PAÍS RELATO

Autores

a. l. brooks

nos vemos el martes

En cuanto el sonido de la puerta pudo escucharse con claridad desde donde Scott esperaba sentado, en el sillón de la suite menos solicitada del hotel, dejó a un lado la agenda que siempre llevaba consigo y puso el teléfono en silencio.
—Llegas tarde —dijo, consciente de que quién se acercaba podía escucharle a la perfección.
—Lo sé, menuda mañana.
Amelia entraba en la antesala del dormitorio batiendo su lacia melena rubia de un lado a otro al tiempo que enrollaba la goma elástica con que la recogía durante las horas de trabajo en la parte central de sus gafas de pasta moradas.
Ese día solo tenía reuniones con clientes y la norma decía que debía vestir de traje como el resto del personal; se levantó y comenzó a desabrochar los pequeños botones blancos de su camisa mientras ella se plantaba a menos de un paso y hacía lo propio con los dorados del chaleco de su uniforme.
—¿Y el tuyo? —preguntó ella sin dejar de prestar atención a lo que hacía.
—En el respaldo. Te he dicho que llegabas tarde.
—Habrá que darse prisa. —La mujer dejaba las gafas sobre la mesa baja; sobre ellas, su chaleco.
Tironeó de la blusa de seda color marfil para sacarla de sus pantalones de pinza al tiempo que su estatura menguaba por haberse descalzado.
—Sí… No te quites las medias —solicitó imaginando con detalle lo que había bajo el atuendo de la directora del hotel.
Scott se había desvestido casi completamente, dejó los calcetines ejecutivos dentro de los zapatos de cuero negro y la ropa encima de la primera prenda que se había quitado nada más entrar. Observó cómo ella dejaba la blusa sobre el respaldo de la silla estilo Maria Antonieta quedando vestida solo con una prenda fina, top lencero creía que se llamaba, del mismo color.
Ocupó el centro del sofá y la atrajo hacia sí tirando de sus caderas. Lamió su ombligo levantando aquella exquisitez de tela y la ayudó a desprenderse de los pantalones. En efecto, sujetas al muslo portaba un par de medias negras con un ribete bordado. Era tan sexy que haría que cualquier hombre se volviera loco.
—Aquí están… —Acarició la parte exterior de sus piernas con lentitud, disfrutando del tacto y cuando alcanzó sus tobillos, tomó el pantalón y lo lanzó sobre la montaña hecha con la ropa de ella. Amelia cerró los dedos en torno al bajo de la camisola, pero la detuvo colocando una mano sobre la de ella—. No, déjala. Me pone muy caliente verte así.
—Como quieras, me da igual —convino.
Sopló el borde de sus bragas de raso blanco a juego con el sostén provocando un estremecimiento en ella. Era tan receptiva, tan sexual, que encajaban a la perfección en la cama, aunque, irónicamente, nunca hubieran usado una. Acarició la cavidad en la que deseaba hundirse en breves momentos por encima del tejido y encontrarla ya húmeda exacerbó su libido.
Su miembro se alzó como si quisiera señalar el destino al cual quería dirigirse, ella apoyó sus uñas con una manicura perfecta y discreta, como le gustaba lucir debido a su posición, en sus hombros para no despeinarlo.
—Siempre atenta, ¿también lo estabas esperando?
—Con puntualidad —respondió con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
Apartó sus bragas hacia la ingle y las mantuvo ahí sujetas mientras con la lengua exploraba el camino que trazaría en breve con el pene. A ella le gustaba aquello, sentir el calor y la humedad de su lengua rodear cada pliegue de sus labios y su clítoris. Palmeó su trasero acercándola más a su boca y con una mano tomó su nalga, abriéndola al tiempo que tras asegurarse de que tenía el dedo bien lubricado, introducía la punta de este en el prieto agujero de su ano.
—Fíjate, hoy parece hambriento. ¿Has estado preparándote por tu cuenta?
