Tenía que ser verdad que no sabía por qué estaba ahí. Lo decían todos sus gestos, preocupados, serenos pero honestos y sin doblez. Lo decían sus ojos confundidos, su rostro acobardado blandamente, temeroso de toda placa, extrañado ante todo aquello. Lo dijo él mismo, sin darse cuenta, cuando preguntó si aquello iba a durar mucho. Desde la manera en que nos acompañó desde su negocio hasta la prefectura, todo me empezó a dar mala espina. Aquello no era normal. Por lo general a todos los que vamos a buscar, de alguna manera, ya nos estaban esperando… Pero con él, la sorpresa era genuina. Ni siquiera le dio tiempo de reaccionar y no fue sino mucho después que empezó a tener una expresión de malestar. Y sin embargo no se trataba de una preocupación culpable, aterrorizada o avergonzada (nada que hiciera referencia a ningún crimen), sino era más bien una confusión desesperada: quería saber por qué estaba ahí retenido. Por qué había tenido que entrar en la parte trasera de la patrulla.
Los encargados del interrogatorio, un par de ineptos en prácticas, sonríen. Intercambiaban miradas, no del todo resueltos a decidir si aquello que tenían enfrente era un cinismo acobardado o una demencia patológica. Fuese lo que fuese, parecía divertirlos. Yo no estoy en la habitación, todo esto lo veo a través de un televisor conectado en la sala de al lado, enfocando tanto a los que preguntan como al preguntado; la situación es lo suficientemente irritante como para beber café tras café, aquello era demasiado grave como para encontrarle la risa por algún lado. Desde que me llamaron no puedo quitarme una extravagante idea de la cabeza, algo que tiene que ver con una culpa.
Lleva ya tres horas sentado, le hemos dejado ahí sin decirle nada, oreándose ante la filmación de la cámara de video poco disimulada. Todo esto es protocolo, pero no se me hace justo hacérselo a él. Mirar aquel par de imbéciles es apenas una tilde demencial a todo esto, no le encuentro la risa por ningún lado.
—¿Por qué se ríe, señor oficial? —pregunta mordiéndose las uñas, ya visiblemente desesperado.
En cuanto a los otros dos, solo sonríen aún más, con una complicidad estúpida, caricaturesca. No sé yo en qué manual ruedan estos procedimientos. Todo eso me revolvía el estómago. Más allá del crimen y los interrogatorios, no soporto ver aquello a través del televisor, teniendo que tragarme esas miraditas irónicas, sin poder intervenir discretamente en el asunto y poner un poco de orden. No suelo, mis escrúpulos me lo impiden, mirar estos espectáculos mórbidos de confesiones policíacas; pero aquello me está tocando de cerca. No entiendo absolutamente nada de lo que hacen estos dos, pero entrar ahí… pretendo evitarlo a toda costa. Al final, los detectives en ciernes, dominando su risa, recordando no sé qué procedimiento del manual o quizá los cadáveres frescos, recobran la seriedad, un poco avergonzados, ojeando a la cámara, sabiendo que estoy del otro lado.
—¿Su nombre es Ayante Velloso?
—…de Santiesteban.
—¿Disculpe?
—Velloso de Santiesteban.
—No le escuchamos, señor, ¿quiere hablar más alto?
—¡Velloso de Santiesteban!— responde con lentitud y bastante intimidado.
Don Ayante tiene en el pueblo fama de hosco, duro de entendederas y poco amigo de las palabras. Jamás ha necesitado de hablar para que notasen su presencia. A duras penas cabe en su silla, bajo la mesa. Su cuerpo es grande y musculoso, nunca ha desapreciado el silencio y la elocuencia de su cuerpo es siempre mayor que la de su boca; tanto para mostrar sus intenciones como para desocultar su simplicidad.
Aquello estaba siendo denigrante. Otro café, por favor. Prefiero disimular, hacer de mi tarea de beber algo que me apartara de todo aquello.
—Entonces… ¿es usted Ayante Velloso de Santiesteban?
—Correcto, señor.
—¿A qué se dedica, Sr. Velloso?
La comedia es la correcta. Alternar preguntas y comenzar por el principio. A pesar de que todo eso sea absolutamente inútil, excepto para las todopoderosas burocracias. A estos dos don Ayante los conoce desde niños, ellos a él. Todo el mundo en esa sala, en esta oficina, en este pueblo, todos los que necesitaban saberlo, saben que era el carnicero. Todas las preguntas son para la cámara de video.
—¿De qué va esto, Ramiro? –dice, de pronto, como despertando de un letargo.
—Conteste a la pregunta, Sr. Velloso.
—Soy carnicero desde hace 17 años.
—¿Es usted el dueño del local de la calle Pinares número 72?
