PAÍS RELATO

Autores

alejandro gándara

la gloria de los nuestros

Desde que Ciolín, el gran ciclista del pueblo, se había convertido en una estrella por participar en el Campeonato de España para aficionados, Jano no había dejado de dar la lata a su padre. Su padre conocía a la familia de Ciolín y Jano quería conocer la vida privada, seguramente plagada de secretas novedades, de quienes habían dado al mundo un ser tan extraordinario. Era un hecho que Ciolín no era como el resto de la gente de La Fronda. Primero, porque tenía una bicicleta de competición, algo que costaba mucho dinero y que había que comprar lejos, muy lejos de aquel valle rodeado de altos picos casi siempre nevados y que, según decía el cura, habían sido puestos allí para facilitar la vida interior. Segundo, porque había que tener mucha imaginación para querer ser ciclista cuando todo el mundo quería ser lo que ya era, a saber, dueño de cuatro vacas pastueñas a las que subir y bajar de los invernales. Si es que alguna vez se habían preguntado qué era eso de ser algo. Tercero, porque resultó que Ciolín, aparte de imaginación y dinero, tenía cualidades deportivas y que venían de la capital a hablar con él. En el Campeonato de España quedó entre los cincuenta primeros, aunque Jano no recordaba exactamente la posición. Pero pertenecer al grupo de los cincuenta mejores ciclistas del país, en cualquier país suficientemente habitado, era una hazaña al alcance de los elegidos, no digamos si además había nacido en La Fronda. Y cuarto, que también podría entrar en lo tercero, la Gaceta sacaba fotos de Ciolín y debajo ponía siempre: «El ciclista frondeño pedaleando». ¿Había otros motivos para que se encogiera el corazón de un pueblo?
—Pero ¿qué es lo que quieres ver? —le preguntó el padre a la hora del almuerzo—. Lo más seguro es que Ciolín no esté allí.
—Tú, llévame.
Por la tarde se juntó con los amigos en la puentecilla y les informó de que su padre le llevaría a la casa de Ciolín el día menos pensado. Todos pusieron cara de admiración, menos uno que se llamaba Fernando y que se había quedado en la época en que todos querían ser toreros. Visto desde la perspectiva del ciclismo, aquello fue una tontería. De hecho, no les duró más de un año. El hijo de unos que emigraron bastantes años atrás a la capital se hizo novillero y escogió el apodo de El Niño de La Fronda. Como era lógico, esto causó un gran impacto en el pueblo, sobre todo cuando contempló su nombre en un cartel taurino que hacía referencia a una plaza de toros de la provincia de Salamanca, un lugar del que se dudaba que existiera y que volvía todo más mágico, más inalcanzable y absolutamente más misterioso. Estuvieron un año toreando con las chaquetas y los impermeables, después de agenciarse un par de astas de ciervo que, por alguna razón, don Herminio, el maestro, utilizaba como perchero a la entrada del aula. Las astas desaparecieron un buen día, el maestro puso el grito en el cielo, hubo hasta una reunión de padres, pero ellos se comportaron como auténticos juramentados y no abrieron la boca. Cuando se les pasó la fiebre, enterraron las astas en el monte del polvorín y dejaron que Fernando se convirtiera en un resentido, probablemente de por vida. Pero así eran las cosas. De El Niño de La Fronda nunca más se supo y, como decía don Herminio, la pasión sin alimento no es más que un pato.
La tarde en que Jano declaró las intenciones de su padre en la puentecilla no hacía demasiado calor. Estaban a finales de junio y empezaba un largo verano en el que habría que trabajar mucho para sobrevivir a la peste del aburrimiento.
—Propongo que cojamos las bicicletas y hagamos una carrera para ver a Elias —dijo Jano.
—A mí me da cosa —dijo uno al que llamaban Fonseca.
—No hay que estarse allí mirándolo todo el rato. Lo importante es la carrera. Una para ir y otra para volver. El que mejor haya quedado entre las dos, gana —insistió Jano.
—¿Sigue todavía paralítico? —preguntó otro llamado Aitor.
—No es un paralítico. Está así por la meningitis —contestó Fonseca.
—¿Y se va a morir?