—Sí.
—Traviesa… —dejó escapar una risita complacida—. Hoy me toca jugar a mí con él.
—Joder, Scott, date prisa —urgió Amelia.
—Ese lenguaje… Saliendo de tu boca es jodidamente caliente.
—Cállate y haz que me corra de una vez —exigió dedicándole una mirada torva.
—Por supuesto.
Pasando los brazos por el interior de sus rodillas, la agarró, la levantó y la depositó en el sofá, en el mismo lugar que había estado ocupando hasta entonces, con las piernas flexionadas y el trasero deliciosamente levantado hacia él. Hundió la cara en ella devorando con frenesí cada parte al tiempo que su dedo continuaba explorando por el oscuro lugar que había tenido que abandonar instantes antes para moverla.
Amelia comenzaba a respirar con dificultad, él sentía ese conocido calor ir en aumento, ya no habría nada que pudiera detener lo que iba a ocurrir. Le hizo sacar un poco más el trasero con tal de no manchar el caro mueble en el que estaban y hundió otro de sus dedos en ella, llenándola con su mano tanto por delante como por detrás al tiempo que succionaba su hinchado clítoris.
Minutos después sus rodillas se cerraron en torno a su cabeza indicando que el orgasmo la atravesaba. Y era lo único que podía hacer que lo supiera pues Amelia no emitía ningún sonido, más que algún jadeo debido a la errática respiración que la práctica del sexo provocaba.
Seguro de que ella había alcanzado la cúspide, esperó a que sus músculos se relajaran llevando los jugos que su vagina proporcionaba hacia su culo y poniéndose de pie, con las piernas flexionadas presionó la polla contra el agujero que lo reclamó al instante. ¡Señor! Tener el capullo dentro era una sensación brutal, sentía la presión desde todas direcciones.
—¿Estás bien?
Se detuvo ahí, a la espera de una confirmación que tuvo que realizar de forma visual. Solo entonces avanzó un poco más. De ese modo, poco a poco y preguntando antes de cada nuevo avance llegó a enterrarse hasta el final en ella. ¡Menuda sensación!
En sus treinta y cinco años jamás había tenido sexo de aquel modo, usando esa vía, pero desde que Amelia y él habían comenzado a acostarse su mente se llenaba de curiosidades que siempre quiso intentar, aunque fuera una vez en la vida.
Movía sus caderas con cuidado hacia delante y hacia atrás, evitando movimientos bruscos que pudieran resultar dolorosos. Poco a poco el punto de no retorno también llegaba para él que se inclinó para pasar un brazo por su hombro de forma que pudiera presionar mejor y más profundo en cada embate hasta que sintió el placer embargarlo y salir de su cuerpo para entrar directo al de ella.
—¡Bua! ¡Qué sensación! Ha sido genial. ¿Te ha gustado?
—La verdad es que sí, en cierto modo era… Agradable. No lo había esperado así.
—Quizás más adelante podamos probar si te puedes llegar a correr así.
—Claro, pero hoy no podrá ser.
—Otro día que no tengamos el tiempo tan justo —aclaró.
Limpió la zona todavía expuesta de la erótica mujer con una toallita húmeda del paquete que previamente había dejado sobre la mesa auxiliar. Se arrodilló en el suelo y la instó a hacer lo mismo, pero de espaldas. En aquella posición, con Amelia apoyando los codos sobre el cojín, la penetró de una forma más tradicional, aunque no por ello menos ansiada, deseada o esperada.
Sació su sed de sexo con ella, en una carrera que culminó en primer lugar, no obstante la exigente mujer no se quedaría atrás, hizo que se tumbara en el suelo y asiéndose a sus hombros lo galopó cual amazona indómita hasta que su rostro se frunció justo en el momento en que su cuerpo se tensaba precediendo los consiguientes espasmos musculares que la recorrieron al alcanzar su propio orgasmo.
