misma igual para los dos, por ahorrar también en eso—. Miró aquella vez por la puerta entreabierta: ahora ya no le gustaba ni mirar ni verlos, porque olían un poquitín a rancio, a queso rancio de la ratonerita que ponía su madre en la cocina, debajo de la pila por las noches. Los vio muy claramente a los dos juntos en la cama grande: un solo bulto con dos cabecitas, acurrucados en la eterna semicálida nocturnidad perpetua de aquella habitación donde también dormía su madre por las noches, regalo de doña Genoveva. Visto y no visto, aquel grabado chico de sus abuelos unificados en la almohada blanca, juntas las cabecitas de avellana como dos ratones que se les para el corazón del susto. Juanín se acordó, muchos años más tarde, el año que le ordenaron diácono, de la razón que a sí mismo se había dado entonces para no querer ver a los abuelos antes de morir, ni muertos, conformarse con haberles visto solo aquella vez acurrucados en la almohada: que si les hubiese vuelto a ver o hubiese ido a verles una o dos veces al día, o, como su madre, día y noche, al dormir en el mismo dormitorio, se le hubieran agigantado, chiquitines, hasta tal punto, en la sesera, que la tapa de los sesos se le hubiera saltado repentinamente a consecuencia de la interna ebullición de las imágenes. Al no querer verles y no querer pensar en ellos, creyó Juanín que se libraba de los abuelos de una vez por todas, pero no fue así: nadie se libra de lo que no quiere ver si deliberadamente rehúsa verlo.
Cuidó la prosodia sobre todo. Cuidó y pulió su entonación: se raspó el deje pueblerino, como una matriz, el pejino, hasta desarraigarlo de toda gestación, ni la más remota brizna, granito negro de alpiste de un canario caído casualmente, que pudiese revelar el origen del ritmo profundo de su yo. Para su yo, se hizo primero un ritmo muy sencillo, sin adornos, didáctico y pausado, apto para redactar las hojas de los exámenes, los ensayos de sermones que todos los seminaristas, sin dejar ninguno, iban por turno pronunciando una vez al mes en el refectorio, mientras almorzaban: el orador veía las coronillas de sus condiscípulos, el ruido de tenedores, cuchillos, cucharas y tenedores: ver y oír desde aquel púlpito del refectorio era deleitoso, era maravillosamente útil y deleitable como las fábulas de Marte y Samaniego.
A la vez que su prosodia, Juan Martínez cuidó sus sentimientos, es decir: los orilló. El seminario menor era un semillero —eso Juan lo vio a los dos días—, y al cabo de cinco años, la visión, esa visión, solo creció, se confirmó, echó florecitas cuyos pétalos, al tacto, daban la impresión de ser papel de seda del color del pimentón: un colorante alimentario. Al mismo tiempo decidió que cuidaría su prosodia y que en el seminario plantaría las semillas de sus sentimientos a fin de tenerlos ordenados a la hora de orillarlos. ¿Quién le dijo a Martínez que los sentimientos eran parte de la carne, consustanciales a la cópula carnalis? ¿Quién iba a decírselo? Nadie se lo dijo. Él solo lo pensó, y al pensarlo se sintió renovado, ajustado a la presente circunstancia de aquellos sus primeros días de seminarista. Pensó que serían un don de Dios, porque lo vio todo repentinamente iluminado: La guerra de las Galias que iba traduciendo y la humanidad entera, vivos y difuntos, gementes et flentes in hac lacrimarum valle. Los sentimientos debían ser sembrados, cultivados, clasificados y orillados, en uno y el mismo acto intencional que, afirmando su existencia inconfundible, los ponía fuera de circulación. Es muy posible que Juan Martínez, entre los diez y los quince años, no supiese lo que hacía al cuidar su prosodia y orillar sus sentimientos en un mismo golpe de intención. Es posible que no fuera explícitamente consciente de lo que implicaba aquella firme decisión estilística y teológica. Fue, sin embargo, intensamente consciente en ese mismo acto, de la imagen dulce, temblorosa, de su madre, lívida y lejana, deslucida, translúcidas las manos deformadas por la artritis, una transparencia infinitamente próxima y alejada de su corazón, hecha de hostias y ceniza, hecha —como un vencejo muerto cuya carcasa de pluma aparece seca entre las bincas enredadas— de vacío, el melancólico vacío del alma de Rosuca (o, al menos, eso es lo que creyó Juan Martínez ver en la imagen liviana de su madre).