—A lo mejor, no.
Al final fueron a casa a por las bicicletas y subieron en pelotón, eran ocho, por la comarcal de Poblaciones, una aldea a doce kilómetros de La Fronda y bien metida en la montaña. Empezaron muy deprisa y a mitad del puerto se bajaron de las bicis resollando como bueyes. Los vehículos fueron abandonados en la cuneta y ellos tardaron un cuarto de hora en recuperar el habla.
—Hay que ir más despacio —dijo Jano.
—¿No era una carrera? —contestó alguien.
—Oye —dijo Fonseca—, ¿a qué hora pasa la carrera de Ciolín?
—El próximo domingo a las doce —dijo Jano.
—Ya sé que es el domingo. Pero me extraña que pueda saberse la hora, por eso se me olvida.
—Los ciclistas son relojes. Claro que se sabe. Y todo el mundo dice que va a ganar.
—Pero vienen ciclistas de muchas partes. No será fácil.
—A mí me han dicho que gana seguro. Imagínate, Ciolín el de La Fronda, gana la Vuelta a la Región.
Cuando llegaron a Poblaciones, se habían olvidado ya de su carrera. Se presentaron en la casa de Elias y les abrió la madre, una mujer muy guapa, con la cara muy triste, pero que les dio las gracias por venir, les sonrió mucho y les sirvió vasos de gaseosa. Elias estaba en la cama, mucho más delgado y pálido que cuando iba a la escuela. El cuarto tenía un olor especial y la luz entraba por un ventanuco. Elias les dijo que pronto le darían una silla de ruedas y a continuación les contó unos cuantos chistes, que él sabía contar como nadie. Ellos le hablaron de Ciolín y de la Vuelta a la Región y se despidieron enseguida, un poco angustiados. No consiguieron estar allí más de veinte minutos. Regresaron en silencio, bajando el puerto a toda velocidad. Fernando se cayó cuando entraban en el pueblo, una cosa un poco ridícula, y lo lavaron debajo de la puentecilla.
Por la noche, después de cenar, volvieron a reunirse. Fernando se había quedado en casa. No estaban muy animados. Vieron que el cura, don Herminio y el secretario del ayuntamiento, un tipo regalimoso que llevaba toda su vida escribiendo la historia de La Fronda con unas palabras que nadie entendía, y que se llamaba a sí mismo «cronista de la villa», estaban en la terraza del arroyo, cincuenta metros más allá de la puentecilla. Tomaban café bajo los faroles y parecían tener un tema de conversación, porque el regalimoso movía mucho las manos y los otros le hacían caso. Lo que no era una buena señal. Por alguna razón que ya habían olvidado o que nunca tuvieron, ellos habían decidido odiar a aquel individuo que además se apellidaba Pestaña, aspecto que acrecentaba el odio hasta límites insoportables.
—Vamos a acercarnos en secreto por la ribera y a escuchar lo que hablan —propuso Jano.
Descendieron a oscuras y fueron por el arroyo hasta la pared de la terraza, tres metros de altura sobre la ribera. Luego subieron por un sendero lateral y permanecieron a cubierto y a unos tres metros de los contertulios. Había que admitir, pensó Jano, que sus amigos eran auténticos apaches, silenciosos y mortíferos. Se habían acurrucado contra la pared del pretil y a resguardo de la luz de los faroles.
—Este pueblo ha dado héroes al mundo, asunto este poco sabido, porque, nadie se engañe, los frondeños no son partidarios de la memoria y menos de la épica. Desde los tiempos del Descubrimiento, ya hay noticia de originarios de este lugar aventurándose por el Orinoco y acompañando a De las Casas —decía el cronista.
—Usted, Pestaña, siempre cuenta lo mismo, pero yo no sé de qué sirve eso. Si nos hace mejores o peores el saberlo, o si es mejor saberlo que no saberlo, o qué —contestaba el cura.
—¿No cree usted que es importante que un pueblo conozca su historia?
—Ni idea. A mí lo que me importa es saber lo que pasa aquí y ahora, en la cordillera Cantábrica y a fecha de 1966.