—¿Es una broma? Si tú vas todos los sábados por la mañana a comprar la car…
—Don Ayante, por favor, esto tiene que seguir un protocolo. Responda a la pregunta y acabemos con esto cuanto antes, ¿le parece?
Su rostro, tosco y apesadumbrado, volvía a una triste serenidad.
—Sí, soy su dueño. Lo acabé de pagar hace ya varios años. Se lo compré a su dueño anterior, don Arturo Treviño…, aunque ya lo alquilaba de tiempo atrás. Tengo todos los papeles en regla, si es por lo que me tienen aquí.
Acaba el enunciado con una seguridad renovada, como anclándose a una piedra que le sale al paso. Se pertrecha en la posibilidad de que todo esto no sea más que un malentendido inmobiliario del que puede salir con el solo descubrimiento del sello de un recibo. Y aunque nos es evidente que la cosa no va a ser tan sencilla, sus gestos, su preocupación, más palpable que visible, se debe a que no sabe por qué está ahí sentado, junto a una cámara de video que le enfocaba directamente, siendo tratado, por un par de clientes de toda la vida, como si fuese un perfecto desconocido o un criminal despreciable. Cuando se abrió esa posibilidad no dudó, según revelaron la relajación de sus músculos, en apropiársela y dar respuesta a su situación: todo aquello tendría que ver con algo de la papelería de su negocio. Su rostro recupera una seguridad comercial, burocrática…, lo único que hace todo esto es confirmar que no sabe el motivo, tan horroroso como simple, por el que está ahí.
En cuanto a los oficiales: guardan silencio, giran sobre sus sillas y echan una mirada inquisitiva a través de la cámara. Empiezan a comprender lo que yo ya sabía desde el principio. Todo aquello les parece lo suficientemente sorprendente como para no abandonar su mueca burlona.
El café se ha acabado. Estoy desnudo frente a la imagen de mi carnicero. Sé que tengo que entrar tarde o temprano para acabar con esta comedia… Sólo procuro retrasar por más tiempo el momento de hacerlo, quiero dejarles el trabajo sucio. No me creo capaz de tratarle como a un desconocido. Cambian de estrategia. Vuelven a girar sobre sus sillas y, sin quitar la vista de don Ayante, sacan una fotografía de una mujer de un sobre.
—¿Conoce a esta chica, Sr. Velloso?
Don Ayante se coloca, distinguida y lentamente, sus gafas. Saca una mano, todo el tiempo escondida bajo la mesa, una mano grande, tosca, la mano de un carnicero que sin embargo toma la fotografía con una delicadeza casi femenina y la observa con atención numismática, cambiándola de ángulo según juzga apropiado. Al final la devuelve negando con la cabeza.
Le enseñan otra foto. Vuelve a negar. Otra más. Nada. Una tras otra hasta contar seis, repitiendo el mismo ritual teorético, tomándose siempre el mismo tiempo para leer los rasgos, negando con la cabeza con una parsimonia elocuente después de los minuciosos exámenes. Le noto un poco decepcionado, casi explicita el esfuerzo en su propia cara por reconocer a alguna de las mujeres…; está desilusionado. Quiere saber. Quiere saber por qué está ahí. Tiene la conciencia tranquila, pero no puede soportar que algo se le oculte. Aún así se supone inocente. Nunca me he dado cuenta la injusticia que entraña todo esto. Jamás se me había presentado nada más trágico.
Los neófitos interrogadores, ajenos a todo remordimiento moral, vuelven a la carga.
—¿Va bien su negocio, Sr. Velloso?
—No se le puede pedir más a un negocio honrado, Ramiro.
—Esas respuestas no nos valen, don Ayante. Diga la renta y sanseacabó.
Mira como un animal escarmentado.
—No sé. Ingresos netos de 2.000 o 3.000…
—¿A eso le llama ir bien? –interrumpe uno.
—¿No es cierto que hace cosa de 6 meses compró usted un matadero en junto a Paloblanco? –atacan a dos bandos, sin darle tiempo para pensar.
—Sí… —responde dubitativo—. Pero también tengo todos los papeles en regla… Supongo que les parecerá extraño que con las modestas ganancias del negocio pueda comprar un…
—Eso no nos interesa –intentan detenerlo.
—Es solo una nave recubierta de azulejo… ¿saben? Un par de mesas para las vísceras y…
—Don Ayante…
Pero él continúa:
—Mi tía murió hace un año y repartimos, mis hermanos y yo, lo que sacamos de la venta de una finca. Tengo…
—¡Don Ayante!
Los ojos verdes se le abren, su expresión es lastimosa, preocupante. Se quita las gafas y agacha la cabeza. Los otros dos ya no ven motivos para sonreír.