Descubrió Martínez que el simple hecho de preocuparse por afinar su prosodia le sacaba del lugar común del habla de sus condiscípulos y le dejaba suspendido, a solas, frente al precipicio del cómo mantenerse en el buen ritmo cada vez que, pronunciada una frase, tenía que formar otra, la siguiente, a tenor de la vivacidad de la anterior. Por un instante se sentía suspendido sobre el conjunto entero de posibilidades expresivas de su lengua materna, de tal suerte que la frase que de inmediato pronunciaba era una síntesis velocísima de lo desechado y lo aceptado que el impulso prosódico —a juicio de Martínez casi solo eso— imprimía necesidad, novedad, fascinación y, por lo tanto, renovado gusto por la invención verbal, por la elocución y la elocuencia. Y, naturalmente, ese gusto por los fraseos veloces con que los pensamientos pasan a ser frases, y las frases otras y otras frases y otros pensamientos sin término final alguno salvo las arbitrarias interrupciones de las clases, los recreos, las horas de capilla, las horas de comer o de dormir, le condujo hacia el interior de sus recuerdos, que, a simple vista, nada extraordinario contenían o habían contenido hasta la fecha, pero que ahora, al tratar de pronunciarlos y atraerlos y combinar los unos con los otros a fin de ir alineándolos con gran precisión, a gran velocidad, en nuevas oraciones elocuentes, reverdecían y rebotaban en las paredes invisibles de su capacidad intelectiva total, cobrando y perdiendo significación rapidísimamente, adentrando a Martínez en la campa germinal, seminal, de su conciencia constituyente. Así, su madre y él, sentados los dos en la cocina, durante la vacación de Navidad: Juanín es ya seminarista, sus abuelos han muerto, la cocina es el sitio más caliente de la casa, el olor de las castañas asadas, que había que pelar rápidamente cada castaña, que abrasaban los dedos calentándolos, excitándolos, aquellas maravillosas castañas recién asadas de la memoria de Juan Martínez traen consigo una escena que ahora el seminarista elocuente recompone, reconstituye, pronuncia de nuevo:
—¿Qué miras hijo? Llevas un rato mirándome fijamente, y no sé si me ves o no me ves.
—Perdona. ¡Claro que te veo! Te miraba las manos artríticas, de tanto fregar platos y fregar suelos y lavar las coladas de las casas. Te veo ya mayor, ¿y qué tienes en las manos? Nada, solo esa castaña asada que te alegra las yemas de los dedos un instante y te engaña como te ha engañado todo en la vida. Todos te engañaron. ¿Qué te queda ahora después de tantos años, madre?
—Te tengo a ti.
—Sí, ¿y yo de qué te sirvo?
—Cuando cantes misa, y te den ya una parroquia en propiedad, aunque solo sea provisional, me iré a vivir contigo, y con lo que ganes tú y con lo que a mí me queda, que algo tengo ahorrado, pues ya viviremos los dos tan ricamente.
—¿Y si no termino la carrera? ¿Y si me salgo?
Su madre no parece registrar esa pregunta. Y él mismo, ahora, reconoce que era natural no registrarla entonces, porque, al pronunciarla su madre, los dos vieron que carecía de sentido y que era una de esas preguntas retóricas que se hacen solo por hacerlas. Su madre estaba tan segura como el propio Juan Martínez de que nunca dejaría el sacerdocio, nunca colgaría la sotana: la mera idea de hacerlo no se le ocurriría ni una sola vez, porque es imposible pensar lo que no es. Y Juan Martínez era sacerdote desde el primer día que llegó al seminario, y no podía ser pensado o pensarse a sí mismo no siéndolo. No había nada que pensar desde ese lado. Ese lado era el lado desde el cual se pensaba y se vivía todo lo demás.
—Para una madre… un hijo como tú… He tenido tanta suerte.
—Eso no se llama suerte, madre. Yo soy el único hijo que pudiste tener. Eso no es suerte ni azar, es necesidad. Y si de todos modos quieres llamarlo suerte y buena suerte, entonces todo lo otro es en tu vida lo contrario, es decir, mala suerte, que es lo que de verdad tú has tenido, muy mala suerte.
—¡Ay, no, hijo! Eso no es verdad. Gracias a Dios he tenido siempre buenas casas.