—Muy bien. Ahí tiene usted a Ciolín. ¿Podría existir alguien así si no procediese de una contrastada estirpe de héroes, aquí, en estas montañas olvidadas de Dios?
—Deje usted en paz a Dios, que siempre aparece cuando algo no tiene arreglo —dijo el cura—. Por cierto, ¿a qué hora pasa la carrera?
—A las once —dijo don Herminio—. De camino a Carrales, que es donde han puesto la meta.
—Ya lo ve usted… —dijo Pestaña.
—Ya veo ¿qué? —dijo el cura.
—Si este pueblo tuviera conciencia, habría exigido que pusieran la meta en La Fronda.
—Qué tendrá eso que ver. Pestaña, acostúmbrese a que todo el agua no puede ir a parar a su molino.
—Desde la curva del ayuntamiento se les verá entrar en el pueblo y salir. Me parece que es el mejor sitio —terció don Herminio.
—De todos modos, la conciencia… —empezó a insistir Pestaña.
—La conciencia, señor secretario —le cortó don Herminio—, es una cosa que puede arruinarnos este café y esta espléndida noche.
Jano hizo una señal a los emboscados y el grupo se retiró en dirección a la puentecilla, manteniendo su impecable sigilo. Allí, Jano pidió silencio a los compañeros de partida, que nada más llegar se habían dedicado a imitar cómicamente a Pestaña.
—No hemos pensado en el sitio —dijo.
—¿Qué sitio?
—El sitio desde el que veremos pasar la carrera.
—Bueno, donde todo el mundo —dijo el gordito Royuela, que temía cualquier clase de alteración de la normalidad.
Jano no le hizo caso y expuso su opinión. Y su opinión señalaba al peñasco que había debajo de la ermita y que hacía una especie de balcón sobre la carretera general. A los demás les pareció bien.
—Pero hay que prepararlo. Hay que poner asientos y tiene que ser el mejor sitio del pueblo —explicó Jano.
Al resto siguió pareciéndole bien.
—Vamos a vivir un momento histórico —sentenció Jano.
Quedaron para la tarde del domingo, que era el día siguiente, en el peñasco de la iglesia. Y al día siguiente, cuando salían de misa, su padre le comunicó que irían a ver a la familia de Ciolín, porque no quería escucharle más.
La familia de Ciolín vivía al otro lado del arroyo y había una caminata de media hora. Su padre era un hombre silencioso y, desde que pasó aquello, Jano siempre le veía preocupado. Lo normal es que hubiera estado triste; sin embargo, el muchacho estaba seguro de que era preocupación más que otra cosa. «Aquello» fue la muerte de su madre, el viernes de Pascua del año anterior.
—Vas a cumplir trece años y cada vez hay más pájaros en tu cabeza —dijo el padre sin mirarlo, mientras cogían la trocha del polvorín, al lado de un monte lleno de grutas y atravesado por un manantial con una pequeña cascada en lo alto.
Jano no dijo nada. A su padre le gustaba decir lo que tenía que decir sin entrar en discusiones. Las discusiones solo conseguían que repitiera lo mismo todas las veces que fuese necesario.
—Don Herminio dice que eres buen estudiante, pero que no te interesas por nada. Y yo no veo más que pájaros en tu cabeza. Primero te dio por ayudar al cura en la misa de siete y te quedabas sin dormir de la emoción. Luego vino lo del toreo y ahora toca el ciclismo. De un tiempo a esta parte… —el padre hizo aquí una pausa—, tan pronto te vuelves loco por algo como se te olvida.
Les abrió la puerta una mujer mayor, vestida de negro y con aspecto de campesina, que resultó ser la madre de Ciolín. Les invitó a pasar y trató a su padre con mucha deferencia, algo que pasaba a menudo y que le gustaba bastante a Jano, aunque también lo encontraba normal. Su padre era el mecánico del pueblo y él presentía que, fuera de ser un oficio especial, una parte importante de la vida del lugar dependía de cómo él hiciera su trabajo.