—Le digo que no es nada que tenga que ver con la papelería de sus negocios.
—¿Y entonces…?
Hay que reconducir las preguntas. Se miran el uno al otro, suspiran. Ahora parecen nerviosos, se les está yendo de las manos todo el asunto. Se reajustan al guión que les había sugerido:
—¿Cada cuando recibe reses en Paloblanco?
—Pues según voy pudiendo, no es una empresa demasiado grande. Ahí no cabrían cinco reses a la vez. Es un cuartucho con un par de mesas, grifos y drenajes –hace una pausa—… para la sangre, se entiende. No hay mucho trabajo últimamente. Más o menos, promediando, recibo unas cinco o siete cabezas por semana.
—¿Sólo procesas, como máximo, siete cabezas de ganado por semana?
—No exactamente. Como sabe, mi familia siempre ha tenido animales. Generalmente voy sacando los que ya están listos para ir completando la semana… Sobre todo para la carnicería.
—Así que, en total, salen entre siete y diez vacas del matadero.
—Así es.
—Es mucho volumen de carne.
—Normalmente consigo colocarlo todo. Conozco a carniceros de los alrededores. Saben que mi carne es de fiar… aunque los mejores animales son para mi local.
Estoy tentado a sacar un cigarrillo. Sé que este par de ineptos se acercan, a toda velocidad, a un callejón sin salida y tendré que entrar a tomar las riendas de toda esta comedia mórbida.
—Suponemos que este trabajo no lo podría hacer usted solo, ¿no es así?
—Cierto.
Siguen a toda velocidad, no quieren darle tiempo a pensar, creyendo que pueden sorprenderlo:
—Háblenos de Seferino.
—¿Seferino? ¿Le ha pasado algo?
—No, no… A Severino no le pasa nada, ya hemos hablado con él. Nos interesa corroborar sus declaraciones. Háblenos de él, por favor.
—Es un mercenario. Hace lo que le pidas si le pagas el sueldo adecuado.
Se detiene un poco, pensando en lo que acaba de decir y, un poco asustado, se apresura a matizar:
—Perdónenme. No me malentiendan. No quiero que piensen que intento hablar mal de él a sus espaldas. Es un buen hombre. Simplemente he dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza. Es lo que más me sorprende de él desde que le conozco.
—¿Su gusto por el dinero?
—No, no es eso…, es su falta de escrúpulos. Yo, por ejemplo…
—Abrevie, Sr. Velloso –le cortan en seco.
Se muerde los labios, como intentando encontrar las palabras dentro de su cabeza. Se le nota un esfuerzo, una pujanza no vista en todos mis años que le conozco; se le colorea el rostro. Al final espeta:
—Seferino ha trabajado siempre en Paloblanco y siempre ha procurado pillar todo trabajo que le salga al paso: tornero, albañil, estuquista y creo que también sabe algo de zapatería. Su padre…
—Sr. Velloso, limítese a hablarnos de Seferino en Paloblanco.
Suelta una bocanada de aire, como si todo aquello le costase más trabajo del que podía soportar y el hecho de reiniciarlo le significase una tortura física. Vuelve a concentrarse y, tras un momento, vuelve a hablar…
—Cuando adquirí Paloblanco quise que trabajase conmigo, porque cuando estaba abierto le conocía buenas artes en la mesa de tripas y sé muy bien que no le hace ascos a nada. La mayoría de los matarifes no trabajan todo el animal. Seferino ya sabía lo que hay que saber para todo esto…
—Por lo que dice… ¿admitiría que es de moralidad dudosa?
—¿Se le acusa de algo? No entiendo nada –alza la voz, a la defensiva, delatando su intención de no seguir si podía perjudicar a alguien.
—No, señor. Seferino, como ya le hemos dicho, nos ha contado lo oportuno y en este momento está en casa con su familia. Simplemente queremos corroborar sus informaciones.
Don Ayante, sin retirar la mirada de sospecha, dice:
—Es un fiel que no abandona sus deberes para con Dios y hace lo que tiene que hacer para sacar a su familia adelante. Y si quieren saber algo más, le suplico que haga las preguntas adecuadas, que llevo horas aquí y no entiendo qué es lo que quieren de mí.
—Usted dijo que haría lo fuera por el precio adecuado, ¿no es así? –le responden fríamente.
—Pero… —su voz queda suspendida, como flotando en el filo del secreto, vacilando en revelar o callarse.
—Pero, ¿qué?, Sr. Velloso.
Contesta lejano, ausente:
—Me refería únicamente a su forma de matar reses. Es algo que nunca me ha dejado indiferente. Tiene un arte sorprendentemente macabro. Hace en media hora lo que a cualquier matarife le llevaría hacer una hora entera con sus sudores y sus minutos. Su frialdad es la que me resulta un poco —busca adjetivos—… repulsiva.