Al oír eso, le sobresalta todo en la memoria a Juan Martínez, como el brusco golpe de una contraventana trasteada por el viento oscuro de la noche en el monte, y por la garganta, en el recuerdo, asciende la humedad de la casa, que solo el diminuto fogón hace soportable: ¿es un insulto, o es una caricia lo que me dice? Se siente entorpecido por los sentimientos sentidos años atrás, resentidos ahora, presentados de nuevo en su presente, representados: siente rabia, se ahoga, aceza, no puede respirar. Recuerda sin saber por qué —o tal vez no lo recuerda, sino que lo piensa y lo añade ahora— que la fisiología de los funcionarios imperiales chinos hace incompatibles, y por lo tanto prohíbe, que se sientan sentimientos a la vez que se respira. Los sentimientos son todos excesivos, acortan la vida porque malbaratan la respiración, la prosodia respiratoria, oratoria, de las castas sacerdotales dos o tres veces milenarias. La prosodia, que es respiración, y que no puede darse si se respira desacompasadamente, le garantiza la eternidad del cielo y de la tierra, y del curso de los ríos y las cosechas de arroz en el extremado imperio de los emperadores chinos educados por Confucio.
—Me da rabia verte así, madre. Haciéndote valer tan poco, igual toda la vida. A casa de doña Genoveva, ¿cuántos años llevas yendo? No lo sabes ni tú misma. Y contigo no han tenido ni un detalle nunca, ¿a que no?
—¿Y tu educación, qué? Si no es por los señores, yo no hubiera podido pagarte los estudios. ¿Y la bici, qué?
—La bici, sí. La bici —dijo, y se calló.
Aún conservaba, en su cuarto de dormir, la bici envuelta en mantas viejas. Tan flamante como de nueva. ¿Era la bici una atención que los señores tuvieron con su madre? Que lo entendiera así su madre hizo que se avergonzara ahora por ella, como si toda la existencia pusilánime de aquella mujer hacendosa y pusilánime, piadosa y sumisa, a quien él amaba, en quien se reconocía, cobrara ahora el significado de una atención humillante, un regalo envenenado.
Juan Martínez disfrutó mucho con la bici aquella. Los recuerdos del pueblo se enredaban en la bici como una parra virgen que se conservara verde las cuatro estaciones del año. Cada vez que pensaba en la bicicleta, cuando venía de vacaciones como ahora, cuando regresaba al seminario, se acordaba de sus pasadas excursiones aquellos tres veranos de la guerra, tan sombríos para todos en el pueblo, tan sin atreverse nadie a predecir cuándo acabaría todo aquel feroz avance de los nacionales, el recular de los republicanos, indisciplinados, inconsecuentes y geniales como su propio padre, que por fin se iba sedimentando en la memoria de Martínez, en una Internacional canturreada al afeitarse, en el burlesco recuento de su muerte. La Guarda Civil no le dejó ni hablar. Le dispararon sabiendo que no tenía nada que decir ni que añadir. Para lo que hay que ver, mejor muerto —quizá pensó su padre antes de morir tirado en la cuneta bajo su bici.
Juan Martínez contempla a su madre frente a él, en el presente, y ahora en el recuerdo. Los años de seminario transcurrieron como una excursión de un día entero en bicicleta: excitantes, variados, ensimismados, y, a medida que iban acabándose, proporcionando cada vez más firmes lados, más claros perfiles a su profesión sacerdotal, su vocación sacerdotal, su ordenación sacerdotal y, tras un par de años de coadjutor en una iglesia de la capital, verse convertido en el capellán de la capilla de los señores, que estaba abierta al culto y que hacía las veces de parroquia en el pueblo. Instalado con su madre en la casa del cura. Su madre, casi continuamente arrobada, iba haciendo lentamente las faenas de la casa, que a su paso de anciana, con sus lentas maneras reumáticas, se convertían en tareas infantiles, como si la casa del párroco, y el cuidado del párroco, su hijo, se hubiesen convertido, al final de su vida, en el pequeño ajetreo de una niña con su casita de muñecas: una casita de verdad, con su cocina, y su cuarto de baño y su dormitorio, con la batería de cocina nueva, reluciente, en miniatura, de verdad. Ya no iba a trabajar fuera de casa. Quien ahora salía con frecuencia de casa, todos los días para ser exacto, era don Juan Martínez, párroco del pueblo, que ahora estaba siempre invitado a tomar el té en casa de los señores. En una de esas veladas le refrescaron de pronto la memoria, todo el mundo, porque aquel día había mucha gente, y se reían. Era una anécdota, que se consideraba casi épica, de don Eduardo.