Era una casa diminuta y aislada en un promontorio sobre el arroyo. Pasaron directamente a un saloncito y, oh, maravilla, allí estaba Ciolín, vestido con un chándal azul y rojo, unas zapatillas de felpa a cuadros, hundido en un sillón algo estropeado y escuchando atentamente un serial de la radio. Les puso una sonrisa de dientes perfectos, que tocó el corazón de Jano, y volvió a sumirse en las desgracias de una mujer con siete hijos abandonada por el marido y maltratada por los vecinos. El padre se dedicó a hablar con la mujer de asuntos nada interesantes y él se quedó concentrado en Ciolín, que de vez en cuando lo miraba y le lanzaba aquella increíble sonrisa. Al cabo de un rato, el ciclista se levantó y cogió de la mesa una lata gigante de leche condensada, de las de tres litros, la levantó en el aire como si nada y bebió de ella durante un minuto por lo menos. Luego regresó al sillón y al serial.
La mujer tocó en el hombro a Jano y le dijo:
—¿Has visto? Algún día también tú te beberás así la leche condensada.
Miró a su padre con orgullo, pero en la cara del padre no había ninguna expresión. Ellos siguieron hablando y él mirando al superhombre, con su chándal y sus zapatillas, sonriéndole de vez en cuando y levantándose a por la lata de leche condensada antes de regresar a su sillón y reflexionar profundamente sobre las desgracias del serial.
Por la tarde, ya en el peñasco de la ermita, contó a los amigos el encuentro con Ciolín, y lo cierto es que hubo gran expectación y que nadie, ni siquiera Fernando, se sintió decepcionado. Enseguida, y terriblemente estimulados por las noticias sobre su héroe, se pusieron a discutir sobre las características del emplazamiento desde el que verían la carrera.
—Lo menos que hay que poner es una valla, para que se vea que es un lugar importante y para que nadie nos lo quite —dijo Fonseca.
—Una valla de qué —dijo Fernando.
—De piedra, como es natural.
—Por aquí no hay piedras, solo rocas —dijo el gordito Royuela.
—Pues las traemos de la cantera —dijo Jano.
—Pero si está a un kilómetro —protestó el gordo.
—Mi padre nos puede prestar un par de carretillas de la obra —propuso Aitor.
Fueron a por las carretillas, de las carretillas a la cantera, cargaron las piedras y volvieron al peñasco.
—La mitad que se quede aquí colocando y la otra mitad que traiga las piedras —dijo Jano—. Como a los que coloquen les va a sobrar tiempo, que busquen troncos para sentarse, o que construyan asientos. Yo me voy con los de la cantera.
A última hora de la tarde habían conseguido levantar medio metro de empalizada, de otros dos de largo, y no habían avanzado nada en lo de los asientos. Jano estaba enfadado con los responsables, pero a él tampoco se le ocurrió gran cosa. Cuando por la noche se reunieron en la puentecilla, Jano volvió a contar lo de Ciolín y, como el tema no daba más de sí, se fueron a dar vueltas por la plaza y a seguir a las francesas, las hijas de unos emigrantes que venían a veranear al pueblo. Siempre salían con la pandilla de la hija del alcalde, que era una pandilla mixta, que nunca se movía de la plaza y a la que era difícil acercarse. Al final, los otros muchachos se enfadaron con ellos y por poco llegan a las manos. No les gustaba que los espiaran. Eran gente melindrosa.
El lunes por la tarde, la valla de piedra estaba hecha y los asientos sin solucionar, de modo que decidieron prolongar la valla. En eso ocuparon el martes y el miércoles. Luego decidieron que fuese más alta. Más tarde se les ocurrió poner un toldo clavando cuatro palos y cosiendo con hilo de coco media docena de sacos.
El jueves, y en opinión de los constructores, el tinglado tenía un aspecto impresionante, aunque faltaban los asientos. La prueba fue que don Herminio y el cura, que bajaban de la ermita, se quedaron mirando y después se presentaron allí. Los mayores preguntaron y ellos les explicaron.
—Cuánto trabajo —dijo don Herminio con seriedad.
El cura no abrió la boca, pero se marchó hablando con don Herminio.
—¿Y si lo cerrásemos? —dijo Jano, en quien había hecho mella la seriedad con que habían observado los adultos el trabajo.
—¿Qué quiere decir cerrarlo? —preguntó Fernando.
—Hacer las otras tres paredes.