Los dos policías se miran el uno al otro de reojo y rápidamente, intentando descifrar en el rostro del otro el significado de aquella revelación, vuelven a la carga, pero ya totalmente desfasados del guión de un buen interrogatorio:
—¿Puede decirnos el turno en el matadero?
—Por lo general, Seferino, trabaja de lunes a viernes sólo hasta el mediodía. Por la tarde, creo, hace trabajos de albañilería.
—¿Y ha respetado ese horario últimamente?
—Sí. Yo he estado siempre en Paloblanco por las tardes, cuando mi hijo puede hacerse cargo de la carnicería y no le visto el pelo.
Ojean sus notas. Está claro que no saben como seguir. Supusieron, o al menos eso creo, que con lo brutal del crimen don Ayante no haría otra cosa sino confesar apenas se le hubiese tenido entre las manos. No contaban con esas inocentes respuestas, ajenas a toda culpa, exentas de toda sospecha. Al final eligen la primera pregunta que les sale al paso:
—¿A quién compra las reses por lo general?
—Al principio se las compraba a quien me viniera a ofrecer, que no eran pocos, pero hace unos meses que llevo comprándole a un ganadero de no muy lejos de aquí, no recuerdo su nombre, pero tengo su teléfono en casa –espera ver la reacción de los interrogadores, pero ante su silencio, explica—: Tiene buenos ejemplares y a buen precio.
—¿Tiene constancia de las entregas? –ya no saben que hacer.
—Sí, por supuesto. ¿Hay algún problema con la carne? ¿No estará contaminada?
Mandé, en ese momento, a quien tenía a mi lado que los sacara de allí, que era suficiente. Aún me quedé sentado ahí para ver la pronta expresión de alivio que no ocultaron cuando dejaron a don Ayante ahí solo. Como liberados de una tarea desagradable e imposible. Yo salí corriendo a fumar un cigarro, no quería ver las caras a aquellos dos pelmazos por nada del mundo. Ya hablaría con ellos después, ahora todas mis escasas fuerzas tenían que estar enfocadas en ocuparse del interrogatorio que me esperaba.
Al entrar, don Ayante alzó los ojos, visiblemente cómodo al verme. Aliviado de tener un rostro cercano entre todo aquello. Yo, por mi parte, estaba resuelto a mantener la distancia todo lo que me fuese posible. Así que me acerqué a él como se acerca uno a un desconocido con el que se pretende establecer una relación de negocios: con una firmeza amigable que lo descentre. Cogí el sobre con las fotografías de las chicas y lo puse frente a mí, como utilizándolo de barricada entre él y yo. Retomo el guión del interrogatorio en donde se quedó, pero decido dejar que un silencio incómodo nos separe un poco más. Saco una libreta y hago algunos garabatos, simulando hacer anotaciones presurosas e importantes. Bajo el bolígrafo y alzo la vista, como si no me hubiera siquiera dado por aludido de la presencia de don Ayante.
—Sr. Velloso… —saludo, tendiendo la mano por encima de la mesa. Todo esto tiene que ser insultante para él, viniendo de quién viene.
Él inmediatamente se da cuenta que aquello no es normal. Mira mi mano con extrañeza y al final la acepta. La estrecha casi con desconfianza, la recoge con timidez. Capta el mensaje, lo que, en teoría, me debería de dar más espacio para maniobrar. Aun así tengo el estómago revuelto. Abre la boca para decir algo, pero yo procuro no ponerle atención y así amordazarle un poco. Me acomodo en la mesa, mirando de reojo a la videocámara que ahora me enfoca a mí. Al final se aventura:
—Ulises, me podrías decir por qué estoy aquí.
—Claro, claro…, ya llegaremos a esa parte. Antes me gustaría preguntarle otras cosas.
Se recarga en la silla, preocupado, desconcertado ante mi lejanía, ya bastante molido por el tiempo que lleva ahí sentado, desorientado. Yo saco y acomodo las fotografías, con parsimonia, sabiendo que cada segundo de silencio a él se le va haciendo más y más patente nuestra separación. Las coloco en la mesa como si fueran naipes, frente a él, todas las chicas mirándolo, para que el tuviera que soportar esa visión mientras hablamos; para que, si él sabía más de lo que aseguraba saber, aquel coro de niñas me ayudase a averiguarlo. Le noto que empieza a inquietarse de verdad: todos esos ojitos adolescentes se empiezan a fijar unos tras otros en él. Las caras mudas, risueñas, como ninfas hechas papel por alguna plegaria desconocida, tan exánimes como lindas, alguna acusación inaudible van echando sobre el mundo. Ayante, en silencio, inclinando la cabeza al mirar a cada una, con una expresión lastimera, sabiendo que la mesa de un interrogatorio no era el mejor lugar para que estuviera la fotografía de ninguna de aquellas chicas.