Doña Genoveva y don Eduardo habían sido, casi desde el viaje de novios, dos soledades que mutuamente se respetaban y reverenciaban. Esa no era la idea que doña Genoveva había tenido del amor el día de su boda. Comprendió, sin embargo, que el amor matrimonial solo había de consistir en la mutua deferencia por razón del medio frío que en el que existía su marido. Daba la impresión de no haber querido del todo aquella boda, los dos hijos que tuvieron o las dos elegantes casas en las que vivieron en la capital y en el pueblo. Don Eduardo se relacionaba con las personas y las cosas como si solo mediante un esfuerzo de atención lograra recordar que le pertenecían. Con los años cobró una apariencia cada vez más frágil, como si no pudiera ser tocado o besado o empujado o sorprendido o perturbado o molestado por cualquier otra persona. No se le podía molestar. No se le podía acercar uno nunca del todo. Con frecuencia se quedaba de pie en medio del despacho, con un aspecto grácil, elegante, ausente, como recordando algo u olvidando algo que de todos modos no tenía la más mínima importancia. Hablaba poco y contaba casi siempre las mismas anécdotas: historias de sus viajes con un diácono irlandés, su acompañante o tutor. Cuando estaban solos en la casa, doña Genoveva y don Eduardo permanecían cada cual en su estancia prefijada, bien en el despacho o en la salita, pero cuando estaban juntos con más gente en la casa, cuando recibían, por lo regular gente de la familia de los dos: sobrinos o aquel par de exclusivos amigos que tenía don Eduardo, entonces, repentinamente encendida y como inspirada, doña Genoveva contaba anécdotas de su marido que, invariablemente, los invitados celebraban sin que parecieran del todo convencidos, viendo al protagonista nominal tan distante y tan amable de que la anécdota o la genialidad referida iba con él. A Juan Martínez le encantaba el ambiente aquel de la hora del té, tan sin pretensiones y, sin embargo, tan protocolario. Sin presionar nunca nadie en nada, como si vida y muerte fueran a ser también siempre así para los dos anfitriones, veladas, llanas, leves, puntuales como eran ellos mismos. Era curioso —y ahí estaba el aguijón— que visitándoles con tanta frecuencia como el párroco visitaba a los señores, nunca nadie hiciera referencia ya a su madre, como si el ser párroco, convertido ya en visita habitual de la casa, le hubiera desnaturalizado al mismo tiempo, cambiado de sustancia o, sin cambiar la sustancia, reconvertido todos sus accidentes en otros cualitativamente distintos y mejores que los del hijo de Rosuca. Le gustaba estar allí, con todos ellos, e invariablemente, simultáneamente, los detestaba y se detestaba a sí mismo por gustarle tanto estar con ellos, que no se referían a su madre nunca, dándola tal vez por muerta o dándole a él mismo por hijo de otra mujer que no era la Rosuca. Era una larvada, móvil, ágil, casi invisible, indignidad, que agujereaba su deleite como un gusano las reinetas. ¿Se les había olvidado quién era su madre? ¿Es que ser cura era mucho? Es por ser cura por lo que me tienen tanta estima. No por mí, sino por cura, si no ¿de qué? —pensaba Juan Martínez.
En cualquier caso, una tarde habían venido a merendar dos sobrinas recién casadas, altas y muy rubias, con grandes ojos frutales, dadivosos, que surcaban como aves insignes por la superficie de don Juan Martínez, ensombreciéndole, aireándole, soleándole, sin pararse nunca en él. Habían venido con sus jóvenes maridos ingenieros, sentados ahora a sus diestras, gárrulas y finas e inocentes, que el párroco, de frente no quería mirarlas, para no deslumbrarse como los faros de los coches por las noches deslumbran a una vaca que cruza por casualidad la carretera. Pero su lugar, su posición, su sitio en aquella mesa, en aquella casa, era tan cardinal, tan indiscutible, tan, por ser quien era y merecerlo por derecho propio y por oposición como una canongía, que bastaba con estar y merendar prudentemente, sonriendo a su derecha y a su izquierda, o simplemente con su sotana negra y su alzacuellos o aceptando otra taza de té, poniendo un poco más de mermelada de fresa en su recién tostada untada ya de mantequilla.
—Figúrate que, en plena guerra, Eduardo, todos los días de la semana menos el viernes, sacaba la bicicleta a las tres y media en punto, y hasta las cinco y media en punto iba y venía por la carretera, paseándose como Perico por su casa. Yo le decía: «Un día, Eduardo, te cogen y te matan. Deberíamos disimular un poco más. Tal como están las cosas, con milicianos de otros sitios además en el pueblo, a que te den el paseo estás expuesto cualquier noche».
