Aquella tarde gris y desapacible, el viento incesante hacía que las ramas del árbol golpearan de una manera continua los cristales salpicados por la fina lluvia que, durante todo el día, no había dejado de caer en toda la ciudad.
El traqueteo de las ramas contra el cristal hacía las veces de melodía suave y triste que acompañaba el lento y agónico paso de las horas en la habitación donde Nicolás descansaba en su cama, postrado sin poder levantarse, desde hacía ya unos veinte días. Llevaba unas dos horas durmiendo, comprobó su abuelo, que alternando la vista y su atención entre la cara placentera e infantil de su nieto y las dichosas ramas del árbol repicando en la ventana dejaba pasar otra tarde más esperando que su hija, la mamá de Nicolás, llegara de trabajar para relevarle y pasar una noche más de vigilia en el hospital junto a su hijo.
Un golpe más fuerte en el cristal hizo que el abuelo diera un respingo, Nicolás abrió los ojos y observó a su querido abuelo junto a la ventana maldiciendo y farfullando que si alguien hubiese podado a tiempo esos árboles, esto no estaría pasando.
-Abuelo –susurró Nicolás.
Y este, dándose rápidamente la vuelta sorprendido le preguntó.
-Dime hijo, ¿Cómo te encuentras?, ¿Has descansado?
-Si abuelo, estoy bien, gracias. Dame agua por favor. Tengo mucha sed.
-Voy hijo, –al tiempo que se acercaba a la mesilla de la habitación para poner un poco de agua en un vaso y acercárselo a la boca.
-Anda toma, bebe con cuidado.
-Gracias abuelo, -le contestó Nicolás mientras de su boca emanaba un esbozo de sonrisa.
El abuelo volvió a dejar el vaso en su sitio y acercó la silla a la cama para coger las manos un tanto temblorosas de su nieto y acariciarlas. Las sesiones de quimioterapia estaban minando las fuerzas de Nicolás poco a poco. Cada día que pasaba permanecía menos tiempo despierto y más durmiendo. Soñaba mucho y muchas noches, mientras soñaba, su madre observaba que sufría pues no paraba de revolverse en la cama como si esta estuviese plagada por dentro de pequeños insectos que no le dejasen descansar tranquilo. Se despertaba siempre sudando y pidiendo un poco de agua.
-¿Qué día es hoy, abuelo? –le preguntó.
-Doce de Diciembre –respondió este.
-Ya casi estamos en Navidad….. –dijo Nicolás mientras su mirada se fijaba en el pequeño televisor donde daban la predicción para los próximos días.
-Hijo, ya sabes lo que pienso yo de la Navidad. El abuelo no cree en Dios. Si la Iglesia realmente….
-Abuelo –le cortó rápidamente- yo ya sé lo que piensas de ese tema, pero ¿que hay de los hombres buenos y de la gente que en estás fechas necesita ayuda? Mira las noticias, están diciendo que vamos a sufrir duras heladas, ¿Cuánta gente dormirá esta noche en la calle sin una cama para descansar? ¿Qué será de ellos estas noches tan frias?
-Hijo, cada uno tiene lo que se ha buscado en esta vida….. -en el momento dejó escapar la última palabra se dio cuenta del error que acababa de cometer.
Nicolás, percibiendo la congoja de su abuelo lo consoló diciéndole.
-Abuelo, piensa que esa gente no desea tener la situación que esta pasando. O ¿acaso crees que no les gustaría estar bajo un techo, o con una familia, o simplemente tener un plato de algo caliente que llevarse a la boca y una manta para pasar en mejores condiciones la noche que se les avecina? No es justo, abuelo.
-No hijo, no es justo, pero nosotros no podemos hacer nada.
-Yo no, abuelo…..ya me gustaría a mi poder levantarme y acercarme a cualquier grupo de vecinos o simplemente de gente que en estos días se dedican a recorrer las calles por las noches para llevar un poco de comida y una manta a los indigentes que van a pasar la noche en la calle…pero no puedo.
-No te preocupes, hijo. Cuando te pongas bien –mintió su abuelo- y todo esto acabe, el abuelo te acompañará e iremos los dos.
-Abuelo, tengo dieciséis años, sabes que va a ser muy difícil que eso ocurra.
Nicolás, a pesar de su adolescencia, sabía por experiencias de otros niños de la octava planta del hospital, la de oncología, que eran muy pocos los que lograban salir bien de la experiencia y también sabía que cuando algún compañero suyo en el pasado empezaba a no salir al pasillo o a las reuniones que hacían en la sala de juegos o incluso a visitarse entre ellos de habitación en habitación, era señal de mal augurio.
-Abuelo…hazlo por mí –le suplicó Nicolás mirándolo fijamente a los ojos. Su abuelo no le contestó, para cuando quiso hacerlo su hija Natalia ya había llegado y cortó ese ambiente tenso que empezaba a palparse en la habitación.
-Venga papá, márchate a casa a descansar. Ya me quedo yo –le dijo su hija al tiempo que le daba un beso y con las manos le acariciaba los hombros.