—¿Realmente no las conoce? –le pregunto al fin.
—No.
Hace un esfuerzo de nuevo, mirándolas, intentando desentrañar de todo aquello algo que, naturalmente, se le escapaba, como procurando unir las piezas de un rompecabezas. Aquello no tenía el menor sentido para él, aunque bien presto, lo noto en sus gestos, se apropiaría de la culpa que fuera… con tal de saber.
—No son de aquí. Conozco a casi todos los del pueblo, tú lo sabes…, pero a ellas no.
—Cierto. No son de aquí.
—Ya lo decía yo.
Me quedo callado por un segundo. Me recargo sobre mi asiento y dejo que siga mirando al coro de niñas, a ver si alguna algo le dice, o todas juntas, cantando con es muda risueña observación, consiguen sacarle algo y hacerle decir una cosa que ni él ni yo sepamos.
—Son… —dice al fin—. Son muy jóvenes.
—La mayor tenía diecisiete años.
Puedo ver su crispación cuando le confirmo la conjugación del imperfecto: «tenía» diecisiete años.
—Ojalá… —dice torpemente, casi como un niño—. Ojalá pudiese ayudarlas.
Es casi un suspiro. Un anhelo. Vuelve a quedarse aletargado, latente desesperación. Tengo que seguir:
—En fin, dejemos eso por un momento, aunque agilizaría todo esto si pudiera recordar algo, lo que fuera. —Hago una pausa a ver si algo sale, pero está en blanco—. Necesitamos saber más sobre su negocio, Sr. Velloso.
Estoy seguro que le debe chocar que le llame Sr. Velloso, por ello alargo un poco la pausa antes de decírselo… para arrinconarlo en su soledad. Hoy no puedo ser su conocido.
—¿Qué necesitas saber?
—Me interesan, sobre todo, sus reses.
—¿Las mías? ¿Las de la finca?
—Sí.
Guardo silencio, esta vez no es parte de la comedia, la palabra se me encierra en la garganta. Nunca me había sentido tan incómodo frente a un trabajo de estos. El oficio este de ocultar y mentir va con el cargo, nunca se me ha disimulado, pero hacerlo con un conocido me resulta demasiado inquietante, y aún más en estas circunstancias. Es tan rutinario que jamás me había dado cuenta de su monstruosidad. Y a mi lado aquella cámara, silenciosa, observándolo todo... Y en una súbita e incontrolable imaginación, se me vino a la mente que el que estaba del otro lado, también era yo: Ulises el múltiple. Pulpo de muchas mentes. Mirándome, observándome esos gestos de oficinista bancario que necesita inspirar confianza a base de no decir lo que se piensa y no dejar que el silencio sea tan elocuente y descubra la mentira que hay entremedias.
No lo soporto más. Me levanto y apago la cámara de video. Lo hago sin pensar demasiado, sin ocuparme de quién estuviese del otro lado, simplemente lo hago. Y cuando estoy a punto de volver a mi asiento, pienso que es insuficiente con apagarla y la hago girar sobre el tripié para quitarme su polifémico ojo de encima.
Vuelvo a la mesa, aliviado, como reencontrando una soledad libre de ojos y de dioses que me permite volver en mí. Imagino que del otro lado de la pared habrá alguien mascullando. De todas maneras la cámara no sirve para nada si no hay confesión, y está claro que aquí no hay nada que confesar. Don Ayante, intrigado, no me quita la vista de encima. Escondo mi rostro entre las manos y masajeo mis cuencas oculares, imaginando por dónde tendría que guiar a este hombre para que se precipite a su destino, interviniendo lo menos posible.
Intolerancia absoluta: al final acabo yo confesándome con él:
—Siempre me ha gustado mucho la carne de sus animales, don Ayante.
Me mira sorprendido y hasta parece esbozar una mueca de agradecimiento a pesar de saber la distancia enorme que nos separa en estos momentos.
—Sí. Antes de tener Paloblanco era más difícil conseguir que alguien me hiciera el favor de procesarme unas reses, pero siempre tenía alguna falda o un poco de lomo para ti y para tu madre.
—Me encantaban sus costeletas.
Se ríe con ganas. Con furia... como si la fuerza de la risa espantara toda la desesperación vaporosa que nos rodeaba. Hablamos de cosas que él y yo sabíamos desde hace ya mucho tiempo. Cosas que están siempre entre la gente de confianza, pero entre las que media un espacio hueco y vacío, imposible de saltar, como si quisiéramos palparnos con las palabras... asegurándonos, con alivio, que somos quienes decimos ser.