Ver a la importante, y siempre imponente, directora de un gran hotel como aquel en el que ambos trabajaban, por el que se desvivían, con las mejillas sonrojadas, la piel de gallina y perlada de sudor tras la intensa actividad física era un privilegio.
En cuanto ella se hizo a un lado, alargó el brazo en busca del mando a distancia del aire que había dejado cerca antes de que Amelia llegara y lo puso a baja temperatura y a la más alta velocidad.
Tumbado sobre la alfombra observaba a la atractiva mujer de casi metro setenta poner los brazos en jarras, de pie y de espaldas a él, para disfrutar del cambio en la temperatura de la sala.
La mujer se alejó y el bamboleo de su trasero distrajo su mirada, era tan endiabladamente sexy que quería hacerlo de nuevo. No tenía suficiente, no todavía. Fue tras ella que había entrado en el baño y se estaba quitando las bragas junto al bidé; la abrazó por detrás girando su mandíbula con una mano mientras acariciaba con la otra el ardiente lugar en el que quería volver a entrar cuanto antes y tomó su boca introduciendo su lengua y dos dedos de forma simultánea en ambos sitios.
El jadeo sorprendido de ella fue todo cuanto podría escuchar, lo sabía. La llevó hasta el mármol del lavamanos, frente al espejo y con un movimiento de cadera ensambló su miembro en el lugar perfecto. Encajaban como dos piezas de un puzle incompleto que se encontraban al final. Frotaba con el pulgar su zona más erógena mientras embestía con fuerza controlada y subyugaba su lengua.
En cuanto sintió que se corría lo hizo él, quería acompañarla en el momento de cruzar la tan deseada y ansiada.
—¿A qué ha venido eso? —interrogó observándolo a través del espejo.
—Todavía nos quedaban unos minutos —explicó sin delatar que se había dejado llevar por el creciente deseo que le hacía sentir—. Y se tiene que hacer todo el ejercicio sano que se pueda, ¿no es así?
—Claro —respondió de forma indiferente.
Amelia no había cambiado nada, siempre práctica, pragmática y controlada; resultaba irritante para él que, queriendo molestarla o por lo menos desconcertarla le propuso aquel acuerdo el cual aceptó sin más, sorprendiéndolo. No obstante y aunque nunca pensó que podría ser así, Scott se dio cuenta de que había comenzado a desarrollar ciertas emociones que no deberían estar allí.
De hecho, no tenían cabida en el tipo de relación que mantenían y ambos lo sabían desde un principio. Su relación era tan solo una manera alternativa de realizar ejercicio físico del mismo modo que otros iban al gimnasio o a clases de yoga y ese tipo de cosas. Amelia y Scott, quedaban todos los martes y follaban durante una hora o dos, dependiendo del tiempo que sus apretadas agendas les permitieran.
Sin embargo aquello que llevaba sucediendo con su jefa durante algunos meses no había hecho más que acrecentar su lujuria y su posesividad. La quería solo para él.
Poco después la directora se había lavado, aseado y vestido; se encontraba delante del espejo peinándose con un cepillo que se había acostumbrado a llevar en el diminuto bolsillo de su chaleco. Mirarla mientras realizaba tan ordinaria acción lo tranquilizaba de algún modo y lo enternecía.
—¿Ya estás? —preguntó ella devolviéndole la mirada a través del espejo del cuarto de baño de la suite.
—Sí.
—Entonces será mejor que te adelantes.
La forma que tenía de tratar aquella situación, de tratarlo a él, empezaba a enloquecerlo. Aunque todo comenzó casi como una broma, para Scott tener sexo con ella de forma regular había hecho que la viera con otros ojos, pero ese no era el caso desde el punto de vista de Amelia.
Se acercó a ella y agarrando con firmeza sus caderas le dio la vuelta y la apoyó contra el mármol antes de besarla sin delicadeza ni contemplaciones. Introdujo la lengua en su boca y exploró a placer cuanto quiso por el tiempo que quiso. La directora no se negó pero tampoco podría decirse que le devolviera el beso con entusiasmo.