Hubo una exclamación general de rechazo.
—Si lo hacemos, todo quedará perfecto, porque tengo una idea para lo de los asientos.
Aun así, le costó convencerlos. El nuevo proyecto significaba trabajar el viernes y el sábado de la mañana a la noche, y además ya se vería.
La paliza de aquellos días fue de las que hacen época. Pero, finalmente, tuvieron ante la vista una construcción de cuatro lados, entoldada y presidiendo el valle con el arroyo y la carretera general, casi con la misma prestancia que la ermita. Sin embargo, como no hay gran esfuerzo que no esté acompañado de grandes errores, resultó que se habían olvidado de la puerta y que en el último momento hubo que deshacer una parte de la trasera para que los que habían llevado las piedras pudiesen entrar sin tener que saltar y los que las habían colocado pudiesen salir. Eso sin contar con que la idea de Jano para los asientos implicaba la existencia de una puerta.
La idea era bastante simple y simplemente peligrosa, pero factible. Se trataba de entrar en la ermita y coger un par de bancos pequeños, de los de a cuatro.
—Pero si nos sentamos en los bancos, no veremos nada. La pared es muy alta —repuso Fonseca.
Ciertamente. Habían estado tan obsesionados por los asientos, que no habían contado con ellos.
—Eso ya está previsto —dijo Jano, que no lo tenía previsto de ninguna manera y que salió al paso como pudo—. Nos sentaremos en el respaldo. Lo importante es estar sentados.
El domingo por la mañana esperaron a que los feligreses salieran de misa de ocho. La misa siguiente era la de doce. Tendrían tiempo para devolver los bancos. El cura se fue a las nueve y media. De su breve y apasionada época como monaguillo, Jano conocía el escondite de la llave de la puerta de la sacristía. Era una llave algo grande para cargar con ella y el cura la dejaba escondida en el interior del canalón.
A las diez y pico la operación de secuestro de los bancos de la ermita estaba concluida. El segundo banco no servía para nada, de modo que todos tuvieron que ponerse en primera fila y al final acabaron de pie y apoyados sobre la pared delantera para poder ver algo de lo que sucedía abajo, en la carretera general. Pero estaban satisfechos y alegres.
Observaron cómo la curva del ayuntamiento se iba llenando de gente y sintieron la superioridad moral de quienes habían elegido el sitio por excelencia. Aislados y a mayor altura que la multitud comprendieron mejor que nunca el sentido del esfuerzo de tantos días. Además, ellos ofrecían a Ciolín un verdadero recibimiento.
—Lo más probable es que ya venga destacado —dijo Aitor.
—Casi seguro.
—Hoy es la primera etapa, y más vale que les gane desde el principio.
A las once y cuarto todavía no habían llegado. Jano estaba un poco nervioso. El cura diría su misa de doce, tanto si los corredores habían pasado como si no. Y ellos tendrían que devolverlos antes. De pronto, cruzó un coche con un altavoz desde el que alguien daba gritos que no se entendían. Luego, una furgoneta con música. A continuación, varios coches a bastante velocidad y dos minutos más tarde una pareja de motoristas de la Guardia Civil. Vieron al pelotón de ciclistas en la curva de la gasolinera, un instante más tarde en la del ayuntamiento y otros después había desaparecido en dirección a Carrales. Todo debió durar treinta segundos. Quizá un poco más. Quizá no tanto.
—Yo creo que Ciolín iba el primero —dijo Fonseca.
—No, iba en el medio —dijo el gordo.
—Iba detrás, para saludar a su familia —opinó Fernando.
Se quedaron todavía un rato mirando a la carretera. La multitud, de unas doscientas personas, empezó a dispersarse.
—Yo le he visto. Se estaba reservando.
—¿Os imaginabais que pasaban a esa velocidad?
—Es que es una carrera profesional.
Dejaron los bancos en la ermita y volvieron a tiempo para ver cómo el cura subía por la cuesta. Se quedaron en su cabaña hasta la hora de comer, aunque nadie decía nada y tampoco a nadie se le ocurría qué hacer esa tarde.
—Podíamos coger las bicicletas —dijo Fernando.
Pero nadie le contestó.