Al final hago una pregunta que de verdad me bulle en lo hondo:
—¿Por qué se compró el matadero? No lo entiendo. No... no le hacía falta.
—¡Ay, Ulises! El aburrimiento es el que me lo manda, no la ambición. Pero si quieres saber la verdad... Es bastante ridícula.
—Hable sin miedo.
—Me daba mucha pena tener que darle a un desconocido mis animalitos para que me los matara. Te parecerá una tontería, pero a mí siempre me han preocupado mucho mis animalitos. Y tener que dárselos a cualquier matarife profesional me ponía enfermo. Seguro que nadie les pondría la atención que yo le ponía a cada una...; las tratarían como peso, como dinero... Y eso no lo soporto.
—Así que... –quiero que siga hablando.
—No pienses cosas raras, Ulises. Jamás pude, lo sabes de sobra, dedicarme a matar reses. Era un cobarde, tu padre bien que lo sabía y bien se encargaba de que todo el mundo lo supiera también. Sabes la historia entre tu padre y yo, ¿verdad?
—Sí, la sé. Paloblanco era de mi padre. Ayante intentó trabajar con él, pero no soportaba la sangre, los olores y todas las delicadezas que acompaña a las inmolaciones sistemáticas de vacas y cerdos. Dejó Paloblanco pero siguió en el negocio de la carne. Mi padre murió hace bastantes años; Paloblanco estaba abandonado desde hace mucho tiempo cuando Ayante se lo compró a mi madre.
Asiento con la cabeza.
—El caso es que entregar mis animalitos... No había cosa más fría y desagradable. Aún peor que llenarme de sangre hasta las orejas, como solía hacer tu padre. Matar a mis becerritos no es tan espantoso..., habida cuenta del destino que les espera creo que es una operación compasiva. Y no te equivoques, Ulises. Al principio me costó lo suyo… Y no solo por mis escrúpulos. Ser un matarife es una profesión que exige una técnica condenadamente buena. Al principio todo aquello me parecía odiseico. Las pieles se me desgarraban, los intestinos se me reventaban en las manos, saltándome estiércol en la cara. En una verdadera cadena de producción no habría durado una semana… Pero Paloblanco no es una industria, Ulises. A veces quiero pensar que es un templo.
—¿Un templo?
—Sí. A veces me gusta imaginar que con la muerte de esas reses algo de favor nos da el cielo. No sé… suena a tontería, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
Me mira sonriendo:
—Ay, Ulises, tú siempre tan comprensivo… tan insondable en tu adaptabilidad. Nunca dices lo que piensas y se ve de lejos. Estoy diciendo disparates y tú los sigues con el dedo, sin decir nada.
Por un momento, en esa sonrisa, casi puedo verlo como cuando era joven. Cuando tuvo que admitir que dada su torpeza jamás sería un buen torero. Parece leerme la melancolía en el rostro:
—Desde que murió mi abuela, tú lo debes de saber, mi familia ya no es la misma. Nuestra ganadería surte cada vez más mataderos y cada vez menos plazas de lidias.
—Doña Pasífae… —digo, acompañándolo con la sonrisa—, ¡con lo que le gustaban los toros…!
—Y que lo digas, Ulises. El caso es que la máquina del mundo sigue y nos pide siempre los sacrificios de las cosas más vivas, de las cosas más importantes. Todo lo que sea necesario para tener un buen filete en el supermercado.
Está verdaderamente triste. Cuando se calla se queda mirando al suelo.
—Yo quería ser torero, no matarife.
—La mayoría de las personas no verían en ello demasiada diferencia.
—Eso es porque no conocen la fría crudeza del matadero. Ese lugar te roba el alma… Si algo puedo hacer por dar calidez a la muerte…
Hace una pausa, pero es preciso que siga hablando. Así que solo me dedico a clavarle la mirada.
—¡Y lo más raro es que aún se me antoja una hazaña épica eso de matar alguna criatura cualquier que no conozca! Una locura, ¿no?
Se mira las manos, como reconociéndolas. En todo momento, evita mirar las fotografías que aún tiene frente a sí. Sigue:
—Mis animales son inocentes. Merecen luto y respeto. Agradecimiento y cariño... aun en estos trances tan sucios como necesarios —se detiene, piensa un poco, me mira para investigarme. Se excusa—: Como verás, Ulises, no hablo yo demasiado de estas cosas... son situaciones a las que uno tiene que acostumbrarse. Vive con ello.
—No se preocupe, don Ayante, creo comprenderlo. Por eso Seferino está en Paloblanco, ¿no?
—Por supuesto. No podría tocar a una vaca que no haya criado yo. ¿Sabes?