—¿Qué te pasa? —consultó ella en el momento en que se apartó de sus labios.
—¿No quieres que te bese?
—En realidad no me importa siempre y cuando lo limites a nuestro tiempo de entrenamiento.
—Sigues diciéndolo de ese modo…
—¿De qué otro modo podría decirlo? ¿No fue esa tu propuesta? ¿Una sesión particular? En el momento en que esto se convirtiera en algo distinto, se acabaría. Eso fue lo que dijiste.
—Quería poner a prueba eso de que un hombre y una mujer no pueden tener sexo sin complicaciones, como si solo fueran a clases de spinning al gimnasio.
—Y yo te dije que sí era posible, ¿no somos la prueba de ello?
No, no lo eran, reflexionó. Solo que ella nunca lo sabría. Porque únicamente de ese modo podría continuar teniéndola, aunque fuera durante un par de horas a la semana.
—Solo alguien como tú podría haber aceptado esta locura de experimento —contestó suspirando.
Dio un último beso a sus labios, de forma ligera, y caminó hasta la entrada del gran cuarto de baño.
—Pero funciona, necesitaba hacer más ejercicio y aunque solo tenga unos instantes los martes, ya noto la mejoría en mi condición física.
—No deja de ser un ejercicio aeróbico —repuso en su faceta de preparador físico—. De acuerdo, me iré primero.
—Hasta la próxima clase —pronunció ella en voz alta desde el interior del cuarto de baño a modo de despedida.
En realidad continuaba tratándolo como lo que era, un entrenador personal a pesar de que se acostaran de forma reiterada y salvaje en más de una ocasión; a pesar de que con él hacía cosas que… No, era mejor no continuar por ese camino.
Volvió a la salita arrastrando los pies, dejaría que creyera que tenía razón de modo que no supiera nunca que en realidad el que estaba en lo cierto era él. Tomó su agenda del sillón y tras asegurarse de que no olvidaba nada, abandonó la habitación. Antes de salir su mirada se posó en las gafas que Amelia solía utilizar para trabajar y que, invariablemente, se quitaba cuando entrenaban juntos.
Con su actitud formal y reservada, era el tipo de mujer al que pocos hombres se atreverían a acercarse; era inteligente, elocuente, resolutiva y fiable, además de que poseía unas excelentes dotes de dirección y mando.
Al llegar a la sala de empleados en busca de un refrigerio topó con alguien que salía, una persona que casi perdió el equilibrio y terminó con su rostro en uno de sus pectorales.
—Oh, ¡cariño! Eres tú. —La inmediata sonrisa en la cara de la bonita mujer rubia mientras todavía se frotaba la nariz que terminaba de golpearse contra él hizo que se sintiera mal por dentro.
Su mujer, Tea, también trabajaba allí. Era la esteticién contratada a jornada completa, se encargaba de la manicura de Amelia además de la de casi toda la plantilla. Ella era un poco más baja que la directora y sus hombros eran algo más anchos aunque tenía la mala costumbre de andar con ellos encorvados, no obstante su rostro era mucho más hermoso en un sentido clásico. Al contrario de lo que sucedía con Amelia a quién veías hermosa cuanto más la mirabas, Tea era una persona que capturaba la atención de cualquiera al primer vistazo. También su busto era bastante más voluptuoso y aunque sus caderas eran más anchas, su culo era poco más que plano.
Ah ¿qué estaba haciendo?
Se recriminó en sus adentros; no debía hacer aquello, no debía compararlas. Su matrimonio iba bien, eran felices, su adorable esposa que siempre le recordaba una de aquellas muñecas antiguas de porcelana, elaboradas a mano, jamás se ponía celosa ni dudaba de él por muchas horas que tuviera que pasar con algunas clientas que solicitaban sus servicios específicamente.