Y el párroco sabía de qué hablaba, y cada vez más claro lo entendía según lo volvía a contar doña Genoveva: las denuncias que hubo, entrecruzadas, los incendios, que la fábrica quemaron la mitad, mujeres de sus casas que se echaban con los monos azules a las calles, desgreñadas, las peores las mujeres, las más malas, las más rojas. Según doña Genoveva, quien menos una podrían figurarse, inclusive catequistas, se echaban a la calle, al amor libre alegremente.
—Y todo ese impío guirigay —seguía diciendo doña Genoveva— era en la carretera donde más pasaba y se veía, en la carretera justo delante de la casa, el pueblo entero sabiendo que estábamos en casa.
Tenía entonces diez años Juan Martínez. Y, sin embargo, ya de párroco, se acordaba bien de todo: el miedo que tuvo la Rosuca. Él mismo tuvo miedo algunas veces, aunque ni a su madre ni a él podía pasarles nada: hijos del pueblo como eran los dos y su padre en el frente de Madrid. Llegaban cartas y postales con poca información y muchos ¡Viva la Libertad y Viva Rusia! Y hasta los márgenes mismos de las cartas decorados con hoces y martillos, trazados con tantísima torpeza, como los palotes de las letras de las cartas. Ellos dos estaban bien y muy seguros en el pueblo por mal que se pusiesen las cosas para todos los demás. Y la verdad —pensaba Juan Martínez, el niño sacerdote, el niño párroco de los años triunfales y los veinticinco años de paz—, la verdad es que algunos en el pueblo, algunos ricos, lo que les pasase se lo habían ganado a pulso. Se merecían la muerte muchos de ellos, y lo mismo los señores de la casa donde la Rosuca era asistenta, ¿por qué no? ¿Qué hacían ellos que no hubiesen hecho sus tíos, primos y demás familia? Como se vio después, por las venganzas que hubo, mucho peores que los rojos peores. Al alcalde le cogieron entre cuatro, ahora todos de falange, y le bajaron a los lavaderos y le ahogaron en la artesa llena hasta arriba de jabón, que pataleaba y hacía el pino, y ellos tiesos, que lo ahogaron con sus propias manos, entre todos. Le reventaron los pulmones del jabón. Y al maestro le cogieron y le dieron por el culo con botellas de vino de tres cuartos, y le tiraron al río luego en cueros para que follase si quería con las ranas. Sí, Juanín, se acordaba bien de todo. En silencio, mientras tomaba su té de nuevo cuño escuchando el esquemático boceto que hacía doña Genoveva. Y decía: «Aquel horror». Llegaba de la capital el eco de la victoria, con la entrada de las tropas nacionales y los fusilamientos de primera hora y los fusilamientos y encarcelamientos de después.
Y doña Genoveva volvía a decir:
—Pues Eduardo, todos los días sin dejar ni un día, se ponía unos bombachos y una gorra de visera y se paseaba por la carretera en bicicleta. ¿Y tú crees que le insultaban, o qué? Pues nada. Le decían: Buenas tardes don Eduardo, y él contestaba: Buenas tardes. Y así tres años. Milicianas rojas como pimientos de este pueblo y otros pueblos pasaban cantando roncas, el primer año sobre todo, luego menos, y estas mismas a Eduardo le decían: Adiós, adiós. Como si él mismo fuese un rojo. ¿Cómo puede eso haber sido así? Yo no lo sé y nunca lo he entendido. (Y en aquella ocasión añade: Nadie en este mundo creo yo que haya tenido más pinta de rentista y de señorito rico y de derechas que Eduardo con bombachos y una gorra montando en bici por la carretera en el año treinta y seis, y hasta las más rojas le reían la gracia.)
El párroco sabía todo aquello: Rosuca, al volver a casa por las tardes, solía contar casi lo mismo: don Eduardo era un valiente que se paseaba por la carretera entre los milicianos y las rojas, y que como saludaba cortésmente, todos le reconocían el valor. Y el párroco recuerda que a aquel Juanín de entonces que era él, el hijo de Rosuca, que hizo la carrera de sacerdote gracias a las becas de don Eduardo y doña Genoveva, no le gustaba oír contar aquello, y menos por boca de su madre. Porque Rosuca, a diferencia de doña Genoveva, que imprimía al relato una innata chulería, contaba aquel paseo en bici como si el ciclista, el señor, fuera un santo, y las milicianas unas bobas embobadas por su santidad. Y entonces a Juanín le había herido la incongruencia del relato aquel, la falsedad o el mal giro que tenía la historia. Lo justo hubiera sido, si es que a la revolución de los pobres ha de hacérsele justicia, aunque solo sea poética, lo justo y merecido hubiera sido que se liaran a pedradas con aquel creído imbécil. Recordaba que a su madre se lo dijo, y su madre contestó: Juanín, eso no lo digas ni lo pienses, que desear el mal a cualquier persona, y a los señores peor todavía, es mucho peor que incluso hacerlo. Me parece a mí que es mucho peor, porque se pudre el corazón y no podemos recibir la comunión después.