—Pero usted sí lo hacía con sus animales –es una pregunta que necesito que responda clara y explícitamente.
—Yo mismo sí. Les parto el cráneo. Yo mismo les corto sus cabecitas, sus patitas, sus pechitos. Yo mismo les abro su pancita, les limpio las vísceras y con ternura les susurro, ¿sabes?, les doy las gracias.
—Ya. Me imagino.
—Me siento muy culpable por hacerlo... pero creo que es mejor que me encargue yo sólo de todo el proceso. Así sé que siempre se hace con el honor y el respeto que se merecen. Si la sangre ha de correr, prefiero que sea a cuenta mía.
—Entiendo.
Dejamos que ruede un poquito el silencio. Me mira, con confianza. Después las fotografías, en las que no había reparado mientras hablaba, y un ligero espasmo le hace apartar la vista. Suspiro con fuerza. Saco un cigarrillo. Está prohibido, pero tampoco importa demasiado. Le ofrezco un cigarro que rechaza con cortesía. Los cadáveres me queman en la boca... la demencia de don Ayante me arrincona. Me siento como un matarife y Ayante, un toro ignorante de su destino. Quizá... quizá debería decírselo y que pase lo que tenga que pasar. Es inocente, de eso no me cabe duda. Aunque haya asesinado a estas seis chicas, no me cabe duda de que es inocente.
Aún queda tanto por averiguar…, tanto por cotejar, por saber, por entender de aquel crimen sin sentido. Pero todo al final daba igual. La fría lógica de los números manda: seis chicas muertas. Y así había sido siempre mi trabajo, y no entiendo por qué es ahora que siento los remordimientos: se trata de encontrar a un culpable, una causa eficiente… un automóvil, un brazo, un arma homicida, da igual. El caso es descubrir la causa, señalar la culpa y aplicar la economía del castigo, como si algo de retribución se obtuviese con aquello. La enfermedad que haya tocado a Ayante está más lejos de lo que yo, ni nadie, pueda entender. Los psiquiatras no harán nada por él.
Nunca había luchado tanto contra la idea de dejar libre a un hombre que supiera ejecutor de algo tan deleznable… Pero Ayante es monstruosamente inocente. Creo que si se marchase asesinando niños como si fuesen cabras, no habría manera de inculparlo… y, sin embargo, es mi deber recordarle esa culpa.
Me refugio un poco en el cigarrillo. Pienso, estoy apunto de abrir la boca, pero él me interrumpe:
—Ulises, por la amistad que nos unía a tu papá y a mí. Dímelo... ¿qué quieren de mí?
Su intromisión me echa hacia atrás. Le miro. Sus ojos verdes, casi amarillentos, abiertos como platos, enrojecidos por la preocupación, el cansancio, la desesperación...; su frente medio calva, su mirada íntima, su pelo canoso y ya despeinado por la frustración, su cuerpo imponente, de una torpeza musculosa: la imagen viva de la tragedia. Todo eso me desarma:
—No puedo todavía, Ayante. No puedo, se lo juro.
Se recargó sobre su silla y se quedó mirando las fotografías por un buen rato.
Y no pude decírselo nunca. Durmió en el calabozo con esa misma mirada colaboradora, confundida..., propia de una ofrenda a un dios. Fue Fernández el que, ya frente a un abogado y a un médico, le comunicó por qué estaba ahí.
Yo me quedé afuera y ni siquiera tuve fuerza para verlo por el monitor. Solo de pronto, mientras manoseaba alguna taza de café, se escuchó un «Ay» que cimbró todo el edificio. Intentaban explicarle que sus reses no eran reses. El chillaba que solo eran animales, que jamás había el tocado a ninguna persona, a ninguna chica. Pero el hecho era que habían encontrado los restos humanos en su propia carnicería, manoseándolos como mercancía junto a la carne picada, los cortes de aguja y rabo.
Gritaba, flor del espanto, que aquello era imposible. Era inocente, gritaba. La desesperación le ahogaba la voz y a veces solo se escuchaba un chillido. Hablaba de sí mismo en tercera persona.
Yo me quedé helado, hecho de piedra, ahí en el pasillo; y aunque había planeado huir antes de que lo trasladaran de nuevo al calabozo, aún estaba ahí, pegado al suelo, cuando lo sacaron, entre varios hombres, de la sala de interrogatorios. Los hombres forcejeaban con él a pesar de que no oponía resistencia, pues concentraba todas sus energías en llorar y gritar, era solo el peso de su cuerpo y sus músculos con los que luchaban los guardias. Lo llevaban como animal al matadero.