Se acercó a ella y marcó sus labios, en esta ocasión el beso sí le fue devuelto con intensidad.
—¿Ya has terminado? —preguntó a su mujer con la respiración acelerada después del ardiente momento.
—Sí, ya no tengo más clientes hasta después del almuerzo —respondió ella con las mejillas sonrojadas.
Verla así le recordó a Amelia, era raro verla con las mejillas de aquel modo. Solo después del sexo; ella no se sonrojaría con solo un beso.
—Entonces vamos.
—Por supuesto, dame un minuto que deje estos documentos y podemos ir tranquilos. ¿Tú también has terminado de momento?
—Sí, tengo un par de horas antes de mi próxima cita.
—¿No tenías hoy entrenamiento con Amelia? Habéis acabado pronto.
—Hoy tiene un día complicado por lo que…
—Sí, es difícil para ella sacar algo de tiempo para ejercitarse, pero por suerte contamos con el mejor entrenador personal… —elogió—. Aunque tenga poco tiempo, estoy segura de que tú haces que cunda.
Se quedó callado, evitó responder deliberadamente ante el repentino parloteo orgulloso. Siguió a su mujer hasta las oficinas donde caminó muy decidida hacia el despacho del fondo.
—¿No tenías que dejar esos papeles?
—A eso voy.
Sus temores se hicieron realidad cuando la vio llamar de forma suave con los nudillos en la puerta cerrada. Mientras aguardaban para que les dieran acceso se abrió y se encontraron con el rostro serio de un hombre, el novio de Amelia y dueño de la cadena de la que su hotel formaba parte. Los recibió con una amplia sonrisa.
—Ah, si son Tea y Scott, dos grandes empleados de quienes solo recibo palabras de elogio por parte de los clientes. ¿No es así, cariño?
Escucharlo llamarla así le hizo rechinar los dientes, aunque contuvo el impulso.
—Cierto, son dos activos importantes. —Su jefa respondió serena, sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador ni las manos del tecleado.
Rick, como Amelia lo llamaba y como él mismo pedía a todos los empleados que se dirigieran a él, le dedicó una mirada de anhelo antes de volverse hacia ellos.
—¿Podríais ayudarme? Intento que mi novia salga conmigo a almorzar, pero prefiere permanecer aquí encerrada trabajando.
—No sé qué podríamos hacer nosotros… —comenzó a responder su mujer.
—Tal vez si nos acompañarais…
—No los líes, Rick, seguro que Tea y Scott tienen cosas mejores que hacer que ir a un almuerzo con sus superiores.
—Oh, vamos. —Suspiró el hombre cuyo traje debía de costar lo que su paga de seis meses si no más—. ¿Qué tengo que hacer? Esta noche me voy de viaje, quiero pasar tanto tiempo como pueda contigo.
Masajeaba los hombros de Amelia como solo un hombre enamorado haría, le costaba mirar aquella escena, en especial cuando hacía apenas una hora estaba haciendo mucho más que eso con ella. Trató de hacer una retirada que no fuera demasiado brusca.
—Si nos disculpan, nuestro tiempo del almuerzo pasará…
—Oh, no, no, no. Vais a venir con nosotros. Además, ¿no era hoy tu sesión de entrenamiento? Con más motivo tienes que alimentarte como es debido —Rick hablaba deprisa al tiempo que tiraba de una mano de la directora para alejarla del ordenador y tras teclear algo, la empujó, colocando una mano en su espalda, hacia ellos.
Cuando se quisieron dar cuenta los cuatro se encontraban alrededor de la mesa de un restaurante de tres estrellas, Tea estaba encantada, por supuesto, con sus salarios no podían costearse comer en lugares como aquel más que en contadas ocasiones y quedaba reservado para momentos especiales. Amelia, en cambio, tenía la misma recatada actitud y semblante de todos los días.
—Entonces, Scott, ¿cómo le va a Amelia con el entrenamiento?