Con Rosuca siempre fue imposible discutir; recuerda ahora el flamante párroco. Era mejor dejarla, pobrecilla, con su credulidad y su respeto y su temor de Dios, ¿pero y él? ¿Y Juan Martínez?
Él, Juan Martínez, párroco ahora de aquella parroquia confortable, que cumplía con decir la misa y el sermón de los domingos, y hacer unas novenas la Cuaresma, la Misa del Gallo lisa y llana, lo normal, lo natural, cumplía. Quienes tuviesen oídos para oír y ojos para ver, que viesen y que oyesen la palabra de Dios que, con su mera presencia, el párroco ya testimoniaba y esparcía con los sermones de los domingos y festivos.
Don Juan, el párroco, se acordaba muy bien de aquella estampa contradictoria de don Eduardo en bici por la carretera. Y se acordaba, con una nitidez hiperreal, de la bicicleta misma, una bicicleta de paseo, con sus guardabarros plateados y atrás el transportín, y con su dinamo y con su luz y con un timbre que a veces sonaba un poco por sí solo al pedalear. Aquel paseo contenía en su memoria todo el encanto del ciclismo, toda la soltura, la desenvoltura, el equilibrio desafiante del ciclista que sortea las piedritas, los baches, las personas, sin caerse, sin dejar de saludar o de charlar si van con alguien, que se aleja de todos y de todo, carretera adelante, libre al aire libre, y que en un abrir y cerrar de ojos toma la primera curva y ya no se le ve, ráfaga silente de la bicicleta pedaleada sin esfuerzo, que dejaba a todos los obreros, los peatones, los mirones, con dos palmos de narices. Ese recuerdo era más desafiante, mucho más burlón, a juicio de Juanín, a juicio ahora del joven sacerdote, el joven párroco, que cualquier momentánea suspensión de la lucha de clases de aquel tiempo, con todos sus odios y venganzas. La soberbia del amo, la desfachatez de los señores circulando en bicicleta en plena guerra como si no fuese con ellos. Ahora era, ahora ya, después de todo aquello, ahora es el presente, y don Juan Martínez, con su sotana y su balandrán y la pulcra teja que su madre cepilla cada día, no parece el mismo que odió ver a don Eduardo en bici. Pero es el mismo. ¿Qué duda cabe que sigue siendo el mismo? Por eso ahora, más de una década después, el niño-sacerdote, el hombre-sacerdote, el párroco, se pregunta, ¿y ahora, qué va a pasar ahora? Ahora pasará lo que yo quiera. ¿Y eso, qué es?
En el seminario, al poco tiempo de empezar, el director espiritual le dejó las cosas claras:
—Mira, Juan. El amor de Dios tú puedes entenderlo fácilmente si piensas que en tu vida siempre has sido lo que vas también a ser aquí: un gratuito. Un becado y un gratuito. El amor de Dios es una gracia igual, una gracia gratis data, y tu vocación sacerdotal igual, otra gracia gratis data.
Y Juanín comentó en voz muy baja:
—Yo, a Dios todos los días le doy gracias.
—¡Muy bien hecho! Y además de a Dios, dale las gracias mentalmente también a tus benefactores, que han hecho posible que florezca esta vocación especialísima de ser elegido para el sacerdocio. ¿No me has dicho que te gusta mucho montar en bicicleta? Pues tu vocación sacerdotal es tu nueva bicicleta, espiritual. Toma aquella bicicleta que te regalaron por Reyes, según me has contado, como una señal del amor con que Dios especialmente te ama a ti.
En vista de que el novicio, mientras oía todo esto, no le miraba cara a cara, sino que miraba fijamente al suelo, el director espiritual le dijo:
—Te veo como murrio, chico. Murrio y mustio. Eso no son las maneras ni las caras que quiere ver nuestro Señor. Ahora te voy a dar la bendición y quiero verte sonreír y mirar al frente, bien alta la cabeza. Así es mejor.