Sus ojos de pronto se clavaron en mí:
—¡Ay! ¡Ulises! Yo sólo maté a mis reses... ¡Ay! ¡Ulises! No sufrieron ellas entre mis manos, Ulises, tú me conoces —ya alejado de dónde estoy tuvo que gritar—: ¡Habida cuenta de lo que hay soy un matarife compasivo! ¡Ulises!
Me sentí de pronto un matarife con la sangre hasta las orejas. Una culpa pagana se apropiaba de toda mi alma. Era el ejecutor de un holocausto sin beneficio. La justicia no podía querer esto... Él no había matado a nadie salvo a sus reses... sabía que eso era verdad, pero la verdad no siempre tiene que ver con los fríos cuerpos del camposanto.
Al día siguiente vio a su mujer y a su hijo por la mañana. Persistía en su inocencia. Aquello era únicamente como un agregado ininteligible a toda la angustia que pasé anteriormente. Les entregó una carta que, como después se supo, era su testamento. Hacia el mediodía intenté hablar con él; bajé al calabozo junto con el guardia que le llevaba la comida –solomillo de ternera y puré de patatas—: se negó a hablarme, era como si no estuviese ahí. Simplemente se puso a comer como si no escuchara a nadie.
Fue por la tarde, a la hora de la medicación, que el doctor lo encontró. Y después del guardia fui yo el que llegué a verlo el primero. Había revuelto todo lo que había en la celda, que no era más que un escusado sucio y un catre atornillado al suelo. El escusado estaba roto, el catre desencajado de las patas: había estado revolviendo todos los huecos, todas las posibilidades, hasta que por fin dio con ella.
Al principio creí que simplemente estaba desmayado, boca abajo, después de una enloquecida furia. Pero cuando me acerqué casi me resbalo con la sangre que se extendía, ya viscosa y marrón, sobre su costado derecho. Había logrado romper el acero del catre por la parte que lo unía a las patas, con las manos desnudas, y se clavó una de ellas en la axila, dejándose caer encima, como si de una espada entre la tierra se tratase.
Tenía, igualmente, una profunda herida en la espalda; como sí, en un principio, hubiese intentado morir dejándose caer de espaldas. Había una pequeña flor blanca, en el suelo, junto a él, que le había llevado su hijo: una florecilla poco más pequeña que un lirio, blanca con unos ribetes rojos en los pétalos que parecían estar llorando. La recogí, y aunque la primera intención era dejarla sobre su cuerpo, pensando que era a él al que pertenecía, supuse que no sería una conducta apropiada de un funcionario en una escena semejante. Habiendo un médico presente, me puse a chillar, buscando al guardia de turno, a pleno pulmón, preguntando cómo era posible que pudiera haberse liado semejante desbarajuste sin haber escuchado nada.
Poco después, fumando un cigarrillo me di cuenta de que aún tenía en la mano la flor. Mi primer impulso fue abandonarla en alguna jardinera que estaba frente a la prefectura; pero de nuevo la sensación de patibulario se me sube encima. Sin embargo, la sola contemplación de los ribetes rojos que parecen estar chillando me revuelve el estómago. Miro a mi alrededor, el sol, se va emborronando en el horizonte, ajeno a estas tristes simplezas de los mortales. Algunas parejas pasean a sus perros y aparecen un cúmulo de niños corriendo, persiguiendo al son de no sé qué música, ni sé yo qué juego, algún balón rodando frente a ellos… y antes de que se alejaran demasiado, llamé a una niña de entre ellos que se acercó al reconocerme, no sin cierta timidez. Apagué el cigarrillo y le ofrecí, con la punta de los dedos, la delicada flor que aún conservaba, intacta, todos sus colores con viveza. La aceptó con una desdentada sonrisa.
—Cuídala bien –le advertí—. Ahora es tuya.
La niña, seria, se volvió y se marchó caminando lentamente con la flor entre sus dos manecillas. Aquello fue un alivio. Me marché a casa sin despedirme de nadie…; estaba avergonzado y sin fuerza.
La gente del pueblo no quería que fuera a parar al cementerio. Aseguraban que lo que le había pasado era un castigo de Dios. Y el cura lo bendijo fuera de la iglesia. Algunos, según me cuentan, dijeron que no le rezaran misas, pero frente a mí todos mostraban luto, sorpresa y respeto. Al final su madre le pagó un par de misas y a su familia se la acogió con respeto.
Hay un arbusto de jacintos cretenses frente a la carnicería de Ayante, que ahora lleva su hijo, creciendo y rodeando, poco a poco, una vieja columna junto al portal. Los niños recogen las flores siempre que pasan a su lado. Yo sigo sin soportar el color de los pétalos, en los que parece escrito un chillido, un grito, encerrado, aunque casi podría admitir que es una bella flor a pesar de mi espanto.