Por suerte no estaba ni masticando ni bebiendo, de ser así, estaba convencido de que se habría atragantado.
—Bien, le va… bien. Es una persona ocupada.
—¿Verdad? No le permitas que se salte ni una sola sesión —añadió señalándolo con el dedo—. Estoy convencido de que mi amorcito busca la más mínima excusa en su agenda para cancelar el ejercicio.
—Hasta hoy no ha faltado a ninguna. —Se vio en la obligación de defenderla.
—Es cierto —apoyó Tea—. Cada martes. Una o dos horas —añadió.
—Eso es —corroboró Amelia—. Disculpadme un segundo.
Con su habitual elegancia se levantó de la mesa y fue a hablar con alguien a la barra, un hombre de unos cincuenta años que había visto alguna vez por el hotel. Se dieron un saludo formal con un apretón de manos y charlaron brevemente. Entonces se dirigió hacia otro sitio rodeando la barra en lugar de regresar.
—Permitidme que me ausente unos instantes. —También se disculpó levantándose—. Tengo que ir al servicio —susurró a su mujer al oído que asintió como si acabara de contarle un importante secreto.
Cuando uno de los camareros le indicó dónde podría encontrarlos aguardó delante de ambas puertas, en el descansillo que había haciendo las veces de tocador. No tardó en salir, como había imaginado. Bloqueó la puerta a su espalda y caminó hacia ella, la tomó de la cintura y acercó su rostro para besarla.
—¿Qué haces? —Lo miraba perpleja.
Como si no comprendiera absolutamente nada de su reciente impulso.
—¿No es evidente?
—Entre nosotros no hay nada más que una relación laboral jefa-subordinado y entrenador-cliente.
—Lo dices como si de verdad creyeras eso.
—Por supuesto. Porque eso es lo que es —repuso con su seriedad habitual.
Sus palabras despertaron algo en su interior, una furia repentina que fue necesario dominar, aunque no pudo del todo. La colocó contra la pared y metió la mano por debajo de la cinturilla de su pantalón, apartó el raso de las bragas con los dedos y los hundió en su interior.
—Amelia… Incluso estás mojada cuando dices eso —dijo apoyando su frente en la de ella.
Quería que cediera, que le diera la razón, que se fundiera contra él.
—Es una respuesta biológica, no tiene nada de extraño —contestó la mujer que se mantenía firme a pesar de que detectó que su lengua bordeaba sus labios por dentro.
—¿Vas a decirme que no quieres que te folle aquí y ahora?
Buscaba forzar una respuesta, lo sabía, pero la deseaba, quería ver más expresiones que no solo aquella estirada que siempre tenía. Era una mujer fogosa, lo sabía y solo quería que se soltara la melena literal y metafóricamente de una vez, por lo menos en la intimidad. Quería ver ese momento en que se convirtiera en una leona durante el sexo. Sí, se moría de ganas porque llegara ese momento.
—Nuestro tiempo de entrenamiento ha expirado hoy; así que sí, eso es exactamente lo que voy a decirte. —Se deshizo de él, lo alejó y como si nada hubiera ocurrido fue a limpiarse las manos y a refrescarse la cara mientras Scott continuaba como una estatua en el mismo lugar—. Hasta la próxima semana —dijo abriendo la puerta al terminar.
¿Eso que había en su rostro era una sonrisa? Fue fugaz pero… El sonido de la madera chocando contra el marco lo hizo reaccionar. Parecía un hombre desesperado, sí. En eso era en lo que Amelia lo había convertido con sus reglas, normas y horarios. Ella se había colado por debajo de su piel sin que se diera apenas cuenta, pero no había ocurrido lo mismo a la inversa.
Debía admitir de una vez que aquello era todo cuanto tendría, sería su entrenador personal. Se prometió a sí mismo en ese momento que nunca le permitiría dejar las sesiones personalizadas.
—De acuerdo, Amelia. Tú ganas —murmuró con una sonrisa—. Nos vemos el martes.