Juanín había alzado la frente, había contemplado a su director espiritual fijamente, había sonreído. Y en ese instante había decidido enviar, hacia las dos opuestas direcciones que el tiempo tiene en la conciencia, hacia atrás y hacia delante al mismo tiempo, un mismo mensaje: tantas gracias no me han hecho nunca gracia, siempre he sentido y siempre sentiré, por todos ellos, aborrecimiento. Y a la vez pensó: Esto, mejor decirlo ahora. Recibió la bendición devotamente, y una vez los dos de pie y charlando, Juanín dijo:
—Creo que no he sentido nunca por mis benefactores gratitud. Más bien he sentido lo contrario.
El director espiritual alzó las cejas y le preguntó:
—¿Qué quieres decir con eso, hijo, qué es lo contrario de la gratitud?
—Lo contrario de la gratitud es el aborrecimiento, o sea, la ingratitud —respondió el chico.
Y el maestro dijo:
—Mira, Juan, con esto no te vas tú a atormentar, y esta es una orden que te doy. Tan grande es tu deseo de amar a Dios y amar a tus benefactores y agradecerles lo que por ti han hecho, que de puro grande que es, te entran escrúpulos de si no será la suficientemente grande todavía. Sí. Es grande y cada vez será más grande, te lo digo yo.
—Si usted lo dice, padre, usted sabrá —dijo Juanín—. Y comprendió entonces que mediante esa frase había depositada su aborrecimiento, o ingratitud, o lo que fuese, en manos de Dios por medio de aquel sacerdote, y que, por consiguiente, allá ellos. Él pensaba obedecer, sin comentarios. A partir de aquel instante creció en él… ¿Qué creció en Juan Martínez a partir de aquel instante?
Seamos serios —pensaba el director espiritual—: en el corazón de un joven tan volcado entero a la vida espiritual (que a tanto había renunciado, a tantos placeres, lícitos incluso, para consagrarse única y exclusivamente a la santificación de esa nación santa que es el pueblo cristiano, un joven como aquel, un joven corazón, separado —«separado», repetía el director espiritual— como yo mismo, como Juan y como tantos y tantos santos diáconos, santos presbíteros y santos obispos, como a lo largo de los siglos han constituido y constituyen el ordo sacerdotalis o ecclesiásticus, ahí estaba Tertuliano, ahí estaba inclusive el pobre Orígenes, que no dejarían mentir al director espiritual, ni a Juan, ni al Papa), tan volcado como él y como yo y como todos, de puro hincado que estaba el corazón de Juan en la interior obra de llegar a ser un perfecto sacerdote, que lo que parecían sombras de maldad y de malicia y de desvío, eran signos claros de la voluntad de amar a Dios que sentía el joven. Esto el director espiritual, bien sabe Dios que lo iba a repetir y repetir para que su joven educando prosiguiera sin interrupción la gran tarea. Así lo hizo aquel buen hombre, un alma cándida, devota, sin malicia quizá. El caso fue que Juan Martínez descubrió desde un principio, no solo que en la edificación espiritual propia no debe nunca la mano derecha saber qué hace la izquierda, sino que, incluso si por casualidad llega a saberlo, deberá fingir que no lo sabe y mirar para otro lado, para no convertirse en un diabólico narciso que se ahogó en la fuente fría y clara que lo reflejaba y en su propio reflejo se pudrió entre los nenúfares. En esa tentación no caería Juan. Así como en la otra, paralela tentación, que consiste en buscarse uno a uno mismo entre los vericuetos de la voz de su conciencia y de su alma. Para no encontrarse, Juan empezaría por no buscarse ya desde un principio. No se buscaría. Se guiaría por el instinto espiritual de su director espiritual, de tal manera que la edificación de su alma y su vida, de seminarista primero y de sacerdote propiamente dicho, después, la haría con esfuerzo y con ahínco, desconociéndose a sí mismo todo el tiempo. Pondría Juan Martínez su interés en otras cosas mejores y más altas que sí mismo, trascendentes a la propia egolatría de su ego: sería, como Descartes, simplicísimo.