-¿Cómo estas Nico? –le preguntó a su hijo dándose media vuelta.
- Bien, mamá. Un poco cansado.
El abuelo, aprovechó el momento para levantarse, calarse la boina en la cabeza, ponerse el abrigo negro de franela y enrollarse la bufanda al cuello. Se acercó a la cama nuevamente y abalanzándose suavemente sobre su nieto, le dio un beso en la frente mientras este le susurraba al oído “Hazlo por mí, abuelo”. Sin poder contestarle se despidió y salió de la habitación.
La tarde dejaba paso al ocaso del día y al contrario que los demás días, decidió ir paseando y no cogió el autobús de línea que le dejaría a escasos metros del portal de su casa. Con la vista fijada en la acera, las manos en los bolsillos y absorto en sus pensamientos, la voz de Nicolás grabada a fuego en su mente, no paraba de repetirle: “Hazlo por mi, abuelo, hazlo por mí”. Pasaban los minutos mientras dejaba atrás escaparate tras escaparate y cantidades de gente con las que se cruzaba iban casi todos con grandes bolsas llenas de regalos y comidas. Todos afanándose en los preparativos de sus Navidades. Cuanta hipocresía pensaba el mientras andaba...“Hazlo por mí, abuelo”.
La falta de atención hizo que al girar una esquina, tropezara con unas cajas en el suelo, depositadas en mitad de la acera, y cayera sobre ellas en cuestión de segundos. Rápidamente un grupo de gente, todos ellos con chalecos reflectantes, se acercaron tendiéndole muchas manos y levantándolo todos a la vez al tiempo que le pedían disculpas por dejar las cajas allí. Una vez en pie le dijo un señor, que debería ser el responsable del grupo, si le acercaban al ambulatorio pero el abuelo, mientras se limpiaba el abrigo, le dijo que no hacia falta, que las cajas amortiguaron el golpe y se encontraba perfectamente. Otros muchachos se apresuraron a recoger las mantas que se habían salido de las cajas que aplastó el abuelo y las volvían a meter en ellas. Entonces lo entendió todo. Había topado con un grupo de esos que le había hablado su nieto.
-Señor, ¿Quiere que le acerquemos a casa? ¿Dónde vive? –le preguntó de nuevo el responsable del grupo.
-No, no. No hace falta. Pero si que les pediría un favor.
-Usted dirá, -le contestó.
-No tendréis un chaleco para mí. Le prometí a mi nieto que haría una cosa que él, por desgracia, no puede hacer.
Dicho y hecho, le dejaron un chaleco y subió en una furgoneta donde empezaron a recorrer todas las zonas marginales de la ciudad para ir entregando comida y mantas a aquellos que las necesitaban. Iban pasando las horas y el cansancio que llevaba acumulado del hospital, poco a poco iba desapareciendo y se suplantaba por una sensación de gratitud cada vez que alguien que no había visto en su vida, y probablemente ya no volvería a ver, le daba un gracias más sincero que la mirada de gratitud de un niño pequeño. Todo transcurrió igual hasta que llegaron a uno de los puentes del río. Allí, desvalido y medio tapado con cartones, había un indigente que parecía semiinconsciente mientras no paraba de tiritar. “Madre mía...”, se decía el abuelo al tiempo que pedía ayuda a los demás, “...este pobre hombre está muy mal”. Rápidamente cogió una de las mantas que llevaba y la extendió a lo largo del hombre tapándolo suavemente. El hombre, que no debería rondar más de los treinta años, abrió los ojos y le cogió las manos. Cruzó su mirada con él y mientras sonreía le dijo “Gracias abuelo...” para después dejar de hacer fuerza con las manos y dejar su mirada perdida en el puente que tenían sobre ellos. Había muerto.
El abuelo comenzó a llorar desconsoladamente y para cuando el resto del grupo quiso darse cuenta, ya no pudieron hacer nada por aquel pobre hombre. Todo transcurrió muy deprisa. Los servicios médicos se hicieron cargo y el grupo de voluntarios llevaron al abuelo a su casa, la noche fue demasiado larga. Tras despedirse de ellos en la puerta de su casa, subió las escaleras al primer piso donde vivía y al llegar al rellano escuchó que el teléfono sonaba dentro de su casa. Se apresuró en abrir la puerta y correr hacia donde estaba para descolgarlo. Era su hija que entre sollozos no paraba de repetirle que Nicolás había muerto. El mundo se le cayó encima. Todo había acabado. En el sepelio, su hija le contó que todo fue muy rápido.
-Sus últimas palabras fueron para tí papá, -le contó ella mientras los dos contemplaban, sentados en el primer banco de la iglesia, la foto de Nicolás sobre el ataúd- pidió que te hiciese saber que había estado soñando que mal dormía bajo un puente, que tenía muchísimo frío y que llegaste tú y le tapaste. Al despertar del sueño me dijo que sabía lo que habías hecho y quería que te lo hiciese saber. Sus ultimas palabras fueron “Gracias abuelo, te quiero. Lo has hecho por mi”.