En cuanto cargo que el sacerdote individual ejercía en circunstancias determinadas y concretas, era, desde el punto de vista de la sociología descriptiva, un ascenso en el orden natural, jerárquico, de la sociedad civilizada. Esto es lo que para Juan Martínez acabó sobre todo siendo su vocación sacerdotal: una subida desde la humildad de su origen hasta la dignidad presente, posición que incluía, además de una parroquia, una invitación perpetua a tomar el té de las seis de la tarde con doña Genoveva y don Eduardo. Y naturalmente, al hallarse en otra posición social, se atrevió a ejercer ya sus funciones propias de director espiritual. Era el confesor de doña Genoveva y el confidente de don Eduardo. Visto de cerca, don Eduardo era un personaje inmaduro, egoísta, muy bien educado, que para no ser molestado, nunca llegaba a molestar a nadie. Pero Juan Martínez veía el asunto de otro modo: le parecía un timador, un falsificador, un señorito rico con dos o tres o cuatro generaciones de riqueza a la espalda, que durante la guerra tomó el pelo al pueblo entero paseando en bici por la carretera entre el almuerzo y la cena. Y las volubles glorias de una parroquia en propiedad y una invitación permanente al té, y una madre en casa, guisándole y planchándole la ropa como siempre, surgían como insignificantes premios de consolación para una vida de humillaciones que le venía de los humillados huesos de sus abuelos maternos y paternos y de su padre abatido a tiros por la Guardia Civil, y de una guerra que los suyos perdieron por indecisos, por no haber sido capaces de sacudirse el yugo del señor. El sacerdocio le sirvió para darse cuenta de que le correspondía mucho más alto honor del que le daban. Es arriesgado decir que la progresiva conciencia de todas estas cosas acabó fraguando en un acto de mala voluntad. Quizá no fue un acto libre. Quizá fue solo un impulso mecánico, un empujón inconsecuente.
Una tarde, al llegar a la casa a su hora, se encontró con don Eduardo solo. Doña Genoveva había salido y no volvería hasta la cena. Don Eduardo le recibió tan encantador como siempre, y Juan dijo:
—Con este tiempo tan maravilloso que tenemos, don Eduardo, ¿por qué no aprovechamos una tarde para darnos una vuelta en bicicleta? Yo conservo mi antigua bicicleta, y estoy seguro de que usted conservará la suya.
Don Eduardo accedió encantado, y decidieron que la tarde siguiente saldrían en bici, después de comer, los dos de paseo, hasta un bello paraje sombreado por las cañas y los maizales, donde se elevaban las márgenes del río casi en talud, y se formaba una poza bien profunda donde grandes sombras de carpas y de lucios emergían de tanto en tanto como torsos o brazos musculosos, rebrillaban al sol y se hundían de nuevo. La excursión valía la pena. Al día siguiente, en efecto, los dos pedalearon hasta aquel lugar y se llegaron justo hasta la orilla de una roca plana y verde que la lengua musgosa de la laguna lamía y relamía con un ruido frío, fresco y constante: un sonido pulmonar, profundo, cavernoso, respiratorio. Don Eduardo dijo:
—No creí que esta poza fuese tan profunda. Hace muchos años que no vengo por aquí.
Estaban alineados uno junto al otro, aún con un pie en tierra pero montados en las bicicletas, solo había un palmo de terreno entre las dos ruedas de don Eduardo y la laguna. Como quien se acerca al oído para cuchichear alguna cosa, se acercó Juan a don Eduardo, y apoyadas las manos en el manillar de la bicicleta y en el hombro, arrojó al agua, anciano y bicicleta, en un revoltijo instantáneo, estrambótico. Bicicleta y ciclista se hundieron de inmediato con un chasquido alegre de chapuzón de bañista. Juan Martínez se arrojó al agua tras ellos. Un pescador, inadvertido, que se acercó al lugar al oír el chapoteo, declaró horas más tarde ante la policía: el señor cura se tiró detrás para salvarle, a todo trance le quería salvar, incluso a costa de su propia vida, yo le vi, pero no pudo, por desgracia.
En el atestado del cuartel de la Guardia Civil del pueblo se hizo constar que, por un accidente desdichado, la bicicleta se había interpuesto entre don Eduardo y el sacerdote, impidiendo que este le detuviera en su rápido hundimiento poza abajo. El rescate no fue posible. Don Juan emergió a la superficie, salió del lago con ayuda del pescador. Una vez fuera de peligro, don Juan Martínez extendió la mano derecha en el aire e hizo solemnemente el signo de la cruz, diciendo: Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén, respondió el pescador, de rodillas, gorra en mano.
Todo quedó hermoso, pulcro, frío, sin señales ya de guerras ni de luchas, el aire de la creciente atardecida, tras la excursión en bicicleta hasta la poza, hasta la fuente fría, fonte frida, fonte frida, sin amor.